Alguien dijo –y muchos lo estamos confirmando– que, a pesar de las consecuencias catastróficas, esta crisis financiera y económica parece que muestra, a través de algunas brechas, si no soluciones definitivamente esperanzadoras, perspectivas hacia un cambio radical que puede ser a la larga relativamente positivo. La creación de una conciencia colectiva que señala graves responsabilidades en todo el sistema sociopolítico y que predispone a la ciudadanía a aceptar y asimilar cambios radicales, a ofrecer sacrificios, a romper inercias que se han demostrado obsoletas, tramposas y malévolas, es, al menos, una condición indispensable para ir construyendo el cambio. Pero queda la duda de si esta situación es o será debidamente utilizada para encaminar esos cambios radicales o si los gobiernos y las áreas de presión política y económica se limitarán a poner parches para lograr a corto plazo la recomposición del viejo sistema: maquillarlo todo sin resolver los problemas fundamentales y esperar un próximo –y quizá definitivo– tropiezo.
No puedo dar una opinión demasiado global de todo el problema, pero, al menos, parece evidente que en el Estado español las decisiones gubernamentales no solo son escasas y tardías, o sea, terriblemente inútiles, sino que se orientan hacia tímidas propuestas de parches paliativos que en definitiva no van a cambiar nada fundamental y solo nos ayudarán a volver a las ampollas de antes y a la inseguridad de nuevas crisis. Y esta sería la peor consecuencia de la situación actual. Sería desaprovecharla.
No podemos negar que en Catalunya también sufrimos desde hace tiempo una crisis específicamente política de una gravedad indiscutible porque puede afectar a todo el futuro de nuestras relaciones con el Estado español provocando un colapso definitivo. El errático itinerario del Estatut, la traición y la incomprensión de los grandes partidos españoles, con contradicciones internas que parecen insalvables, la escandalosa actitud del Tribunal Constitucional, el caso Garzón, que pone de manifiesto la vigencia de un franquismo descarado de raíces profundas y tantos otros acontecimientos del mismo tono son síntomas de una crisis de toda la política española, que explica su insuficiencia o, mejor dicho, su inoperancia, sobre todo juzgada desde una Catalunya que ya no se ve capaz de intervenir y corregirla y que no tiene otro camino que el cambio radical en la estructura del Estado.
Esta crisis política sigue un camino parecido al de la crisis económica. También abre unos resquicios esperanzadores. También está creando en Catalunya una conciencia colectiva bien dispuesta a aceptar cambios radicales y a iniciar una voluntad unitaria que supere los intereses particulares de cada partido y de cada grupo de presión. Esta conciencia se manifiesta en muy diversos aspectos, desde la estabilización política del independentismo hasta los todavía tímidos intentos unitarios de los partidos catalanes, desde los estudios y testimonios comprometidos y beligerantes sobre los déficits económicos y de infraestructuras hasta el reconocimiento de nuestra capacidad productiva y el papel que todavía tenemos en la vertebración de un área europea muy potente. Y –con una constancia continuada–, los testimonios a favor de la lengua y de la propia cultura. No puedo decir que estos síntomas aseguren ya una voluntad colectiva mayoritaria hacia la exigencia de grandes cambios políticos para una nueva relación con el Estado radicalmente diferente. Pero son los que van generando una conciencia cada vez más dispuesta a aceptar estos cambios en profundidad. Y así se plantea el problema consiguiente: de la misma forma que los que gobiernan la crisis económica no saben o no quieren aprovechar la nueva conciencia colectiva a favor de un cambio esencial y global, nos preguntamos si los que gobiernan la crisis política caerán en la misma trampa y nos engañarán con parches paliativos para que, en realidad, nada cambie y para que se amortigüe aquel brío colectivo que ahora favorece la radicalidad.
Como dijo Ferran Mascarell, Catalunya es una nación que está buscando un Estado que le sea útil. Y, hoy por hoy, si no cambian las cosas, ya vemos que el Estado español no lo es. Y para lograr un Estado útil es fundamental mantener aquella conciencia colectiva que se ha creado como reacción a los malos tratos y al menosprecio de nuestras realidades. Hay que evitar que los parches paliativos nos hagan definitivamente inútiles. Es necesaria una Catalunya desacomplejada, refundamentada nacionalmente, por encima de los intereses partidistas, sin miedos, sin inercias ni prejuicios. Hay que creer seriamente en lo que el conseller Antoni Castells ha tenido la valentía de afirmar: el interés de Catalunya está por encima de los intereses de los partidos. La crisis política puede abrirnos nuevas puertas si no la banalizamos y no la atenuamos con concesiones y pactos timoratos.
* Arquitecto.
Publicado por El Periodico de Catalunya-k argitaratua