Irán: Islam y República

El autor

Ramin Jahanbegloo (Teherán, 1956) es filósofo. Doctorado en la Sorbona, ha sido investigador en Harvard y Nueva Delhi. Dirigió el departamento de estudios contemporáneos del Cultural Research Bureau de Teherán entre el 2002 y el 2006.
Actualmente, es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto (Canadá). Crítico con las actuales autoridades iraníes y defensor de la no violencia, fue detenido en el 2006, «por razones de seguridad y por espionaje», y pasó varios meses en prisión.
Autor de diversas obras, su último libro publicado en España es «La solidaridad de las diferencias» (Arcadia Editorial, 2010)

 

La revolución iraní fue una conmoción en todo el mundo. En el mundo no musulmán despertó un interés renovado por la política y la religión islámicas. Para los musulmanes, fue percibido como un triunfo del islam y reforzó la resistencia frente a las influencias y las intervenciones occidentales. Inspiró la toma de la Gran Mezquita de La Meca en 1979, el asesinato del presidente egipcio Sadat en 1981, la matanza de Hama en Siria en 1982 y el atentado de 1983 contra la embajada estadounidense en Líbano.

De los estados islámicos existentes, Irán es el caso más interesante, pero también aquel cuyo análisis resulta más problemático. Por ejemplo, es el único ejemplo de estado islámico establecido mediante una revolución popular. Ello explica el dualismo de las estructuras de la República Islámica de Irán. Dicha dualidad no sólo está indicada por el nombre de república islámica, que remite a un órgano republicano representativo con un presidente y un parlamento que funcionan dentro de una misma estructura política dominada por un alfaquí (jurista), sino que está relacionada con el hecho de que la república islámica declara la unidad y la hermandad de todos los musulmanes en una umma (comunidad) y, no obstante, refuerza el nacionalismo iraní.

El gobierno del alfaquí, mediante el cual el Estado es en gran medida un acuerdo administrativo para aplicar la charia, fue un elemento más de la interpretación hecha por Jomeini de la naturaleza del Estado. Jomeini también consideró que ese cargo estaba influido por el modelo del gobernante filósofo con una sabiduría y un conocimiento que están por encima de la ley. Ahora bien, la interpretación jomeiniana de la autoridad tuvo que amoldarse a las interpretaciones modernas derivadas de Occidente. El resultado fue una constitución que da predominio a la charia y a la autoridad basada en la voluntad divina, pero que también incorpora la voluntad del pueblo y su soberanía. Esta mezcla ha dado lugar a muchas contradicciones; sobre todo, en lo referente a la legislación parlamentaria, que entra en conflicto con la charia y la autoridad de un alfaquí con poder para invalidar las estructuras constitucionales legítimas.

La revolución creó, pues, un respaldo popular para el Estado, pero lo hizo sobre la base de dos principios de soberanía contradictorios. La Constitución iraní es, en realidad, dos constituciones: una subraya la autoridad y los derechos del pueblo; la otra, una constitución que plasma unos derechos clericales divinos. Cualquier debate sobre la estructura de poder del régimen islámico en Irán y la lucha entre las diferentes instituciones gira en torno al modo en que se percibe y practica esa dicotomía. Cabe afirmar, por ello, que la política de la República Islámica de Irán se caracteriza por una feroz competencia entre grupos de poder.

Como se ha mencionado, el cargo más elevado dentro de la estructura política es el de dirigente supremo, ocupado hoy por el ayatolá Ali Jamenei, sucesor del ayatolá Jomeini. Jamenei es responsable de la delineación y supervisión de las «políticas generales de la República Islámica de Irán», lo cual significa que establece el tenor y la orientación de las políticas nacionales y exteriores del país. Es el comandante en jefe de las fuerzas armadas y controla los servicios de inteligencia y seguridad. También tiene poder para nombrar y destituir a los responsables de la judicatura, de las redes radiofónicas y televisivas estatales y al jefe supremo de la Guardia Revolucionaria. Asimismo, nombra a seis de los doce miembros del Consejo de Guardianes. Dicho consejo tiene autoridad para interpretar la Constitución y decide si las leyes aprobadas por el Parlamento concuerdan con la charia. Por tanto, posee poder de veto sobre el Parlamento. Además, el consejo también examina a los candidatos presidenciales y parlamentarios con objeto de determinar si están legitimados para concurrir electoralmente.

