AVUI
El TC ha aclarar las cosas: Ni Estado plurinacional, ni federalismo, ni soberanía
Salvador Cardús i Ros
Todo está más claro. Los dos grandes partidos del Parlamento de Cataluña, PSC y CiU, con la inestimable compañía de ICV, y a la desesperada, querían retrasar la sentencia cantada del Tribunal Constitucional hasta después de la convocatoria electoral. ¿El objetivo? Poder llegar a oscuras. Pero han provocado lo contrario. Un tribunal acostumbrado a llegar al trabajo a mediodía y marcharse a media tarde, le ha bastado con un lunes para deshacer todas las ambigüedades en las que los catalanes habíamos ido poniendo las esperanzas del horizonte nacional. No: la Cataluña que quieren los catalanes, ni siquiera la que aceptan los unionistas más moderados, tiene cabida en la Constitución española. Para disimularlo, para evitar tener que hacer frente, con el paso de los años, habíamos ido revolviendo la madeja con una retórica cada vez más confusa. Tanto, que algunos creían que realmente existía un Estado plurinacional, que el autonomismo era de raíz federal o que un referéndum era señal del reconocimiento de la soberanía de la nación catalana. El Tribunal Constitucional, la voz más soberana de todas porque es el intérprete legítimo de la Constitución española, lo ha dejado bien claro por si alguien aún no lo había entendido: sólo hay una nación, indisoluble, reacia a la diversidad -especialmente en lo de las lenguas-, y sólo hay un pueblo, el español, tacaño y orgulloso de su única soberanía. Sólo hay una autoridad impositiva para expoliar el 10 por ciento o lo que le plazca de la riqueza producida por los catalanes, y sólo hay una justicia, que es la suya. La autonomía catalana iba desnuda y todo el mundo alababa las grandes vestimentas que le íbamos inventando. Se ha deshecho el engaño, se han acabado las ambigüedades, y quien quiera apuntarse al unionismo con España, ya sabe qué pie calza.
Acatar es humillarse. Es por ello, porque se han acabado las ambigüedades, que en la palabra acatar convergen su sentido literal y el político. Coromines nos dice que acatar deriva de «captare» y quiere decir rebajarse, doblegarse. También humillarse. Acatar la sentencia es aceptar el juego que impone el intérprete de la sagrada unidad de España. Y sólo un acto de verdadera soberanía, es decir, de ruptura democrática, permitiría recuperar la dignidad política y nacional de los catalanes. Una ruptura tan modélica como la que a finales de los años setenta permitió hacer la transición de una dictadura a la actual y tan limitada democracia española. O una ruptura del orden constitucional tan normal como la que permitió que Alemania se unificara. O como las rupturas más o menos encubiertas que permiten la construcción europea.
En la inopia. También porque ahora todo es más claro, todo el mundo queda retratado. Pongamos un caso: si Zapatero, el que había prometido respetar el Estatut que aprobase el Parlamento de Cataluña, ahora dice que la sentencia marca el final de un proceso de descentralización y de autogobierno, si ve un «objetivo conseguido», si la considera «integradora porque vertebra el Estado», es que con Cataluña le pasa lo mismo que con la crisis económica: no las ve ni venir. Zapatero, con su valoración de la sentencia, remacha el clavo sobre el final del autonomismo entendido como un camino abierto. La luz, cuando se está habituado a la oscuridad, ciega a quienes andan a tientas.
No nos pueden tomar el pelo. Cuando ya te han dicho que ibas desnudo, es ridículo que alguien todavía te quiera tomar el pelo. Como la vicepresidenta Fernández de la Vega o la ministra Chacón, que parece que suelen valorar las leyes a peso y que por eso encuentran que si el 95 por ciento de las consonantes y las vocales del Estatuto aún son constitucionales, quiere decir que aquí no ha pasado nada. Si es para consolarnos, que no se esfuercen, que esta vez lo hemos celebrado con cava en la calle. Ahora, si es para reírse de la desgracia, tomamos nota para cuando nos vuelvan a decir que votar PSOE es votar Cataluña.
