Les ruego que me disculpen, porque empezaré este artículo de una manera desagradablemente expeditiva: la vía autonomista está muerta, pero no existe, ni por casualidad, una mayoría independentista que permita superarla. Hay, pues, un camino que se ha convertido en intransitable y otro que aún no se puede transitar, ni siquiera a medio plazo. Ciertamente, hay una variedad de personas y formaciones que aún hacen juegos de manos para relativizar la confrontación Cataluña-España que ahora mismo está llevando a cabo el Tribunal Constitucional, y otras que generan determinadas expectativas sobre procesos de secesión imaginarios en que, cuando se sopla, salen botellas (de vidrio de Murano, por lo menos). Entiendo que estas fantasías tengan su público respectivo, pero me niego a secundar la farsa. Ya me disculparán, pues.
A finales de la década de los 70, después de una interminable dictadura y en medio de un clima explosivo en todos los sentidos (entre 1978 y 1982 ETA cometía atentados casi cada día, sin contar los múltiples grupos de ultraderecha y de ultraizquierda que intentaban hacer lo mismo), el Estatuto parecía la herramienta política más razonable para dejar atrás esa situación. Lo mismo se podría decir de la Constitución española, claro. En 2010 las cosas han cambiado radicalmente. El interminable proceso estatutario llevado a cabo durante la accidentada legislatura del presidente Maragall ya mostró la magnitud del drama: aquello no iba bien. Al cabo de un tiempo constatamos que la cuestión de fondo no era el hecho de que no hubiera ido bien, sino que no podía ir bien. Todo lo que estamos comentando se puede resumir con este simple matiz perifrástico. La vejación -no creo que haya ningún otro término para definirlo mejor- que está escenificando el Tribunal Constitucional no constituye, en este sentido, ninguna sorpresa. No estamos hablando de una sutileza jurídica, del retoque de un punto y dos comas, sino de la negación de la voluntad política de los ciudadanos de Cataluña, expresada en las urnas en forma de referéndum.
La salida más sencilla de este callejón sin salida sería la secesión del Estado español. La legitimidad internacional de este acto de soberanía sólo quedaría firme e indiscutiblemente establecido en caso de que tuviera el apoyo de una mayoría aplastante de la población y no resultara lesiva para los intereses de la comunidad internacional (que en nuestro caso concreto significa básicamente Alemania y Francia, así como los Estados Unidos). Ambas cosas no se pueden dar por supuestas, claro. No existe ni un solo indicio demoscópico serio, ni por supuesto ningún resultado electoral, que muestre la existencia no ya de una mayoría amplia en favor de la independencia, sino ni siquiera de una minoría numéricamente significativa (un tercio real de la población, por ejemplo). Esto puede cambiar, sin duda, y el trabajo que hacen muchas personas en esta dirección me parece totalmente loable. A nivel personal, comparto plenamente el objetivo. Esto no significa, sin embargo, que tenga ganas de autoengañarme y confundir mi deseo con la realidad que me rodea.
Si la vía estatutaria está claramente agotada y su superación no es todavía posible, ¿cómo se puede articular el mientras tanto? Pues como se ha hecho siempre en estas circunstancias: desde la conciencia de estar protagonizando una transición entre una cosa y la otra. Sin ambigüedades, sin subterfugios, sin autoengaños colectivos. Es así de sencillo, ya la vez así de complicado. En caso contrario, actuando a base de azarosos trompicones reactivos y no de ideas propositivas bien definidas, acabaremos repitiendo viejas jugadas que no llevan a ninguna parte. Evidentemente, todo ello sólo será posible con una mayoría social clara y un liderazgo estimulante. La experiencia del tripartito ha demostrado constantemente que las falsas mayorías, las que se basan sólo en la aritmética parlamentaria y no en la realidad social que genera unos votos o bien otros, son inconsistentes, con independencia de su color político. ¿Hay algún partido que se apunte a liderar esta transición? Se trata de una pregunta retórica, pero conviene hacerla.
Las grandes decisiones colectivas, las que generan cambios profundos y estructurales, suelen tener una dimensión generacional y aflorar en circunstancias excepcionales. Todo acaba dependiendo, en definitiva, de la conciencia de estar protagonizandolas activamente o bien sólo presenciando la foto. Si el presente se vive desde la perspectiva pasiva de un espectador, la transformación no resulta viable. El interminable y agónico proceso del Estatuto, la experiencia de una tensión sostenida y sin solución aparente, ¿constituye una «circunstancia excepcional»? La respuesta es compleja, pero creo que puede perfilarse por medio de otra pregunta: ¿qué habría pasado si el Estatuto se hubiera aprobado con normalidad, y ahora estuviera en plena vigencia? ¿Existiría este malestar? Seguramente no … pero no tardaría mucho en aparecer. Dejando de lado la heterogeneidad de aspiraciones nacionales que cohabitan en este país nuestro, la fórmula del Estatuto de Autonomía no ha resuelto nunca las circunstancias específicas de Cataluña. Nunca. Esto puede ser constatado por cualquier ciudadano, y no precisamente a base de impresiones subjetivas, sino con porcentajes en la mano. Estoy convencido de que, a pesar de las diferentes sensibilidades nacionales, la mayoría de estas personas entenderían y asumirían la superación del marco legal estatutario y, en consecuencia, se sentirían partícipes de un proceso de transición.