Por su parte, el presidente constituye la segunda figura más importante de Irán. Elegido por votación popular para un mandato de cuatro años, nombra y supervisa al Consejo de Ministros y coordina las decisiones gubernamentales. También es responsable de fijar las políticas económicas, pero no controla las fuerzas armadas. En realidad, aunque posee autoridad sobre el Consejo Supremo de Seguridad Nacional y el Ministerio de Inteligencia, en la práctica todos los asuntos de seguridad están controlados por el dirigente supremo.

Por tanto, toda la estructura de poder está controlada en Irán por la élite revolucionaria islámica (formada por laicos y clérigos chiíes), si bien es cierto que esta no posee el monopolio sobre la práctica de la política. Son numerosas las personalidades y también los grupos políticos situados en la zona gris que se extiende entre el régimen y la sociedad civil. Muchas figuras (como Abdolkarim Sorush, Mehdi Sahabi o Ibrahim Yazdi) ocuparon posiciones influyentes en los primeros años de la revolución pero luego se vieron desplazados hacia los márgenes del sistema. Como, por ejemplo, el ayatolá Husein Ali Montazeri, que desempeñó un papel político importante porque, a diferencia de los clérigos quietistas de Qom o Mashad (partidarios del alejamiento de la política), aceptó en principio la idea de la «tutela de los alfaquíes», pero rechaza las credenciales del ayatolá Jamenei para ese cargo.

Este es el panorama de la actual lucha de poder en Irán. La elección como presidente de Mohamed Jatami inició una nueva fase en la lucha de poder en el seno de la República Islámica de Irán. La arrolladora victoria de Jatami en las elecciones de 1997 fue un paso positivo en la transición hacia la soberanía popular en la medida en que obtuvo el apoyo de la generación más joven de votantes y supuso un renovado énfasis en el pluralismo político. Los jóvenes iraníes, muchos de los cuales votaban por primera vez o se habían mantenido al margen del sistema político, aportaron una buena parte de los veinte millones de votos que dieron lugar a la inesperada victoria de Jatami. Tanto las jóvenes generaciones como las mujeres recién politizadas vieron en Jatami un agente de cambio político y social.

El hecho de que creyeran en la posibilidad de conseguir ese cambio dentro de las estructuras políticas vigentes dice mucho de las contradicciones que atraviesan el sistema político iraní. Jatami utilizó los símbolos nacionalistas y autóctonos para articular un nuevo discurso de la gobernanza basado en la soberanía popular. Resulta innegable que la elección de Jatami y sus ocho años de presidencia popularizaron el discurso de la democracia y abrieron de nuevo el debate acerca de la democratización en Irán. La revuelta dirigida por los estudiantes en el verano de 1999 puso de manifiesto un cambio radical en la demografía de la república islámica, con más del 70% de la población por debajo de los 30 años.

El impulso de la euforia juvenil se agotó en el 2001, durante la segunda campaña presidencial de Jatami, quien fracasó claramente a la hora de cumplir las promesas de su anterior campaña. Quien haya seguido la cultura juvenil iraní en el cambio de siglo (desde el auge de la fascinante música underground hasta unas producciones cinematográficas célebres en todo el mundo, pasando por un sorprendente paisaje artístico contemporáneo, videoinstalaciones, fotografías, etcétera) habrá observado la oscilación de esa generación entre la desilusión y la euforia, la frustración y la esperanza. En sus mentes y almas, así como en sus blogs y chats, estaban conectados al mundo globalizado y, sin embargo, en sus cuerpos en crecimiento y en unas restricciones sociales cada vez más fuertes se encontraban atrapados en una versión islámica de la Inquisición cristiana. Se trataba de una generación postideológica, ajena a todas luces de los más traumáticos recuerdos de la generación de sus padres, desde el golpe de Estado auspiciado por la CIA en 1953 hasta la revolución islámica de 1979, así como de los parámetros políticos dominantes del socialismo tercermundista, el nacionalismo anticolonial y el islamismo militante que habían dividido a la anterior generación.

La victoria de Mahmud Ahmadineyad en junio del 2005 tomó por sorpresa a todo el mundo, dentro y fuera del país, y dio lugar a una nueva época de política ultraconservadora. Muchos consideraron que Hashemi Rafsanyani se encontraba en una posición de ventaja y que su elección estaba asegurada. Sin embargo, lo que careció por completo de precedentes fue que, como resultado de esas elecciones, por primera vez en la vida de la república islámica, casi todos los órganos e instituciones de poder, sujetos o no a la voluntad democrática, pasaron al control total de los ultraconservadores. Ahmadineyad conserva importantes activos políticos. Probablemente el más importante sea el fervor nacionalista nacido del programa nuclear iraní. Mientras su predecesor Jatami se vio criticado por mostrarse abiertamente pasivo y conciliador, a Ahmadineyad se lo tilda de ser demasiado aventurero en su tono agresivo contra Israel y su discurso negacionista del holocausto.