Disco rayado. Una de las salidas más transversalmente escuchadas es la cantinela propia de esta política que crea desafección y que vuelve a argumentar que, de todos modos, la sentencia del Estatuto preocupa poco ante la actual incertidumbre económica. ¡La audacia no tiene futuro, pero el cinismo no tiene fronteras! Hacer creer que nuestra profunda crisis económica no tiene nada que ver, precisamente, con nuestra dependencia de un Estado tan ineficiente como el español, negar que la independencia nos situaría en un plan excelente para salir mejor de la crisis y ocultar que España no nos ama pero que nos necesita para tapar las propias miserias económicas, ahora ya se hace pesado.
Fugas atrás. El final de las ambigüedades, ciertamente, deslumbra. Que todos los que juraban que el Estatuto era «absolutamente» constitucional, que ahora hagan un acto de contrición probablemente es pedir demasiado. Pero lo lastimoso es que intenten huir… ¡hacia atrás! Hablar, unos, de rehacer pactos estatutarios con un gobierno español que celebra la sentencia como un «objetivo conseguido», o anunciar, otros, con pompa y solemnidad que ahora se profundizará en el «derecho a decidir» de los catalanes, y que iremos el concierto económico cuando han dicho que después del expolio correspondiente no es posible ni siquiera mantener la ordinalidad para cada región según la riqueza obtenida, indica hasta qué punto ahora retroceden por los caminos de siempre. Y cómo nos tratan de estúpidos.
Ahora es la hora. Pues hemos llegado al final de un camino zigzagueante, brumoso, que nos ha llevado a donde estamos, y hemos de atinar con otro derecho aunque lleno de riesgos, pero con un horizonte más limpio y claro. Hoy, que algunos pueden celebrar su independencia -no debe ser nada tan malo, ¿verdad?-, hay que apuntar en la agenda que el sábado próximo día 10 nos encontraremos para simbolizar nuestros primeros pasos en la misma dirección.
EL PERIODICO DE CATALUNYA
Tras la sentencia del Tribunal Constitucional
Oriol Bohigas
La sentencia del Tribunal Constitucional ha supuesto un doble bofetón al proceso de asentamiento de la democracia, tan lento y tan inseguro en España, muy fácil de manipular y tergiversar tanto desde el exceso como desde el sectarismo conservador. La situación está cargada de contenidos estratégicos y de posibilidades de futuro político, y esto hace que se imponga como tema obligado a la hora de escribir un artículo, aunque sea repitiendo lo que dicen tantas otras voces. En un tema como este, la repetición y la coincidencia son factores que pueden ser más decisivos que las elucubraciones demasiado personalizadas.
El bofetón, efectivamente, ha sido doble. Por un lado, ha liquidado las ingenuas esperanzas que aún manteníamos de una España plural, esa mentira con la que nos han tenido distraídos y engañados durante los últimos 30 años. Ahora, pues, será aún más difícil insistir desde Catalunya en la formulación democrática de una España abierta e integradora. Es decir, será difícil lograr una estabilidad política que dé un cierto confort a los ciudadanos de uno y otro lado.
ADEMÁS, la sentencia ha dado un empujón definitivo a la desafección política de los ciudadanos. Y este segundo efecto es más grave aún y tiene peores consecuencias para la buena aclimatación de la democracia. ¿Un ciudadano normal puede entender que un grupo de funcionarios conspicuos tarde cuatro años en preparar un dictamen que interrumpe la normalidad legislativa? ¿Puede aceptar la autoridad de estos jueces descalificados por razones políticas y de procedimiento? ¿Qué ha sido de los acuerdos entre el Parlament y el Congreso, y de los resultados del referendo celebrado en Catalunya?
