La muerte del grandísimo historiador Tony Judt, un hombre absolutamente excepcional, impresionante, me ha sorprendido terminando de leer su volumen monumental «Posguerra. Una historia de Europa desde 1945». Monumental por las dimensiones, cerca de 1.200 páginas, y por la ambición de explicar la peripecia, la tragedia, la muerte y resurrección de este viejo continente que muchos consideramos también una forma extensa de patria propia. Del continente entero, de un lado al otro de esa frontera infame que durante más de cuarenta años lo tuvo cortado en dos, de norte a sur, pasando por el centro y corazón mismo de Europa con muros y vallas de alambre con púas, con metralletas y guardias con perros. La primera vez que yo atravesé este muro, por los alrededores de 1970 y en un viaje más o menos oficial por cuestiones académicas de antropología social, entre Viena y Budapest ya nos cachearon en el tren, y por los corredores de los vagones pasaban, en efecto, los policías con perros amenazantes. Algunas ilusiones y fantasías que yo tenía sobre la realidad del «otro lado» (y que muchos amigos míos conservaban también), empezaron a disolverse. En Budapest, los muros de las casas mostraban aún los agujeros de las balas soviéticas de 1956. Pero los funcionarios culturales del Partido que nos acogieron (no había otros), parecía que no recordaban nada : lo que no convenía, simplemente no había pasado. Y dos profesores checos que vinieron a la reunión iban en todo momento acompañados por unos individuos de cara oscura, comisarios de compañía. Hacía poco tiempo aún de los hechos de Praga de 1968, y aquí, en este país nuestro, entre nosotros, muchos aún tenían en la venda ante los ojos, por no querer ver : por no aceptar que la realidad de aquella Europa, la miseria moral y política de aquel régimen, de aquel sistema y de aquella ideología, no tenía ya (si alguna vez la había tenido), ninguna relación con las ilusiones de igualdad y de justicia que supuestamente los gobiernos comunistas debían convertirse en un estado de felicidad definitiva. Cuando, poco después, viajé a Praga, todo era todavía gris y triste, y por las calles había altavoces que emitían discursos oficiales y músicas posiblemente revolucionarias. Aquí, la ceguera de muchos seguía intacta, sin remedio ni cura.
La misma ceguera que impedía ver como, «en este lado», el «capitalismo imperialista», o «imperialismo capitalista», como lo llamaban, no era exactamente un sistema de represión y de opresión de las clases populares, privadas de derechos y de voz, reducidas a la explotación miserable, etcétera. Y que la libertad, en efecto, al contrario de lo que pensaba el señor Lenin, si que servía de algo, además de ser un valor en sí y por sí misma. Lo mismo que tal vez sólo apreciábamos los que no la teníamos, bien en