A lo largo de los últimos cinco años, Ahmadineyad ha demostrado ser un populista. De todos modos, sus políticas económicas han sido objeto de unas críticas cada vez mayores que han conducido a una creciente desaprobación pública de su programa político. Y dicha desaprobación procede incluso de los sectores conservadores, cada vez más críticos ante la capacidad de Ahmadineyad de manejar con eficacia los matices de los fundamentos políticos y económicos iraníes. Sin embargo, se olvida que Irán se parece mucho hoy a la Unión Soviética en sus momentos finales. Los intentos de reformar el sistema desde dentro han fracasado, la ideología imperante ha sufrido una progresiva pérdida de respaldo público, y algunos grupos (como los jóvenes y las mujeres) empiezan a sentirse motivados para participar en la desobediencia pública contra el gobierno. Ello ha dado lugar a una escalada de protestas públicas y agitación civil por todo el país.

Las elecciones presidenciales del 12 de junio del 2009 supusieron un punto de inflexión en la vida de los iraníes, que se convirtieron en centro de atención y preocupación de la comunidad internacional. Las protestas espontáneas de millones de ciudadanos supusieron un importante precedente para el país y también para todo Oriente Medio. Y las consecuencias aún están por ver. Del mismo modo que la revolución de 1979 introdujo el islam como lenguaje político moderno –y, de paso, redefinió el espectro político mundial–, también el reciente levantamiento no violento ha marcado una nueva fase de la lucha regional que busca la atribución de poderes. Muchos jóvenes valientes empuñaron cámaras de móviles para grabar imágenes de los acontecimientos, buscando a sus héroes en avenidas y callejones. El verde, el color de la campaña electoral de Musavi, se convirtió en una plasmación de los deseos colectivos de los jóvenes iraníes, la aspiración pacífica y no violenta a los derechos civiles.

A pesar de las multitudinarias protestas en las calles de Teherán, el presidente Ahmadineyad volvió a vencer. La reelección de Ahmadineyad, una figura relativamente nueva en la escena política nacional, y el posterior aplastamiento de los manifestantes indican con claridad que el sistema político iraní se encamina hacia una dirección nueva y potencialmente peligrosa. La reelección parece haberse basado en un fraude sistemático, como ha sostenido de forma insistente la oposición. Ello representa una derrota para la clase clerical que gobierna el país, dirigida por figuras revolucionarias como Ali Akbar Hashemi Rafsanyani, y una victoria para los cada vez más poderosos cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, que constituyen en muchos sentidos el verdadero poder tras el recién llegado Ahmadineyad.

Su papel militar quedó establecido en el curso de la guerra entre Irán e Iraq, cuando la Guardia Revolucionaria (en un inicio, una mezcolanza de voluntarios llenos de fervor pero carentes de instrucción militar) fue sustituyendo pocoa poco al ejército profesional. A diferencia de este, que siempre había renunciado a desempeñar un papel político, la Guardia Revolucionaria fue reconocida desde el principio como la protectora de la república islámica. Ha logrado tener una presencia activa y dominante en todos los niveles de la estructura política y, en particular, bajo el presidente Ahmadineyad, que ha nombrado a muchos guardias en cargos oficiales.

El papel económico de la Guardia Revolucionaria ha sido muy mencionado en los últimos años. Los propios guardias y las compañías dirigidas por ellos han obtenido importantes contratos en todos los sectores de la economía, desde la construcción de aeropuertos hasta las telecomunicaciones, pasando por la fabricación de automóviles. Asimismo, se han aliado con algunos de los clérigos más conservadores que no ven el gobierno revolucionario como una alianza del islam y el pueblo, sino como el mandato divino de un rey filósofo cuyos juicios, tanto políticos como teológicos, deben considerarse absolutos. Dichos sectores se combinan para formar un núcleo impenetrable que se arroga toda la autoridad de la república islámica.

