“Quimera”, dice Coromines, es “un monstruo fabuloso representado vomitando llamas, la cabeza de león, el cuerpo de cabra y la cola de dragón”. Proviene de la mitología griega y está presente en la heráldica medieval. Y de aquí deriva el sentido que tiene la palabra como “creación del espíritu que se toma como una realidad”. Pues bien, es muy importante que cada época sepa reconocer cuáles son sus quimeras, o sea, que pueda distinguir de manera lúcida qué es realidad y qué es creación –monstruosa– del espíritu. Y es así porque la quimera suele acabar en inquietud y aflicción, a menudo en inquina y cólera, y aun en obsesión y manía. Nos hace falta, pues, poder distinguir con el máximo sentido de la realidad, poniendo los pies en la tierra y sin cómodos autoengaños, qué son hechos, qué son vagos o falsos idealismos y qué son afanes y esperanzas posibles o incluso necesarios.
Discernir todo esto, hechos, quimeras o ambiciones honestas y factibles, ahora es más urgente que nunca, porque estamos arrastrados por una gran riada política que lo está trastornando todo y todavía no sabemos a donde iremos a parar. Y, precisamente, una de las principales transformaciones políticas que derivan de los tiempos que vivimos es que lo que hasta ahora era visto como una realidad, si no tangible como mínimo realizable, ahora se ve como quimèrico. Y viceversa, lo que parecía quimèrico ahora se ve como una oportunidad al alcance. Sí: la gran virtud del proceso de reforma estatutaria iniciada en 2004 por el presidente Pasqual Maragall, y a punto de acabar en la guillotina del Tribunal Constitucional español, es que ha permitido hacer luz sobre uno de los principales errores que se cometieron en la opacidad de la transición de la dictadura a la democracia. Lo ha escrito Ferran Mascarell en La Vanguardia (España como problema, otra vez, 13 de mayo): “La sentencia liquidará la España del 78. Destruye la mejor España construida y rompe el Estado”. Sólo matizaría a Mascarell en el sentido de que la sentencia no destruye la “España construida”, sino que liquida la España insinuada y, ciertamente, la España soñada por algunos, como él mismo. Para ser más exactos: la sentencia hará transparente que la España en la que algunos creyeron, era una quimera. El verdadero monstruo fabuloso, que vomita llamas, tiene la cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón, ahora lo sabemos, es el autonomismo y sobre todo lo es su interpretación federalista.
Reconozco que escribo estas líneas espoleado por la terca y ciega insistencia –a la que esta semana se añadía Antoni Dalmau en este mismo diario (A la hora del café, del 12 de mayo)– de seguir considerando la independencia de Cataluña como una quimera. Y es que esta calificación de la expectativa independentista como “creación del espíritu que se toma como una realidad” ahora ya no es otra cosa que la expresión de una vana resistencia a reconocer donde está el verdadero monstruo político. Repetir que la independencia es una quimera es un anclaje desesperado en un modelo que ya sabemos acabado por siempre jamás. Presentar el afán de independencia como una obsesión es el último obstáculo a vencer para, precisamente, saber distinguir qué es quimèrico y qué es plausible. A finales de los años setenta del siglo pasado los catalanes fuimos engañados por la vaga promesa –más bien por un sobreentendido que nos convino dar por hecho– de una vía democrática constitucional que nos tenía que permitir llegar a nuestra plenitud nacional. Treinta años después, sabemos con toda evidencia empírica que el autonomismo no lleva donde habíamos querido creer que llevaba, y nadie con dos dedos de frente –y cuatro lecciones de historia– puede seguir confiando en una España federal o plurinacional. La quimera, ahora lo sabemos de verdad, era el federalismo.
Para ser honestos, sin embargo, hemos de reconocer que saber que el federalismo o la España plurinacional son una quimera, un monstruo que vomita llamas sobre Cataluña, no nos dice que una Cataluña independiente no tenga que ser, también, una ilusión del espíritu. Ahora bien, la diferencia es que en este segundo caso la única pregunta que hay que responder es que si una mayoría de catalanes quieren, o querrán, la independencia. Quiero decir que, mientras que ya sabemos que no existe la España sobreentendida fruto de un no menos sobreentendido pacto con Cataluña al final de la dictadura y que ahora produce tanta aflicción a los que lo habían creído, en cambio, la expectativa de independencia es un proyecto abierto, sólo sujeto a la voluntad democrática de los catalanes. Para Mascarell, para Dalmau, la mayoría de catalanes todavía viven aferrados en la vieja quimera de la España federal. “Quimeras y desengaños convierten los cabellos en canas”… En cambio, quienes creemos que la independencia no es una quimera, sino la esperanza de un país finalmente emancipado y capaz de rehacer todos los lazos posibles e imaginables con España, Europa y el mundo entero, sabemos que la mayoría de los catalanes todavía no se han expresado en un marco libre, sin miedos ni coacciones. Y estamos convencidos de que el día que lo hagamos con libertad, un día no muy lejano, más de uno y más de dos se llevarán una sorpresa.
Sobre todo lo que me hace pensar que estamos más cerca de lo que parece de este nuevo horizonte es que a estas alturas la mayoría de los que insisten en decir que la independencia es una quimera ya no dicen que no la quieren, sino que es imposible. Desde el punto de vista retórico, de los argumentos, el avance es enorme. En Cataluña, podríamos decir que ahora ya hay tres grandes bloques políticos: quienes quieren la independencia, y la ven posible; los que la querrían, pero creen que no llegará; y los que ni aunque fuera posible, no la querrían. Y, muy posiblemente, ahora constituyen tres bloques muy cercanos desde el punto de vista cuantitativo, pero completamente diferentes desde una perspectiva cualitativa: el tercio que no la quiere representa un segmento social conservador y reaccionario incapaz de arrastrar al país; el tercio que la querría pero –todavía– no la ve posible no puede ofrecer otra alternativa que la ir tirando, como se verá en las próximas elecciones. Y el tercio que confía en la independencia es el único capaz de movilizarse y representa el país de éxito.
De acuerdo: la independencia, de momento, no pasa de ser una creación del espíritu. Pero ahora mismo es la única esperanza realista de un país sólido capaz de devolver la confianza en la política. La independencia no es una quimera, no es un monstruo, no provoca aflicción ni inquina. Es una voluntad democrática y madura de libertad, es bella, y produce gozo y serena el espíritu.