¿Qué relación tienen la serie de detallitos esporádicos, pero malintencionados, sobre la lengua, la financiación, la justicia que contiene el fallo, con las esencias de la Constitución? La consecuencia inmediata es que la ciudadanía cree cada vez menos en la política y, sobre todo, en los partidos políticos.
Y ASÍ, desgraciadamente, muchos ciudadanos han acabado perdiendo la fuerza para defender los derechos propios a través de una democracia que no funciona. Y cuando un grupo, un colectivo o un partido propone una acción unitaria, de todo el país, nadie se lo cree del todo porque todo el mundo piensa que los intereses de cualquier orden -sobre todo los electorales- no van a permitir esta unidad.
Veamos, entonces, cómo cada partido se ha apresurado ya a aprovechar la ocasión para desprestigiar a los demás. Los socialistas no paran de decir que se trata de un fracaso del Partido Popular porque su demanda de suprimir más de 200 artículos se ha reducido a modificar una quincena. El PP acusa a los socialistas de no saber ni hacer ni tramitar leyes porque deben ser corregidas por los tribunales y pide una repulsa pública. CiU, de un lado, y los miembros del tripartito, del otro, hacen interpretaciones que conducen directamente a la campaña electoral. Quizá sí se conseguirá hacer una manifestación unitaria, pero al día siguiente ¿seremos capaces de seguir trabajando todos juntos? ¿Habremos recuperado un mínimo de entusiasmo patriótico para seguir alimentando las reivindicaciones nacionales, bajo unos partidos que ya nos merecen poca confianza como líderes de la reacción? Estamos en peligro de caer en la doble maldición del autoflagelo y el pasotismo permanentes en muchas de nuestras reacciones del día siguiente a las catástrofes.
Esta falta de confianza retroalimenta el mismo desencanto democrático que se suma a las preocupaciones cotidianas derivadas de la crisis económica. El país está abatido políticamente y no va a reaccionar solo con el viejo espejito de la reforma del Estado ni tampoco con el de las anuladas perspectivas del federalismo. Para superarlo hay que generar nuevas ilusiones, incluso las que, de momento, todavía deben plantearse en plazos largos y con realismos condicionados, como puede ser la reclamación de unos elevados niveles de independencia.
SEGURAMENTE, la unidad de la reacción ciudadana y política sería, ya desde ahora, más firme si se hiciera bajo unos ideales más radicales. Solo a partir de este tipo de radicalidad puede construirse un frente unitario que presente una reivindicación esencial y que no se disperse en los fragmentos de los distintos intereses partidistas. Si no es así, corremos el peligro de perder una ocasión importante, de gran trascendencia política, en unas circunstancias que van a tardar mucho tiempo en repetirse.
Es importantísimo, pues, no perder esta ocasión. Tenemos que mostrar la firmeza de todo el país y esto solo se logra asumiendo la radicalidad de los objetivos. No hay que discutir la sentencia que ha emitido el Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Hay que hablar, directamente, de los ideales de la independencia.
E-NOTICIES
La manifestación de los llorones
ANTONIO GALEOTE
Ahora, a llorar, a lamentarse, a sorprenderse y protestar. Ahora, a convocar actos simbólicos, a firmar manifiestos y conmemorar más derrotas. Esta es la sociedad de los fracasados, los derrotados y los equivocados.
El problema no es perder. El problema es colocarse de forma voluntaria, dócil y servil, en una posición donde la derrota es segura. Y eso es lo que ha pretendido la sociedad catalana con el Estatuto.
De hecho, si analizamos las cosas desde un punto de vista estrictamente jurídico, legal, el Tribunal Constitucional tiene razón. Este Estatuto no encaja en la Constitución española. En absoluto. Es jurídicamente imposible. Los jueces incluso se han quedado cortos.
Pero la realidad no es estrictamente jurídica. La realidad es una realidad social, política y económica . Y en este sentido, la derrota de Cataluña es total. Pero, ¿es que alguien esperaba que el nacionalismo español aceptara que este Estatuto tuviera cabida en la Constitución?
El error no es pretender encajar el Estatuto en la Constitución. El error es haber elegido este camino, un camino que llevaba directamente al fracaso. Desde un punto de vista político y social, era una estupidez creer que el nacionalismo español debería permitir que Cataluña le engañara.
El camino no era ese. Lo que quiere Cataluña, lo que necesita Cataluña, no cabe en esta Constitución, ni en ninguna Constitución española. Por lo tanto, o se acepta esta realidad o es mejor no perder el tiempo.
La Constitución española es muy nacionalista, y prevé en su articulado que las fuerzas armadas impidan cualquier intento de abandonar el Estado. Y la historia demuestra que estos planteamientos no son una simple advertencia.
A Cataluña no le interesa esta Constitución. En esta cuestión, hay que plantearse las cosas al límite: o todo o nada. Las vías autonomistas, estatutarias y del pactismo no llevan a ninguna parte.
Pero Catalunya está conducida por una clase política hundida en el fango de la corrupción, los compromisos, pactos inconfesables, negocios oscuros y vías que no llevan a ninguna parte. Por eso hemos llegado a esta situación ridícula y grotesca.
Y llegados a este punto, se convoca la gran manifestación. La manifestación de los llorones, que estará dirigida precisamente por los que han provocado esta situación, los que están muy cómodos y muy satisfechos con esta situación.
Parece mentira que el pueblo de Cataluña no haya asumido una vieja frase, me parece que de Mijail Bakunin: «La libertad, no se da, se toma». Y mientras tanto, a lloriquear en una manifestación de derrotados, encabezada por unos vividores.
AVUI
El TC desmonta la pretensión catalanista de tener una relación de tú a tú específica con España
Patrícia Gabancho
«En un espacio con techo bajo puedes hacer tres cosas. Una, agachar la cabeza. Dos, hacerte más pequeño para encajar. Y tres, abrir la puerta y marcharte. Yo prefiero el aire libre. Se respira mejor y puedes llevar la cabeza bien alta»
Hasta que lleguemos a la independencia, no es verdad que estemos mejor con la sentencia que sin. Estamos peor, porque tenemos menos autonomía. Pero hay que reconocer que hemos avanzado en claridad: ahora sabemos hasta donde podemos llegar. Digo ésto porque al día siguiente de la estocada -como ha sido definida-, un grupo de gente no muy numeroso se reunió en la plaza de Sant Jaume, convocados por SMS, para celebrar festivamente la independencia más que por darle una torta a esta España intratable. Cuenta, sin embargo , para celebrar las derrotas si no somos capaces de articular un camino practicable hacia la libertad. Lo digo, más que nada, porque constato que la respuesta política es de escasa envergadura: di un vistazo a las tertulias vespertinas de los canales «amigos» y, la verdad sea dicha, dedicaron mucho tiempo a la huelga del metro de Madrid -«una huelga contra Esperanza Aguirre» / «donde gobiernan los Socialistas también hay metro y no hay huelgas»- que a nuestro cabreo por el Estatuto. Que dijeron, claro, que no lo entendían. En Madrid les cuesta entender las cosas, por eso tenemos que hilar fino.
Analicemos primero la sentencia. Es verdad que deja incólume mucha autonomía. De hecho, deja intocada toda la autonomía regional. Lo que ha hecho el Tribunal, con precisión de bisturí, es podar el Estatuto de todos aquellos rasgos diferenciales que daban a Cataluña un estatus -con perdón por la redundancia- diferente de las otras regiones españolas. Símbolos, conceptos, financiación, estructura de poder, lengua y cultura, cajas, bilateralidad, inversiones específicas obligadas, etc. Competencias y recursos que sólo podía reclamar Cataluña precisamente por su entidad nacional, los derechos históricos (este poder judicial autónomo que remite al Tribunal de Casación republicano) y por las ganas de ir más allá. La sentencia nos devuelve a la sopa de las 17 autonomías, nos hace tan parecidos a las compañeras como un chorro se parece a otro chorro en el caldo de Navidad. Esto desmonta la pretensión eterna del catalanismo (150 años de trabajo por lo menos) de tener una relación de tú a tú, y específica, con España, no sólo para mejorar Cataluña sino también para regenerar y modernizar este Estado que no se deja. No se ponen por poco, los magistrados.