A lo largo de los veinte años en que ha sido el máximo dirigente de la revolución iraní, el ayatolá Jamenei se ha aliado de forma cada vez más estrecha con ellos, hasta el punto de que ya no es posible distinguir quién manda y quién obedece. La Guardia Revolucionaria ha acaparado una extraordinaria influencia sobre todas las funciones de la república islámica (militares, políticas, económicas e incluso religiosas). En términos técnicos, reciben órdenes del dirigente supremo, pero ¿se ha atrevido alguna vez a contradecirlos? Al contrario, da la impresión de que siempre los está cortejando, concediéndoles una influencia y unas responsabilidades cada vez mayores. Por supuesto, todo ello proporciona beneficios tangibles a grupos muy específicos: al propio dirigente supremo, promovido así a una posición no sólo de primus inter pares, sino al equivalente de un monarca absoluto; a la máxima jerarquía de la Guardia Revolucionaria, que tiene garantizado un provechoso dominio sobre todos los aspectos de las operaciones del gobierno, y al clero de orientación política conservadora, que desea una verdadera teocracia sin participación de quienes no han sido adecuadamente ungidos. El objetivo, dicho sencillamente, ha sido quitar el término república de la expresión república islámica.

En Irán, el gesto republicano presta atención casi de forma exclusiva a la legitimidad del espacio público en oposición a la teología política, representada y expresada por la soberanía absoluta del alfaquí. Es cierto que la presencia de estas dos concepciones opuestas e incompatibles de la legitimidad siempre ha provocado discordias en la política iraní y a menudo ha definido los contornos ideológicos de la lucha política de poder entre fuerzas contrarias, pero la actual crisis afecta a una arraigada legitimidad legal y política y a un capital moral creado por el ayatolá Jomeini con su carismática autoridad en la época de la revolución iraní. Incluso en momentos críticos (como la guerra contra Iraq), ese capital moral inclinó la balanza entre la esperanza y la creencia, o al menos proporcionó al ayatolá Jomeini el apoyo necesario para dotar al régimen de estabilidad y seguridad.

En la actualidad, la ecuación entre capital moral carismático y capital moral institucional está en buena parte ausente del sistema político iraní. La segunda vida de la república islámica, desde la década de 1990 en adelante, ha abierto una brecha de credibilidad en la vida política del régimen islámico y ha dado lugar a una desconfianza a largo plazo ante las instituciones políticas y el principio de soberanía teocrática. La crisis de legitimidad que, según se dice a menudo, aflige el sistema político iraní desde la década de 1990 ha sido una crisis de la que Rafsanyani, Jatami y Ahmadineyad son, en aspectos importantes, síntomas y al mismo tiempo causas. En ella también se ven implicados el gobierno y sus diversos organismos, la sociedad y los propios ciudadanos, así como el mito fundacional –mantenido durante mucho tiempo– de la revolución iraní en tanto que depositaria de la soberanía popular. La crisis es, dicho en términos grandilocuentes, una crisis de la revolución iraní, y ha supuesto una aguda división en el corazón del marco político de la república islámica entre la soberanía popular y el gobierno autoritario. Irán surgió de la revolución de 1979 con la fe en la propia bondad reafirmada por la derrota del sha y la guerra contra Sadam. Sin embargo, el marchamo heroico y el fervor revolucionario dieron paso de modo decidido al desencanto y al cinismo.

En el Irán posrevolucionario han prosperado tres ámbitos de discurso disidente: las mujeres, los jóvenes y los intelectuales. Estos tres ámbitos de disensión han encarnado todas las formas conscientes y deliberadas de resistencia pública contra el dominio absoluto. Las mujeres han luchado por mayores libertades en las esferas pública y privada. Los intelectuales han subrayado a lo largo de los últimos veinte años la responsabilidad y el pluralismo de los valores como fundamentos de la atribución de poder y la ampliación de la sociedad civil. Y, por último, están los jóvenes, que también deben añadirse a la lista de agentes sociológicos disidentes. Pertenecen a una nueva generación que no vivió la revolución de 1979 y que quiere un Irán diferente. La mayoría no había nacido o es demasiado joven para recordar la revolución, pero constituyeron un tercio de los posibles votantes en las elecciones presidenciales. Sin embargo, debido al discurso político hegemónico y a la islamización forzada, ha aparecido una cultura juvenil rebelde que forma parte, cada vez de modo más importante, de un movimiento cultural más amplio. Resulta evidente que, a pesar del dominio teocrático, la sociedad civil iraní ha mostrado una gran efervescencia y unos grandes deseos de ruptura, lo cual ha conducido a una búsqueda popular de la democratización del Estado y la sociedad, así como a una violenta reacción y oposición oficial.

