¿Se puede salvar el euro?
Joseph E. Stiglitz
En el momento de la creación del euro, a muchos preocupaba su viabilidad a largo plazo. Cuando todo salió bien, esas preocupaciones pasaron al olvido. Pero el interrogante sobre cómo se aplicarían los ajustes si parte de la eurozona resultara afectada por un fuerte shock adverso perdura. Corregir el tipo de cambio y delegar la política monetaria al Banco Central Europeo eliminó dos recursos primordiales a través de los cuales los gobiernos nacionales estimulan sus economías para evitar la recesión. ¿Qué podía reemplazarlos?
El premio Nobel Robert Mundell estableció las condiciones según las cuales una moneda única podía funcionar. Europa no cumplió con esas condiciones en su momento; y sigue sin hacerlo. La eliminación de barreras legales para el movimiento de trabajadores creó un mercado laboral único, pero las diferencias lingüísticas y culturales hacen que la movilidad laboral al estilo norteamericano resulte inalcanzable.
Es más, Europa no tiene manera de ayudar a aquellos países que enfrentan problemas serios. Consideremos el caso de España, que tiene una tasa de desempleo del 20% —y más del 40% entre la gente joven—. El país tenía un excedente fiscal antes de la crisis; después de la crisis, su déficit aumentó a más del 11% del PBI. Pero, según las reglas de la Unión Europea, España ahora debe recortar su gasto, lo cual, probablemente, exacerbe el desempleo. Conforme su economía se ralentiza, la mejora de su posición fiscal puede ser mínima.
Algunos esperaban que la tragedia griega convenciera a los estrategas políticos de que el euro no puede andar bien sin una mayor cooperación (asistencia fiscal incluida). Pero Alemania (y su Corte Constitucional), en parte a raíz de la opinión popular, ha sido reacia a darle a Grecia la ayuda que necesita.
Para muchos, tanto dentro como fuera de Grecia, era una situación peculiar: se habían invertido miles de millones en salvar a los grandes bancos, pero evidentemente salvar a un país de once millones de personas era un tabú. Ni siquiera resultaba claro que la ayuda que Grecia necesitaba debiera ser catalogada como un rescate: si bien resultaba poco probable que los fondos otorgados a instituciones financieras como AIG fueran recuperados, un préstamo a Grecia a una tasa de interés razonable probablemente sería saldado.
Una serie de ofertas a medias y de vagas promesas, destinadas a calmar al mercado, resultaron un fracaso. De la misma manera que Estados Unidos había improvisado a toda prisa una asistencia para México 15 años antes combinando ayuda del Fondo Monetario Internacional y el G-7, la UE diseñó un programa de asistencia junto con el FMI. El interrogante era: ¿qué condiciones se le impondrían a Grecia? ¿Cuán grande sería el impacto adverso?
Para los países más pequeños de la UE, la lección es clara: si no reducen sus déficits presupuestarios, existe un riesgo elevado de un ataque especulativo, con pocas esperanzas de una ayuda adecuada por parte de sus vecinos, al menos no sin limitaciones presupuestarias pro cíclicas que resultarán dolorosas y contraproducentes. A medida que los países europeos adopten estas medidas, sus economías probablemente se debiliten —con consecuencias desdichadas para la recuperación global—.
Puede resultar útil analizar los problemas del euro desde una perspectiva global. Estados Unidos se ha quejado de los superávits (comerciales) de cuenta corriente de China; pero, como porcentaje del PBI, el superávit de Alemania es aún mayor. Supongamos que el euro se creó para que el comercio en la eurozona en su totalidad fuera, en términos generales, equilibrado. En ese caso, el superávit de Alemania implica que el resto de Europa está en déficit. Y el hecho de que estos países importen más de lo que exportan contribuye a sus economías débiles.
Estados Unidos se ha quejado de la negativa por parte de China de permitir que se aprecie su tipo de cambio en relación con el dólar. Pero el sistema del euro implica que el tipo de cambio de Alemania no puede aumentar en relación con los otros miembros de la eurozona. Si el tipo de cambio aumentara, a Alemania le costaría más exportar, y su modelo económico actual, basado en exportaciones fuertes, enfrentaría un desafío. Al mismo tiempo el resto de Europa exportaría más, el PBI aumentaría y el desempleo se reduciría.
