Los humanos somos humanos, y no unos animalitos como los demás, en primer lugar y por encima de todo porque tenemos palabra y porque tenemos memoria hecha de palabras. Si en el principio era la palabra, «in principio erat verbum», tal y como recuerda la primera línea del evangelio de Juan, esta palabra debe ser preservada si queremos preservar también nuestra humanidad. Preservada en la transmisión oral y, si puede ser, preservada como palabra escrita, en piedra, en madera, en pergamino o en papel. O quién sabe si, en adelante, preservada también dentro de máquinas prodigiosamente ordenadoras que todo lo guardan, todo lo clasifican y todo nos lo pueden devolver en cada momento. No es ningún recurso ocasional ni elogio profesional desmesurado afirmar que los conservadores de la palabra escrita, desde que la escritura se inventó en unos lugares o en otros de la tierra, son y han sido también los preservadores de la memoria común de los grupos humanos que llamamos pueblos, ciudades, países, o civilizaciones enteras. El documento, así, es también y siempre el monumento: esa cosa que nos recuerda y que nos preserva para el futuro, la que hace que el pasado no se borre y desaparezca, y que con él desaparezca también toda la historia y la memoria. Porque si no somos memoria, no somos nada. Si el venerable señor René Descartes hubiera sido escritor en vez de filósofo, habría afirmado sin duda, fundando la literatura moderna: «Je me souviens, donc je suis». No lo escribió, pero da igual: la primera verdad, y quizás la única, que podemos afirmar sobre nosotros mismos es que existimos porque permanecemos en el tiempo, y nuestro tiempo es la memoria, no es el pensamiento puntual de cada instante. Somos un yo cada uno de nosotros porque somos el mismo individuo que ayer y que el año pasado, y eso lo sabemos no por una meditación, por un cogito, Un «yo pienso» sólo presente y puntual, sino por un recuerdo: yo me acuerdo. Y si algún día, por alguna razón que habitualmente no será literaria sino histórica, podemos o queremos hablar de quienes nos han precedido en el tiempo (saber quiénes eran y cómo eran, saber qué hicieron y qué vida vivían), lo podremos hacer sólo si rescatamos y aprovechamos los documentos que dejaron, orales o escritos, tallados en piedra o pintados, y sobre todo si aprovechamos los textos donde se preservan sus hechos y palabras, en tablillas de arcilla, en pergamino, en papiro o en papel: la incorporación del pasado al presente, la transformación de la historia en memoria, es casi inevitablemente un trabajo de pesca en el mar infinito de los archivos.
Que son el lugar privilegiado donde se preservan los materiales de la memoria escrita, la que antes de ser memoria es sólo información, sólo un texto o una serie de cifras, quizás sólo un material en bruto. Pero en este material que el archivero guarda, ordena, conserva, aprovecha y hace asequible, está la sustancia que nos permitirá hacer durar el presente mientras se transforma en pasado: que nos permitirá convertir en presente compartido, en memoria común, lo que rescatamos del tiempo pasado. Y permitirá repetir el proceso en el futuro, cuando nuestro presente será pasado. Sin el archivo, sin una forma u otra de archivo, antiguo o moderno, en estantes llenos de legajos y de carpetas -o, a partir de ahora, en las entrañas electrónicas-, la historia no sería posible, o al menos la historia tal como la entendemos los hijos de Heródoto y de Tucídides: no una serie de mitos, no las fábulas orales, sino la relación y explicación de los hechos pasados. Que, casi indefectiblemente, deben ser hechos escritos, conservados, preservados en aquellos lugares de la memoria que llamamos archivos. Explicaba yo cosas como estas hace pocos días, inaugurando unas Jornadas profesionales de los archiveros valencianos, y tenía la sensación de no encontrarme entre técnicos de documentos y papeles, sino entre personas con una función más importante: entre profesionales que comparten con el escritor la condición de conservadores de la memoria.