Se van apagando los focos sobre el Mundial esperando la gran final hispano-holandesa, homenaje al buen fútbol. Cientos de millones de personas, incluso aquellas no futboleras habituales, han seguido con emoción el desgranar de la competición a lo largo de un mes. La noche de la victoria de Holanda sobre Uruguay, Amsterdam era una marea naranja danzando en las calles, como lo fue Madrid tras doblegar España al imperio germánico-turco-polaco. Y para los países cuyos equipos nacionales habían conseguido llegar a la cita de Sudáfrica ha sido un momento de comunión identitaria, con ideologías y diferencias sociales fundidas momentáneamente en un gesto de pertenencia.
Incluso Catalunya dejó de lado por un tiempo su reivindicación de selección nacional propia, aun en plena movilización por el Estatut, para hacer suya la roja (interesante apelativo) so pretexto de contar en ella con ocho jugadores del Barça aunque uno sea de Fuentealbilla, otro de Tenerife y otro asturiano de pura cepa. A lo largo del planeta la gente ha vivido el Mundial con pasión, como si el orgullo de ganar o la desgracia de perder reuniera en un mismo sentimiento a sociedades frecuentemente rotas, enzarzadas en enfrentamientos sociales y escépticas ante cualquier institución. En la propia Sudáfrica, en donde las tensiones raciales y de clase se agudizan por momentos, se ha vuelto a producir ese sentimiento colectivo de autorreconocimiento como nación que ya tuvo lugar, después de la liberación del apartheid, en torno al Mundial de rugby.
En aquella ocasión los negros se reconocieron en el deporte bóer por excelencia y ahora los blancos se han unido con entusiasmo al fútbol que era dominio reservado para los negros. Decenas de miles de personas han ido a los estadios, a pesar de los altos precios y de las infranqueables colas a la entrada, y muchos miles más se han agolpado en lugares públicos, en torno a pantallas gigantes, vibrando con las incidencias de los partidos. Porque los apoyos se iban desplazando según iban cayendo los equipos propios. Los negros sudafricanos, tras la derrota anunciada de su equipo nacional, se hicieron hinchas de cualquier equipo africano, hasta compartir la agonía de Ghana e indignarse con los arbitrajes hasta un punto que amenaza con generar venganzas raciales tras el fin del torneo. Los latinoamericanos también han vivido el Mundial con una conciencia común frente a Europa, entusiasmados de su predominio en la primera fase, deprimidos cuando al final no quedó ninguno en pie. Y cada país ha vibrado con los suyos. Yo estuve en Chile el día del España-Chile y tras el partido, las calles fueron una fiesta multitudinaria por el paso a octavos motivando a ese entrenador-filósofo que es Marcelo Bielsa a comentar la ambigüedad de celebrar una derrota. Luego estuve en Buenos Aires en donde la victoria contra México fundió a generaciones de la galaxia Maradona y de la galaxia Messi en el mismo abrazo hasta que impactó la realidad con esa Alemania que además de lo de siempre también aprendió a jugar al fútbol, haciendo del carácter nacional capacidad goleadora.
Pero también la derrota ha unido a sociedades en el desengaño y a veces en la agresividad, cuando el objeto del deseo deportivo de transmuta en odio a los entresijos de negocio que mancillan los ideales. Como en el intento de agresión a Felipe Melo a su vuelta a Brasil. Y, sobre todo, en Francia, sociedad fragmentada étnica y políticamente, sumida en la corrupción y el escándalo, sacudida por la crisis económica. Yo presencié en París cómo la desintegración del equipo nacional en torno a líneas étnicas y los insultos e indisciplina que siguieron a una pésima prestación, han provocado una verdadera crisis de identidad nacional, tanto mas paradójica cuanto que la conquista del Mundial de 1998 llevó a loar al equipo arco iris que simbolizaba la nueva Francia multiétnica. Esta vez, las circunstancias de la estrepitosa derrota han llevado a muchos comentaristas a sumarse a la crítica de los fascistas de Le Pen para quienes este equipo no representa a Francia, porque no son blancos. Siendo así que sin jugadores de minorías étnicas Francia no llegaría ni a las puertas del Mundial. En cierto modo, el vínculo entre cada país y su selección ha sido un indicador del estado de cohesión social e identitaria del país. En Chile, país unido en un proyecto de desarrollo con cobertura social, más allá de las diferencias políticas, “la roja” (ellos también se llaman así) entusiasmó, unió y movilizó, incluso en la derrota con honor, prometiéndose un mejor futuro. En México, país sacudido por una guerra civil entre políticos corruptos y criminales empoderados, la sociedad civil ha reaccionado, enfrentándose a los asesinos y reconstruyendo las instituciones. Y se ha unido en torno al símbolo de una valiente selección que sucumbió por la iniquidad de un gol que por si sólo demuestra la necesidad de que el fútbol entre en la era del arbitraje digital. Nigeria expuso la corrupción de sus burocracias, desencadenando las furias militares de quienes controlan el mayor país africano. Eslovaquia afirmó su existencia, Eslovenia consiguió que el mundo se enterara de que es otro país, Y Italia hizo coherente su resignación ante una incompetente actuación con la indiferencia del popolo a tener un gobierno de bufonería, relaciones mafiosas y manipulación mediática refrendado por el voto. El Mundial ha sido espejo de sociedades y constructor/destructor de identidades, demostrando una vez más que el mundo no es plano, que la diversidad es infinita, que la globalización es un manto leve que apenas va mas allá de la finanza que virtualiza nuestros ahorros. Nuestra vida se construye en torno a identidades que son abiertas o cerradas según nos dejen expresarlas. Abiertas como la que simboliza una selección española donde conviven hombres diversos de buena voluntad. Cerradas como las que podría provocar el nacionalconstitucionalismo español con su cerrilismo carpetovetónico. Y, por cierto, le recuerdo que en Catalunya esta tarde el debate está en la calle.