LA gran manifestación del pasado 10 de julio en Barcelona quizás no sea exactamente el principio ni el final de nada en concreto, pero sí expresó algo muy importante: que la ciudadanía catalana ha comprendido a la perfección que el modelo autonómico ha llegado a su fin. La promesa de futuro asociada al nuevo Estatut de 2006, el horizonte que se aseguraba para los próximos 25 años, se ha desvanecido. El proyecto federalista y la confianza en un estado plurinacional de los partidos moderados catalanes se han ido al traste de manera rotunda e inapelable. Y ahora, la mayoría de los catalanes esperan de sus líderes políticos que les propongan alternativas creíbles para poder seguir confiando en el país.
Lo que quizás es nuevo es que no se trata -como algunos pretenden- de una muestra de irritación típica catalana, de esas que se calman con sólo expresarlas. En la manifestación del 10 de julio, en la que no hubo ningún altercado digno de mención, ni una sola papelera rota en cuatro horas de lento trayecto, predominaron las caras de alegría, la presencia de miles de familias al completo, con abuelos e hijos en cochecito, expresando su deseo de futuro y las ganas de recuperar la autoestima que hasta hace cuatro días estaba absolutamente dañada. Que nadie se engañe: la prensa socialista –El Periódico de Catalunya– y la prensa conservadora –
Algunos han querido comparar, y contraponer, la manifestación del 10 de julio con el júbilo en las calles por la victoria de la roja. Se trata de un efecto óptico producido por la casual proximidad. Pero lo de la roja respondía a un mes entero de exasperación futbolístico-patriótica, en la que la totalidad de medios de comunicación estatales ayudaron sin reparar en gastos. Además, el negocio comercial a propósito del campeonato acabó rellenando el resto de huecos comunicativos: bancos, electrodomésticos, cervezas, compañías eléctricas…
En Catalunya, es cierto, muchos salieron a la calle con la bandera rojigualda. Pero que nadie se engañe con el perfil sociológico de los que más ondeaban tal bandera. Como ha señalado agudamente Vicenç Villatoro, los barrios con más enseñas son los de alta inmigración extranjera, la mitad de las cuales son de afirmación nacional ante los forasteros, y la otra mitad, de los forasteros con necesidad de buscar la aceptación del vecindario. Las banderas españolas, en resumen, en muy pocos casos fueron banderas contra las aspiraciones soberanistas catalanas. Catalunya es una sociedad moderna y compleja, donde caben todo tipo de emociones identitarias que poco tienen que ver con las aspiraciones políticas.
En cambio, la manifestación se celebró con una modestísima campaña previa de invitación a la misma y sin el apoyo entusiasta de los medios de comunicación de más audiencia: algunos de ellos, sin ofrecer ninguna información; otros, ocultándola de manera provocativa; e incluso algunos, manipulando los hechos; convirtiendo un breve abucheo en la manta fácil para tapar los centenares de miles de asistentes.
La convocatoria de la manifestación tuvo que lidiar con una desgraciada polémica partidista por el eslogan de cabecera, y concentró a muchedumbres a pesar de las dificultades para llegar al centro de la capital, cosa que disuadió a muchos a mitad del camino. La manifestación, en tiempos de supuesto desafecto hacia la política, movilizó a muchas conciencias políticas que expresaron sin ambages el deseo de independencia. Ni todos, ni todos en el mismo sentido, porque se sumaron a las proclamas independentistas ciudadanos que suelen votar en todo el arco político catalanista -PSC, CiU, ERC, ICV- y otros que militan en el absentismo, el voto en blanco o que siguen en la busca de un nuevo partido.
Pero insisto en el hecho que la manifestación es síntoma de muchas cosas de mayor calado. Aunque los partidos tradicionales se pusieron al frente de la manifestación, ésta se organizó desde la sociedad civil catalana, a la que algunos ya daban por muerta. Miles de organizaciones, incluso muchas de empresarios convencidos que España ya no es su mejor mercado, contribuyeron a su éxito. De manera que la manifestación iba dirigida no tanto a protestar contra el Tribunal Constitucional o contra los engaños del Gobierno español, sino especialmente hacia los políticos catalanes. Ellos son los que han tenido que asumir la mayor presión, y ellos son los que deberán reaccionar antes de las próximas elecciones.
La manifestación también era expresión del deseo de recuperar la autoestima. Y se consiguió. Nadie podrá seguir diciendo que lo que «realmente importa» a los catalanes no son la soberanía o el Estatut y que sólo estamos preocupados por las carreteras, las escuelas o los hospitales, y ser creíble. Lo que es cierto es que Catalunya ya ha entendido que infraestructuras, escuelas y hospitales, y la salida de la crisis o la defensa del sistema financiero, sólo pueden recuperar su posición puntera si se consigue la independencia o algo muy parecido a ella.
A nadie se le escapa que, a la vista de los movimientos de fondo soberanistas en Catalunya, el Estado y sus aparatos de propaganda -públicos y privados- van a lanzar sus ataques más duros después de vacaciones. El argumento principal va a ser la amenaza a una posible división de la sociedad catalana, a la ruptura de la unidad civil. Ya se han visto los primeros movimientos, y está por ver si los partidos centrales, CiU y, muy especialmente, PSC, van a resistir el envite. Tampoco sabemos si los partidos independentistas van a resistir de manera inteligente a las provocaciones. Pero no me cabe ninguna duda de que el recurso al miedo al conflicto social va a estar bien alimentado.
Sea como sea, Catalunya debe afrontar en los próximos años el reto de dibujar un nuevo horizonte. En estos momentos, todo ha quedado abierto. Las elecciones están a la vuelta de la esquina y difícilmente van a poder recoger la nueva situación con toda claridad. Las viejas estructuras empañarán lo que esté por venir. No hay nada escrito y la libertad casi nunca es una fatalidad sino el resultado de un combate responsable y valiente.
Como escribía nuestro poeta Miquel Martí i Pol, «tot està per fer, i tot és possible», todo está por hacer, y todo es posible. Vamos a ver de qué somos capaces.