Semanas atrás, las portadas de los medios nos impactaban con la imagen de Montilla hablando en el Senado mientras Chaves le escuchaba con los cascos puestos. Esperpéntico, apostillaron muchos. Y en efecto, lo es, solo que no deja de ser el estrambote de un país en el que los diputados no pueden hablar en la lengua de España que mejor les parezca. No podemos gastarnos ni un euro en traducir parlamentos a otras lenguas, pero no por economía, sino porque no debemos hacerlo. No hay que traducir de una lengua de España a otra, lo que hay que hacer es convertirlas a todas en medio habitual de expresión de los senadores.
Si el Senado es
El problema -o, mejor: la excusa para no cambiar- nace de
Habrá que cambiar
He dicho de momento. Lo del Senado debería ser tan sólo el primer paso hacia la convivencia plurilingüe de los españoles, aunque, cuando uno lee objeciones como la de que estando la sede en Madrid, sólo puede usarse el español, le entran ganas de exiliarse o de contestar irónicamente que, si este es el problema, que la pongan en una ciudad bilingüe y todo arreglado (bien mirado, es una idea). Y los siguientes pasos en pos del pluralismo lingüístico, ¿acaso serán una vuelta de tuerca más hacia la disgregación? Pues no, al contrario, son medidas que reforzarían la cohesión de los ciudadanos españoles, actualmente bastante alicaída.
No estoy propugnando que las cuatro lenguas sean oficiales en toda España: esto tal vez fuera lo justo, pero es inviable y el camino del infierno está sembrado de buenos propósitos. Lo que sí creo que podría lograrse en un par de generaciones es que la presencia del catalán/valenciano y del gallego en los medios de comunicación y de estas dos lenguas junto con el euskera en la enseñanza de toda España se fuera incrementando progresivamente hasta lograr que cuando un político habla en catalán o una escritora es entrevistada en gallego todos los españoles los entiendan sin más, que el euskera vuelva a ser el símbolo de la especificidad peninsular, como reclamaba Astarlos, y que los hispanohablantes de las comunidades bilingües dejen de ser los chivos expiatorios de las culpas del Gobierno central.
Pero para lograrlo hay que emprender acciones decididas avaladas por el consenso de todos los grupos políticos. Con las cosas de comer no se juega y con las emociones, tampoco. Poner en marcha unas medidas de normalización lingüística o una ley de lenguas, que sabemos que van a ser derogadas en cuanto el poder cambie de manos, es zarandear desconsideradamente a los ciudadanos de este país. Y ya que nos hemos vuelto pobres, por lo menos déjennos ser felices con nuestras lenguas.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de