Uno de los libros de historia que encuentro más fascinante lo ha escrito un físico matemático italiano: Lucio Russo. Trata de la ciencia desarrollada en Grecia durante el llamado periodo helenístico, es decir, el que se inicia con el desmembramiento del imperio de Alejandro Magno en 323 aC. Demuestra Russo, con un rigor extremo, que la ciencia realmente nació en ese siglo III de la mano de Arquímedes, Euclides, Eratóstenes, Aristarco, Herófilo, etc. Esta revolución bien se puede considerar olvidada (de hecho, tal aserto le da título al libro) de manera que sobre ella se encuentra hoy día más información en los libros de historia dedicados al Renacimiento que en los dedicados a la Grecia clásica, dominados totalmente por Platón y Aristóteles.
Pero lo fundamental del libro no es su reivindicación del protagonismo histórico de los sabios citados, por justa que fuera tal causa. Por ejemplo, causa pasmo que casi nadie sepa quién fue Herófilo de Calcedonia, quien puede considerarse el fundador de la anatomía e incluso de la medicina como ciencia. La tarea esencial de Russo, más que mostrar cómo nació la ciencia, ha sido indagar en las causas de por qué tuvo que renacer. Lo cual es fundamental, porque entre su extinción y su renacimiento transcurrió más de un milenio. La ciencia griega y la tecnología romana tenían todo a punto para que se dominara el vapor e incluso la electricidad, en cambio la oscuridad se cernió sobre Europa y el mundo durante siglos. ¿Por qué y qué podemos aprender de ello? La lección fundamental es que el progreso no fluye inexorablemente, sino que su estancamiento y regresión pueden ser rápidos y su recuperación lenta, muy lenta.
Estos comienzos de siglo XXI se están caracterizando por unos cambios tan radicales que causan perplejidad. La crisis global adquiere mil facetas, como el cambio de los centros geoestratégicos, el afán destructivo de la mística fundamentalista, el papel del terrorismo y los ejércitos, el auge de la pseudociencia, etc. Quizá la menos notoria e inquietante es el paulatino abandono de la ciencia a favor de la tecnología domeñada por el mercado y el desarrollismo. En Europa, Estados Unidos y Japón se estaban desertizando los laboratorios, los centros de investigación y las aulas de las carreras de ciencias. Se recurrió a la contratación de científicos de países emergentes. Estos están regresando por oleadas a sus países de origen para insertarse en el maremágnum productivista. ¿Será este el comienzo del fin del progreso de base científica? Hay que leer a Russo para ver lo fácil que sería acelerar ese final y lo difícil que sería recuperar la ciencia y la libertad que ella conlleva.
* Catedrático de Física atómica, molecular y nuclear en la Universidad de Sevilla