La semana pasada leí un interesantísimo artículo sobre el partidismo político. En inglés «Political Credulity», que es el título original, tiene una resonancia menos cruda que en catalán, si bien significa exactamente lo mismo. Lo reproduciría entero, porque es ejemplar a la hora de describir hasta qué punto es nocivo y partidista creer en una opinión que no está suficientemente demostrada. El artículo, además, tiene la extensión adecuada para un diario. De hecho, fue publicado por primera vez como una carta ensayística en la serie de 103 ensayos breves llamada «The Idler». La curiosidad, es que este escrito, como todos los demás, fue publicado hace doscientos cincuenta y dos años. Concretamente, el sábado 17 de junio de 1758. El autor era Samuel Johnson, más conocido como Doctor Johnson. Antes de entrar a comentar qué decía sobre el fanatismo político, déjenme que les presente al autor siguiendo lo que se dice en «Life of Samuel Johnson», la biografía que le dedicó su discípulo James Boswell, la que, según dice John Stone, más «que una biografía coherente es una colección de conversaciones de sobremesa, un registro de las geniales conversaciones de Johnson que también evoca sus costumbres inexplicables y sus arrebatos de terquedad, su interés por los fantasmas y su fe profunda pero melancólica «(del prólogo al libro de S. Johnson «Prefaci a Shakespeare», de 1765, editado en catalán por
Samuel Johnson (1979-1784) ha pasado a la historia como autor del «Dictionary of the English Language», publicado en 1755 tras haber trabajado durante nueve años, que hasta hace relativamente poco tiempo todavía era el diccionario de referencia del inglés moderno dado que era «uno de los mayores éxitos individuales de la erudición». El ingente trabajo de este poeta, ensayista y lexicógrafo nos evoca la no menos monumental tarea del gran Joan Coromines. Incluso diría que se parecen en la faceta de polemistas políticos y en el carácter, que en ambos casos se ve que era más bien fuerte y complicado. Johnson colaboró en muchas revistas y publicaciones desde que en 1737 se trasladó a Londres para incorporarse a «Gentleman’s Magazine», la primera de las revistas modernas que se publicaron en Gran Bretaña. Aunque este magacín mantenía una línea editorial políticamente neutral, Johnson era un humanista cristiano que hay que situar en el extremo del partido tory, aunque también flirtea con el jacobita, que también eran conservadores, si bien lo que los definió es que eran seguidores de la dinastía escocesa de los Estuardo. Pero el conservadurismo de Johnson era, todavía, del setecientos y por tanto sin la huella reaccionaria antiliberal que empapó a los tories de los siglos XIX y XX. Escribió mucho de política. Uno de sus escritos más conocidos es «The Patriot», de 1774, anterior, por tanto, a la coyuntura revolucionaria francesa de
La concepción de Johnson sobre la política es completamente moderna. En «The Patriot» dice que la actividad del político debe quedar subordinada siempre al bien común y que ésta es la esencia del patriotismo. ¡Ojalá fuera así hoy en día! Johnson reflexionaba sobre la responsabilidad social del político y le exigía que combatiera las injusticias y las arbitrariedades. Lo reclamaba desde la moderación, porque evidentemente lo hacía desde unos principios conservadores y monárquicos, pero siempre se mostró inflexible en contra de los abusos de poder y los intentos de censura gubernamental sobre la vida intelectual. Y aquí es cuando la crítica al partidismo político se convierte en actual. «La credulidad, o la confianza excesiva en una opinión que no ha sido debidamente demostrada -escribía Johnson-, es una especie de debilidad que se suele atribuir a todas las sectas y partidismos …». Y de todas las credulidades, la que es más sorprendente, por obstinada y agostadora, es, ciertamente, el fanatismo político. Un fanatismo que se caracteriza por la incapacidad de determinadas personas para aceptar las opiniones de los demás. En tanto que sólo se limitan a creer y defender lo que es favorable a los dirigentes políticos a los que siguen, los fanáticos no piensan, sólo creen. En fin, que el fanático vive sometido a las teorías magistrales, condicionado permanentemente por el mismo conjunto de ideas que distorsionan la realidad. Y sin embargo el peor vicio del fanático es, como se puede leer en otro ensayo de Johnson, su sinceridad. Los fanáticos son sinceros, sí, pero porque se sienten superiores, poseedores de la razón, de la verdad, sin darse cuenta de que exhibir toda la vida una idea única, blindada, resistente a los cambios de la realidad es, sencillamente, la actitud más irracional e irregular que se puede exhibir. Es el rapto de la mente, la gangrena incurable del cerebro, por decirlo a la manera de Voltaire.
Ahora que se ha puesto tan de moda la política basada en las emociones, en que las ideas son lo que importa menos porque lo que importa es la simplicidad del discurso, los fanáticos proliferan más que nunca. Y los fanáticos no son aquellos que tienen convicciones, sino los que están obsesionados en tener razón, los que creen que tienen la propuesta más brillante y adecuada para cada momento. Si, como ya dijo Confucio, aprender sin pensar es inútil y pensar sin aprender es peligroso; actuar sin pensar ni aprender es el fundamento de todos los fanatismos. La credulidad de los fanáticos es tan nociva como la mentira que fabrican aquellos que quieren servirse de los crédulos. Los que afirman algo sólo porque lo dicen «sus» sin averiguar si es realmente verdad o no, son los fanáticos que se burlan de las evidencias. Que no las quieren ver o, lo que es peor, que no las quieren comprender porque les es más fácil moverse en los límites de las certezas absolutas. La política catalana nos proporciona cada vez más ejemplos de este fanatismo tóxico, aunque ahora se esconde tras las «palabras que funcionan», para recurrir al título de uno de estos libros de marketing político que gustan tanto, cuya segunda parte es aún más diáfana: «No es lo que tú dices, es lo que la gente escucha» (Frank Luntz, 2007). De momento, ya hemos visto que nos ha conducido a esa forma de comunicación política que crea partidistas fanáticos: a la debilidad y la mentira. A la nada. A la desafección.