Alemania (al igual que China) ve sus ahorros elevados y sus proezas exportadoras como virtudes, no vicios. Pero John Maynard Keynes decía que los superávits conducen a una débil demanda agregada global —los países que tienen superávits ejercen una “externalidad negativa” en sus socios comerciales—. De hecho, Keynes creía que eran los países con superávits, mucho más que los países con déficits, los que planteaban una amenaza a la prosperidad global; incluso llegó a recomendar un impuesto a los países con superávits.
Las consecuencias sociales y económicas de los acuerdos actuales deberían ser inaceptables. No debería obligarse a los países cuyos déficits han aumentado como resultado de la recesión global a caer en una espiral mortal —como sucedió con Argentina hace una década—.
Una solución que se propone es que esos países pergeñen el equivalente de una devaluación —una disminución uniforme de los salarios—. En mi opinión, esto es inalcanzable, y sus consecuencias distributivas son inaceptables. Las tensiones sociales serían enormes. Es una fantasía.
Existe una segunda solución: la salida de Alemania de la eurozona o la división de la eurozona en dos subregiones. El euro fue un experimento interesante, pero, como el casi olvidado mecanismo de tipo de cambio (MTC) que lo antecedió y se desintegró cuando los especuladores atacaron la libra británica en 1992, carece del respaldo institucional necesario para que funcione.
Existe una tercera solución —y tal vez Europa llegue a darse cuenta de eso— que es la más promisoria de todas: implementar las reformas institucionales, incluyendo el marco fiscal necesario, que deberían haberse implementado cuando se creó el euro.
No es demasiado tarde para que Europa implemente estas reformas y, así, estar a la altura de los ideales, basados en la solidaridad, que subyacen la creación del euro. Pero si Europa no puede hacerlo, entonces quizá sea mejor admitir el fracaso y pasar a otra cosa en lugar de pagar un precio elevado en materia de desempleo y sufrimiento humano en nombre de un modelo económico fallido.
* Premio Nobel de Economía en 2001, profesor en la Universidad de Columbia.
© Project Syndicate 1995-2010
Un dinero demasiado lejano
Paul Krugman
El País
Y bien, ¿es Grecia el próximo Lehman? No. No es ni lo bastante grande ni está lo bastante interconectada para hacer que los mercados financieros mundiales se paralicen como lo hicieron en 2008. Sea lo que sea lo que ha provocado esa breve caída de 1.000 puntos en el Dow, no estaba justificado por los acontecimientos reales en Europa.
Tampoco deberían hacer demasiado caso a los analistas que afirman que estamos presenciando el inicio de un ataque contra toda la deuda pública. En realidad, los costes de los préstamos de EE UU cayeron el jueves hasta su nivel más bajo en meses. Y mientras los aprensivos advertían de que Reino Unido podía convertirse en la próxima Grecia, los tipos británicos también cayeron ligeramente.
Esa es la buena noticia. La mala es que los problemas griegos son más profundos de lo que los dirigentes europeos están dispuestos a reconocer, incluso ahora (y los comparten, en menor medida, otros países europeos). Muchos observadores prevén que la tragedia griega terminará en una suspensión de pagos; yo estoy cada vez más convencido de que son demasiado optimistas, que la suspensión de pagos irá acompañada o seguida de la salida del euro.
En ciertos aspectos, esto es la crónica de una crisis anunciada. Recuerdo que, allá por la época en que se firmó el Tratado de Maastricht que colocó a Europa en el camino hacia el euro, bromeábamos sobre que se había elegido la ciudad holandesa equivocada para la ceremonia. Debería haberse celebrado en Arnhem, el escenario del infame “puente demasiado lejano” de la Segunda Guerra Mundial, donde un plan de batalla aliado excesivamente ambicioso terminó en desastre.
El problema, tan evidente visto en perspectiva como lo es ahora, es que Europa carece de algunos de los atributos esenciales para ser una zona de moneda única con éxito. Por encima de todo, carece de un gobierno central.
