La quimera federal

Hay que admitir que, en el estado actual de la relación Cataluña-España, con el Estatut atascado y amenazado de descuartizamiento en el Tribunal Constitucional, con los partidarios de la independencia subiendo hasta el 37% según el último sondeo publicado, a los socialistas catalanes les toca la posición más incómoda. Su doble lealtad, su doble filiación identitaria convierten al PSC (PSC-PSOE) en la bisagra más tensionada de todo el sistema político, en la pieza que soporta una prueba de carga más dura.

A la luz de las presentes circunstancias se puede entender que los hombres y las mujeres de la calle de Nicaragua estén evasivos o la defensiva cuando se les pregunta por el futuro del Estatuto o por el encaje de Cataluña dentro de un marco constitucional cada vez más estrecho. Sin embargo, la comprensión tiene un límite, y éste es el respeto a la historia, a la realidad ya la inteligencia de los ciudadanos. Un respeto que el señor Miquel Iceta -viceprimer secretario y portavoz del PSC- transgredió cuando, en reciente entrevista en el semanario El Temps, declaraba: «En España, ahora, toca federalismo. Si conseguimos consolidar estos estatutos de segunda generación y su desarrollo, el siguiente gran objetivo es la introducción de una verdadera cultura federal y unas verdaderas instituciones federales en el ámbito español».

Vamos por partes. El federalismo irrumpió en la península Ibérica a raíz de la Revolución de Septiembre de 1868, alcanzó en poco tiempo una fuerte implantación tanto en Cataluña como en el resto de la fachada mediterránea y en febrero de 1873, favorecido por una coyuntura política muy concreta, se hizo cargo del gobierno español, al frente de la República recién nacida. Entonces, consciente de la fragilidad del Ejecutivo que presidía su amigo Estanislau Figueras, consciente del rechazo de muchos españoles a un modelo de Estado que percibían como una imposición de los catalanes, uno de los máximos exponentes del partido en el Principado, Valentí Almirall, decidió trasladarse a Madrid para, desde allí, hacer pedagogía política y propagar de un lado a otro de España las bondades del federalismo. ¿Cómo? Publicando en Madrid, entre el 8 de marzo y el 11 de junio de 1873, un diario que se llamaba … El Estado Catalán.

Apresurémonos a tranquilizar a los lectores: Almirall sobrevivió sano y salvo a aquella aventura, algo que quizás no habría podido decir en épocas mucho más recientes. Pero el historiador que ha estudiado mejor el episodio, Josep Pich y Mitjana, explica en su libro «Valentí Almirall y el federalismo intransigente» (Editorial Afers, 2006) cómo le fue de hostil la reacción de la prensa política madrileña, tanto la progresista como la conservadora: los federalistas catalanes eran insolidarios y «separatistas», Tenían celos de Madrid, impulsaban una»política de campanario, mezquina y envidiosa», Cataluña era «una hija ingrata» con los sacrificios que la madre España había hecho para favorecer su industrialización. ¿Les suena el argumentario? Pues, aunque parezca mentira, son palabras escritas hace 137 años.

Pocas semanas después de que Almirall dejara de publicar el diario, el primer intento de reconstruir España sobre la base de la pluralidad de soberanías naufragó sin remisión. Pero el fracaso de 1873 no impidió que, en el Principado, la expectativa federal quedara viva como solución del «problema catalán». Durante las seis décadas siguientes, casi todo el republicanismo y casi todo el catalanismo fueron, explícita o implícita, federalistas. Y cuando, en 1931, llegó una segunda República, la práctica unanimidad de los partidos y de la opinión en Catalunya creían y confiaban en que sería federal. Así lo preveía el artículo 1 del proyecto de Estatuto de Núria, plebiscitado en masa por los catalanes en agosto de 1931: «Cataluña es un Estado autónomo dentro de la República española».

Sin embargo, y por segunda vez, la cultura política española rechazó el federalismo como una fórmula extraña e innecesaria. En el debate constitucional de aquel otoño, la minoría catalana que encabezaba Lluís Companys se quedó sola -casi sola, sólo con el apoyo de los beneméritos diputados canarios José Franchy Roca y Bernardino Valle- en la defensa de un Estado federal que pudiera acoger la soberanía catalana. La República de 1931, pues, fue unitaria bajo el eufemismo de «integral», compatible sólo con autonomías otorgadas y de tipo regional como la que dibujó el Estatuto de 1932.

Aunque, en la clandestinidad antifranquista, muchas organizaciones de izquierdas siguieron invocando el federalismo como una receta territorial que evitaba entrar en detalles comprometidos (el caso más notorio fue el del PSOE), lo cierto es que, durante el proceso constituyente de 1978, la reivindicación federal fue irrelevante. Eso sí: después de que la consigna del café para todos dio lugar al Estado de las Autonomías, un amplio corriente interpretativa jurídico-político sostuvo durante años que, sin ser federal, la actual Constitución española era federable, y que la dinámica impulsada por las diecisiete comunidades autónomas conduciría inexorablemente del Estado hacia un funcionamiento quasifederal.

Pues bien, tres décadas después podemos afirmar rotundamente que esa interpretación era ilusoria o falsa. En el 2010 como en 1931 y como en 1873, la federalización del Estado es sobre todo una cuestión de cultura política, y, lejos de evolucionar a favor de un mayor reconocimiento de su pluralidad interna, la cultura política española ha involucionado, y sigue haciéndolo, en sentido contrario, desde los editorialistas de prensa hasta los magistrados del Constitucional a los que, ya sean conservadores o progresistas, les resulta inaceptable que otra lengua tenga, dentro del Estado, el mismo rango que la castellana, o que existan símbolos nacionales de una nación diferente de la española.

En este contexto, que el señor Iceta todavía intente animarnos señalando el horizonte federal fuera una muestra de humor negro, si no fuera porque los tiempos no están para bromas.

Publicado por Avui-k argitaratua