Podemos considerar, pues, la elección de Mahmud Ahmadineyad en el 2005 como el último paso de un cambio gradual en la revolución iraní, desde el republicanismo popular hasta el dominio teocrático absoluto. A su modo, Ahmadineyad y su grupo se han atribuido la tarea de cerrar el capítulo de la soberanía popular, dando una nueva vida a la estructura autoritaria de la república islámica y eliminando cualquier espacio de disidencia. La república representada por la persona de Ahmadineyad y por su presidencia ha sido, de un modo muy poco habitual, teocrática y antirrepublicana. Las elecciones presidenciales del 2009 fueron el único ámbito político que le quedaba al pueblo iraní para expresar su desencanto e insatisfacciónyponer a prueba su virtud republicana. En juego estaba el capital moral de la propia nación en la medida en que la participación en la esfera pública dota al sentimiento nacional de su propia rectitud y fundamenta su moral. Además, fue un modo para los ciudadanos iraníes de reconfirmar su posición como agentes naturales de la esfera pública y pedir a los políticos que fueran un espejo veraz de los deseos de la nación. Como han mostrado al mundo los acontecimientos del último año, un sistema político que se transforma en una forma de dominio absoluto es incapaz de contar con sostenedores veraces de espejos porque lo suyo no es «vivir en la verdad» y auspiciar la transparencia, sino la retórica y el uso de las dagas.

No existe hoy modo alguno para la sociedad civil iraní de luchar contra las mentiras de la política iraní sin sostener la verdad de la no violencia. El símbolo de la protesta no violenta en Irán y el verdadero héroe del movimiento cívico es hoy el naciente modelo republicano de resistencia no violenta y política no ideológica que proporciona la pauta y la visión más clara para una transición gradual a la democracia. A lo largo de los últimos treinta y un años, el Irán posrevolucionario ha visto fracasar en la práctica y la teoría dos proyectos políticos que se encuentran en el corazón de la revolución de 1979: la revolución y el islam ideológico. Si bien sirvieron en otro tiempo para unir a las personas y reivindicaron una base de legitimidad, cada vez gozan de menos predicamento entre el grueso de la ciudadanía.

Resulta evidente que la acción no violenta es el nuevo paradigma que intenta definirse a sí mismo con claridad y superar las debilidades intelectuales y políticas de sus predecesores. Existe un acuerdo entre los miembros de la sociedad civil iraní acerca de que la principal contradicción del Irán contemporáneo es la existente entre la violencia autoritaria y la no violencia democrática. Este paradigma de la no violencia es aún incipiente, pero puede definirse como postideológico, porque el movimiento de protesta es pacífico y civil en su búsqueda del cambio social y, al tiempo, aspira a una dimensión ética para la política iraní. Este juicio supone que la sociedad civil iraní está lista para hacer una distinción entre dos enfoques: la búsqueda de la verdad y la solidaridad frente a la mentira y el uso de la violencia. El hecho de que Mahmud Ahmadineyad sea el nuevo presidente iraní desde hace un año es ahora un asunto secundario. Lo importante en estos momentos es desafiar la ilegitimidad de la violencia. El reto más difícil de la sociedad civil es oponerse a la violencia del sistema político dominante sin caer en la violencia. Irán parece haber entrado en una época posrevolucionaria, una época que ya no estará dominada por clérigos como Rafsanyani o el antiguo presidente Mohamed Jatami, cuyos esfuerzos de reforma fueron en gran medida baldíos e incluso contribuyeron al ascenso al poder de la Guardia Revolucionaria.

En momentos como este, no habría que olvidar que, cada vez que la democracia es intimidada, silenciada y postergada por una exhibición de fuerza en un país como Irán, quienes están en el poder pierden credibilidad y todo el sistema político sufre una crisis de legitimidad. En el caso de que se produjera una escalada de la violencia, también se correría el riesgo de que ocurriera lo mismo en Oriente Medio. De todos modos, no debemos olvidar que, por primera vez en su historia política, Irán se encuentra sumido en una crisis de legitimidad sin precedentes. Las políticas interior y exterior del país se encuentran en un punto de inflexión al que el mundo no puede hacer caso omiso. En resumen, el genio de la democracia se ha escapado por fin de la lámpara y no parece que vaya a ser fácil fingir que no existe ni volver a encerrarlo de nuevo.
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Traducción: JUAN GABRIEL LÓPEZ GUIX

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua