La publicación de Noticia de Cataluña por Jaume Vicens Vives en noviembre de 1954 fue un éxito fulminante. La edición catalana se agotó en tres meses, un récord inédito para la época, y pasó rápidamente a convertirse en libro de cabecera de las discusiones políticas de toda una generación. De hecho, esa meditación sobre la psicología colectiva de los catalanes fue decisiva a la hora de imponer la interpretación, nada cuestionada desde entonces, de la política catalana hacia España como una acción marcada por dos pulsiones o principios antagónicos: el seny (la «sensatez» o «buen sentido») y la rauxa (el «arrebato»).
Aplicado a la política, la sensatez, una palabra tan famosa como equívoca, consiste en el arte de capear, un día sí y otro también, las embestidas amargas del toro peninsular. Consiste en «ir aguantando», para ponerlo en los términos literales que utilizó un vecino, un poco mayor, con el gesto inmutable, cuando discutíamos, hace nada, la sentencia del TC. Y aguantar significa saber medir la fuerza de España para evitar los conflictos y el final dramático que se ha repetido de forma ineluctable en los últimos siglos. Por ello, el juicio político ha llevado a hacer tres cosas. Primero, ha obligado al catalanismo a defender, haciendo un gran esfuerzo de autocensura, unos programas autonomistas de una moderación y prudencia absoluta. Segundo, ha abocado a buscar todo tipo de aliados peninsulares mediante intercambios constantes: desde la obtención de aranceles a cambio de sostener el Estado fiscalmente hasta el apoyo estatal al proyecto olímpico a cambio de un programa de infraestructuras en el sur de España. Finalmente, la ha empujado a generar un discurso político donde sus demandas aparecen como parte de un programa amplio y generoso que, se insiste siempre desde Cataluña, ha de beneficiar al conjunto del Estado: la Liga y el PSC siempre hablaron de modernización, CiU, de europeización, el catalanismo periodístico más reciente, de una España en red y de un eje mediterráneo, que, asegura, son más eficientes y productivos que la España radial.
En todo caso, los frutos del juicio han sido siempre escasos. Los catalanes más optimistas interpretan la relación entre Catalunya y España como una historia de cincuenta, cien, doscientos años de pleitos interminables. A mí, por el contrario, los partidos catalanistas me recuerdan el mito de Sísifo, siempre subiendo una piedra autonomista que vuelve a rodar hacia abajo antes de llegar a la cima deseada. No es extraño, por ello, que el polo opuesto del juicio sea la rauxa: un estado, generalmente transitorio, de exasperación frenética, la explosión incontrolable de ira, el ademán trabucaire de guerrillero carlista. Históricamente, el arrebato catalán ha tomado formas estrambóticas, desde los disturbios del siglo diecinueve a las caceroladas neuróticas durante la guerra de Irak. Muy a menudo, ha venido acompañado de despropósitos en forma de bigote daliniano que lo hacen aún más incomprensible para la sociedad española y, de hecho, para una parte del público catalán.
Como escribió John M. Keynes, «las ideas de los economistas y los filósofos, ciertas o equivocadas, son mucho más poderosas de lo que creemos. De hecho, al mundo lo gobierna poco más. Los hombres prácticos, que se imaginan a sí mismos libres de todo tipo de influencia intelectual, suelen ser los esclavos de algún economista difunto. Tarde o temprano son las ideas, y no los intereses materiales, las que son peligrosas, ya sea para bien o para mal». Medio siglo después de la publicación de Noticia de Cataluña, nuestros periodistas y pensadores (incluso aquellos que rechazan taxativamente que se pueda hablar de psicologías colectivas) continúan presentando el seny y la rauxa como los dos polos eternos de nuestro talante, como el yin y el yang del país. Basta considerar el último ejemplo de estas semanas. Cuando el presidente Montilla leyó su declaración institucional tras la sentencia del TC, muchos no pudieron dejar de compararlo con aquel Companys que, a raíz del seis de octubre de arrebato, se volvió a sus consejeros para decirles: «Ahora no podrá decir que no soy suficientemente catalanista …».
Curiosamente, fue el mismo Vicens Vives quien, con su lucidez habitual, se atrevió a dudar de la eficacia completa de sus clasificaciones. Poco después de la publicación de su Noticia escribía: «Me parece que he convencido demasiado deprisa». En mi opinión, esa ya era una llamada (intuitiva, si se quiere) a evitar imaginar seny i rauxa como dos rasgos permanentes, inalterables, esencialistas de nuestro carácter. La prudencia del tendero metido a política y la emotividad de su hijo joven no han sido otra cosa que las dos caras del mundo en el que Cataluña ha tenido que vivir hasta hace poco: un mercado peninsular cerrado, un Estado autoritario, rígido y dominado por la violencia militar, una Europa herida por dos inmensas guerras civiles hasta no hace mucho. Este mundo, sin embargo, ha desaparecido. Europa es ahora una confederación de democracias con una autoridad económica capaz de disciplinar al Estado español si es necesario. Y, si la zona euro resiste, Cataluña tiene a su alcance un mercado infinitamente mayor que la Península.
En este mundo cada vez más globalizado, Catalunya puede finalmente dejar de moverse entre un juicio raquítico y un arrebato estéril. Nuestros empresarios más productivos (que son los que menos dependen de los favores y regulaciones centrales) lo saben perfectamente. La explosión civil, festiva y novecentista que vivimos el 10-J marca el mismo camino. Ahora hace falta que nuestros publicistas e intelectuales relean a Vicens Vives como a él le hubiera gustado: como una herramienta analítica para entender una época determinada y no como un manual de texto cerrado.