Y por eso no es cierto que se pueda recuperar la sábana perdida en la colada de las próximas negociaciones. Lo que se ha perdido, ha hecho perder a conciencia. Si ahora se atrevieran a reclamar las inversiones que corresponden a la aportación catalana al PIB, como decía la disposición adicional del Estatuto, podrían muy bien decir que esto es inconstitucional, porque así lo ha interpretado el Tribunal: Cataluña, como todo el mundo, ha de atenerse a las inversiones que el ministerio le quiera otorgar. No quiere decir que no se puedan negociar estas inversiones, y obtener, por ejemplo, el doble de las que ahora tenemos. Otras más verdes pueden madurar siempre. Pero el principio, que es lo que el Estatuto quería blindar para acabar con el cesto del pescado («peix al cove»), el principio no ha colado. Y eso ha pasado cuarenta veces a lo largo del texto.
Vamos, pues, a por la respuesta. En primer lugar, la manifestación unitaria del 10-Julio. La palabra unidad aún tiene fuerza, pero cada vez tiene un espacio más pequeño para asentarse, porque cada vez más antagónicos son los proyectos políticos que encarnan los partidos convencionales catalanes. O vamos a entendernos con esta España o trabajamos para repartir las peras que todavía compartimos. Caja o faja. No sacralicemos la unidad, como única salvación, porque la unidad obliga a rebajar mucho los planteamientos ambiciosos y, por el contrario, contenta a aquellos que caminan con el listón bajo. La unidad enraíza. Pero si se trata de manifestarnos, cuanto más mejor, a pesar de que un sábado de julio no permita grandes alegrías. Ahora bien: la mani es para desahogarse y reforzar a los manifestantes -es para nosotros-, no para molestar a Madrid. Las manis catalanas, Madrid las mira con conmiseración: ya se les pasará el enfado, piensan, y a menudo aciertan.
Sería fantástico que los partidos catalanes, todos los que se reclaman del catalanismo, dieran un cabezazo unitario -una Solidaridad- y acordaran, por ejemplo, ausentarse del Congreso de los Diputados durante el debate del Estado de la Nación. ¿No se ha roto el pacto con el Estado? ¡Pues dejémoslos hablar entre ellos de sus cosas! Y, claro, mantengámonos también al margen de la votación de los presupuestos. ¿No sería ésto un descalabro más serios que llenar el paseo de Gràcia o hacerle una llamada a Zapatero? ¿No sería, eso, llevar el problema a Madrid y dejarlo sobre la mesa de aquellos que lo han creado? Lo sería. Pero es obvio que los partidos catalanes no lo harán, no lo hará ni siquiera Esquerra, que tanto ha recuperado el independentismo verbal, o esa CiU que nos promete conseguir el concierto económico. Y menos el PSC del muy firme presidente Montilla. El PSC le pedía, de rodillas, al PSOE que le dejara un Estatuto que pudiera presentar a los catalanes como estación final de toda ambición, para que pararan de soñar con «atajos y aventuras»… Y ya ves.
Lo importante de este proceso es romper el marco mental que impone España con sus restrictivas reglas de juego. Pensar en libertad. Cambiar de tema. España ya ha dado lo que podía dar de sí. Ha puesto el techo. Y el techo nos permite una metáfora explícita: en un espacio con techo bajo puedes hacer tres cosas. Una, agachar la cabeza. Dos, hacerte más pequeño para encajar. Y tres, abrir la puerta y marcharte. Yo prefiero el aire libre. Se respira mejor y puedes llevar la cabeza bien alta.