Nación, autonomía e independencia

La semana pasada la Organización de Naciones Unidas avaló la declaración unilateral de independencia de Kosovo respecto de Serbia, del 17 de febrero de 2008. Al margen de los entresijos históricos e intereses políticos y geoestratégicos que rodearon en su día esa polémica declaración, así como las razones dudosamente democráticas de potencias como Estados Unidos para reconocer a ese nuevo estado europeo, llama poderosamente la atención la rapidez con que algunos países, entre ellos por supuesto el español, se han apresurado a desvincular este caso de reivindicaciones nacionales de larga trayectoria, fuerte implantación y tradición política como la vasca o la catalana.

Ciertamente, el caso de Kosovo y los de Euskadi o Catalunya tienen poco que ver entre sí, salvo por la existencia de una vocación independentista que, en el primer caso, se materializó rápidamente con apoyo y hasta impulso directo de potencias extrajeras, mientras en los otros casos esa vocación se entiende como un problema doméstico de Francia y España, particularmente de este último, sin que exista interés internacional en respaldar reivindicaciones con mucho mayor arraigo y justificación democrática, puesto que responden a una voluntad mayoritaria largamente manifestada por sus respectivas ciudadanías. Carecen sin embargo de interés geoestratégico, o más bien al contrario. Catalanes y vascos disponemos únicamente de nuestros medios e iniciativa para generar las condiciones y poder poner en marcha un proceso que contribuya a nuestro avance y desenvolvimiento. Merece la pena, aunque no será fácil.

La sentencia del Estatut ha vuelto a poner de manifiesto la incapacidad democrática del Estado español. Sólo así puede entenderse que una norma que ha superado todos los trámites políticos e institucionales impuestos por la propia Constitución, y ha sido votada en referéndum por la ciudadanía, pueda verse sometida al criterio sancionador, e incluso a su anulación, por parte de un órgano compuesto por doce jueces que, a su vez, son elegidos por consenso de los dos grandes partidos españoles. ¿Cómo pueden aspirar las distintas naciones del Estado a ser reconocidas y respetadas si cualquier modificación del marco está en manos de un tribunal cuyos miembros son elegidos por las dos opciones políticas que con más fuerza se oponen a su desarrollo? ¿Cómo puede defenderse como democrática la supremacía de doce personas sobre la voluntad de todos los representantes del Parlament, el Congreso y de la propia sociedad catalana expresada en consulta popular? ¿Qué garantías democráticas ofrece la Constitución a las demás naciones del Estado si su intérprete es, en última instancia, un órgano controlado por el centralismo español? La respuesta es que ninguna.

La desafección de Catalunya y Euskadi hacia España se justifica en una larga trayectoria de imposiciones y desencuentros, que no fue totalmente resuelta durante la llamada Transición, y que años después retorna con fuerza ante la reiterada cerrazón y la constante ofensa por parte del nacionalismo español ante cualquier expresión de autoafirmación nacional. Treinta y cinco años después de la muerte del caudillo la nación española sigue sin aceptar una convivencia en pie de igualdad con otras naciones, originando, y siendo directamente responsable del malestar y la reacción que esa intransigencia provoca en las naciones que coexistimos en este Estado.

Si hasta ahora el debate político, fundamentalmente en el nacionalismo vasco y catalán pero también en otros, ha oscilado entre la conveniencia del autonomismo o la reivindicación de una soberanía plena, ahora, tras la última sentencia del Constitucional y el anterior rechazo a la propuesta de Estatuto Vasco, y habida cuenta el grave y gran impacto negativo de la crisis económica española sobre Euskal Herria y Catalunya, el dilema podría resolverse a favor de las posiciones independentistas, toda vez que la dependencia se ha saldado con pérdidas en el bienestar, los derechos sociales y las libertades políticas de esos pueblos.

Es evidente que la situación exige una respuesta, no sólo reivindicativa sino también política, institucional y social de amplio alcance, que vaya más allá de siglas e intereses particulares y partidarios que tan a menudo han limitado las posibilidades de una colaboración estratégica de país en Catalunya y en Euskal Herria.

Una respuesta que debe ser necesariamente estratégica y debe implicar a todas las opciones abertzales o de izquierdas en defensa de nuestro derecho a decidir, y a todas las sensibilidades independentistas en defensa de la plena soberanía de nuestro pueblo. Pero ello requiere un compromiso firme. Si el día 10 de julio Catalunya daba una lección a Euskadi al manifestarse unidos todos los partidos del Parlament salvo el PP, la semana pasada Montilla rompía esa unidad de acción y la posición de resistencia que en esa marcha se pretendía transmitir al aceptar nuevamente las palabras de Rodríguez Zapatero como garantía frente a la sentencia del Constitucional. Ni un solo compromiso y al contrario: preocupación por la desafección que, lejos de analizarse en términos de incumplimiento y error por parte del partido actualmente en el Gobierno e insensibilidad de otras instituciones del Estado, se aborda como un problema casi emocional, cuestión meramente subjetiva, diríase caprichosa e injustificada, de la sociedad catalana. Actitud irresponsable que, sin duda, es más cómoda pero indigna e ineficaz para afrontar el problema de fondo. Rodríguez Zapatero y el PSOE están haciendo, una vez más, la política del avestruz, esta vez en la cuestión nacional que un día prometió resolver en su mandato y que seis años después, en su segunda legislatura, se muestra incapaz de abordar con una mínima honestidad y altura democrática.

El PSOE ya pretendió cerrar con la LOAPA la cuestión autonómica, y por ende la nacional. Pero ésta sigue abierta. Y así seguirá mientras se anteponga la razón de un Estado que aún no ha superado algunos vicios del franquismo, como esa idea de indisolubilidad de la patria española (avalada por el fallo del TC) a las aspiraciones nacionales legítimas que libre y democráticamente planteemos las ciudadanías de Euskadi, Catalunya u otros pueblos del Estado. Hasta que quienes defienden la integridad territorial del Estado acepten que ésta carece de valor democrático mientras sea impuesta, y no respete la libre voluntad de quienes habitamos dentro de sus fronteras. Mientras no se alcance un acuerdo que nos permita solucionar el conflicto político que España tiene desde hace décadas abierto con Euskadi y Cataluña, y se asuma la voluntad democráticamente expresada por el pueblo vasco y catalán. Hasta que España no enfrente civilizadamente su cuestión nacional, sin trampa ni cartón, con la misma vocación que Canadá con Québec y la misma naturalidad que Escocia. Hasta ese momento. España será la responsable de los problemas de convivencia nacional, y culpable de perpetuar los modos autoritarios que, lamentablemente, lastran su propia historia como nación.

Esto es así y sin embargo no debemos permanecer de brazos cruzados. Nuestra es la responsabilidad, decía al principio, de generar las condiciones y dar los pasos necesarios para, valientemente y con decisión, ir tejiendo tanto las complicidades como la estrategia común en defensa de los derechos y las reivindicaciones sociales y nacionales de la mayoría de nuestro país. Mayoría que debe ser respetada en su pluralidad, pero también, en su totalidad. Es por ello que resulta más importante que nunca tomar la iniciativa, tejer vías de entendimiento y colaboración, también con otros pueblos del Estado, y empujar en la misma dirección. En eso estamos.

Publicado por Noticias de Navarra-k argitaratua