Fíjense en la comparación que se suele hacer entre Grecia y el Estado de California. Ambos tienen graves problemas fiscales, ambos tienen una historia de irresponsabilidad fiscal. Y el punto muerto político de California es, en todo caso, peor; después de todo, a pesar de las manifestaciones, el Parlamento griego ha aprobado, de hecho, un severo plan de austeridad.
Pero el caso es que las dificultades fiscales de California no importan lo mismo, ni siquiera a sus propios habitantes, que las de Grecia. ¿Por qué? Porque gran parte del dinero gastado en California proviene de Washington, no de Sacramento. Puede que se recorte la financiación estatal, pero las devoluciones de Medicare, los cheques de la seguridad social y los pagos a los contratistas de defensa seguirán llegando.
Lo que esto significa, entre otras cosas, es que las dificultades presupuestarias de California no impedirán que el Estado comparta una recuperación económica estadounidense general. Los recortes presupuestarios de Grecia, por otro lado, tendrán un marcado efecto depresor en una economía ya deprimida.
Entonces, ¿es una reestructuración de la deuda -eufemismo para referirse a la suspensión de pagos- la respuesta? No ayudaría ni mucho menos tanto como mucha gente imagina, porque los pagos de los intereses sólo representan parte del déficit presupuestario de Grecia. Incluso si dejara de pagar su deuda del todo, el Gobierno griego no liberaría suficiente dinero para evitar recortes presupuestarios radicales.
Lo único que podría reducir significativamente el sufrimiento griego sería una recuperación económica, la cual generaría más ingresos -lo que reduciría la necesidad de hacer recortes en el gasto- y crearía empleo. Si Grecia tuviese su propia moneda, podría tratar de fraguar una recuperación así con una devaluación, lo que aumentaría la competitividad de sus exportaciones. Pero forma parte de la zona euro.
Así que, ¿cómo termina esto? Lógicamente, veo tres formas de que Grecia pueda permanecer en la zona euro. Primera, los trabajadores griegos podrían redimirse mediante el sufrimiento, aceptando grandes recortes salariales que harían a Grecia lo bastante competitiva como para volver a crear empleo. Segunda, el Banco Central Europeo podría emprender una política mucho más expansionista, entre otras cosas comprando grandes cantidades de deuda pública y aceptando -de hecho, recibiendo con agrado- la inflación subsiguiente; esto haría que fuese mucho más fácil realizar ajustes en Grecia y en otros países de la zona euro con problemas. O tercera, Berlín podría llegar a ser para Atenas lo que Washington es para Sacramento, es decir, que los Gobiernos europeos más fuertes desde un punto de vista fiscal podrían ofrecer a sus vecinos más débiles ayuda suficiente para hacer la crisis soportable.
El problema es que ninguna de estas alternativas parece políticamente plausible. La opción que queda parece impensable: que Grecia abandone el euro. Pero cuando se descarta todo lo demás, eso es lo que queda. Si eso sucede, será algo parecido a lo que ocurrió en 2001 en Argentina, que tenía un vínculo supuestamente permanente e indestructible con el dólar. Terminar con ese vínculo se consideraba impensable por los mismos motivos por los que abandonar el euro parece imposible: el mero hecho de insinuar esa posibilidad sería arriesgarse a unas paralizantes retiradas masivas de fondos de los bancos. Pero las retiradas masivas se produjeron de todos modos, y el Gobierno argentino impuso unas restricciones de emergencia a las retiradas de fondos. Esto dejó la puerta abierta a la devaluación, y al final Argentina pasó por esa puerta.
Si sucede algo así en Grecia, la onda expansiva se propagará por Europa y posiblemente desencadenará crisis en otros países. Pero, a menos que los dirigentes europeos sean capaces de actuar con mucha más audacia de la que hemos visto hasta ahora y estén dispuestos a hacerlo, eso es lo que se nos avecina.
Paul Krugman es profesor de economía en Princeton y premio Nobel de Economía en 2008.
© New York Times Service.
Traducción de News Clips.