Con el total respeto institucional que le es debido y que me merece, y con independencia de la valía personal de los diputados que lo componen, tal como escribí hace tiempo, el Parlamento de Cataluña se ha convertido en una ratonera para la política catalana. Quiero decir que el marco jurídico español en que se tiene que mover nuestro Parlamento le pone unos barrotes que hacen imposible que pueda actuar con la soberanía que los catalanes le hemos estado otorgando equívocamente, en un plano simbólico que no se correspondía con el real. Nuestro Parlamento es -o, para ser más precisos, querríamos que fuera- la expresión de la voluntad nacional del pueblo catalán. Pero
Es por eso que, de manera escandalosa, la resolución del Parlamento de Cataluña votada esta semana por los mismos partidos que hace cinco años y medio aprobaron el proyecto de Estatuto de Cataluña después cepillado allá donde radica la verdadera soberanía nacional, vuelve a poner en evidencia que estamos dentro de una ratonera. Y no lo digo porque sea una resolución irrelevante. Todo lo contrario: si bien no sale de las reglas de juego constitucionales, en la medida en que es un gesto de gran magnitud y de rigurosa afirmación política, pone a cuerpo descubierto nuestra propia impotencia debido a la más que previsible inutilidad de la maniobra. Es una batalla a la desesperada y de la cual saben de entrada que saldrán derrotados. La previsible respuesta del Tribunal Constitucional al «mayor embate que Cataluña ha hecho nunca al Estado desde
Imagino que es una lectura parecida a esta la que ha llevado a ERC a la gesticulación de «no firmar, pero votar», en una pirueta circense que ha hecho exclamar ¡oh!, pero que acaba con el mismo batacazo final. No sé si quererse desmarcar de un gesto inútil haciendo una mueca rara es una buena táctica política: no lo entiendo. Pero lo cierto es que las pinitos de ERC tampoco desentonan tanto de lo que Vicent Partal, con acierto y buena capacidad de observación, señalaba en su artículo editorial «Que se nos hará largo…» del pasado miércoles en Vilaweb. Partal hacía notar cómo el PSC, en su web, había convertido la resolución -con una audacia para no decir- en «un apoyo al gobierno en defensa del Estatuto», o como CiU aprovechaba los rodeos de ERC para disparar contra el tripartito. Sí: unos votan pero no firman, mientras que otros con una mano hablan de unidad y con la otra disparan a matar. En política, como pasa con el cerdo, todo se aprovecha. En definitiva, la misma contundencia del gesto ya queda disminuida por la apropiación partidista que han hecho los firmantes, los no firmantes y los ausentes. Que venga B. F. Skinner y que nos explique la conducta de los ratones dentro de una ratonera cuando se pasa hambre…
¿Tiene salida la ratonera en que se ha convertido nuestro Parlamento? ¿Hay espacio para una revuelta que permita serrar los barrotes? Sí. Y paradójicamente, ahora mismo, la primera puerta de salida está en las Cortes españolas. Si una resolución con 115 votos a favor y 16 en contra, es decir, con el 86 por ciento de apoyo de nuestro Parlamento, llegara a las Cortes con el apoyo de los 39 diputados catalanes, aunque sólo fuera con este poco más del 11 por ciento el estruendo sería inconmensurable. El drama es que, en el Parlamento español, ni CiU ni PSC, ni probablemente ICV, no están para hacer ningún tipo de ruptura. Lejos de esto, la resolución se ha decidido que se llevará al Senado y al Tribunal Constitucional mismo, que es como decir que nos movemos entre buscar el apoyo de un cementerio y el de un matadero. ¿No es esto, también, practicar un doble lenguaje, muy vistoso aquí y completamente inútil allá? ¿Pedir la renovación del TC en el Senado o exigir que él mismo se haga el harakiri -cómo ha dicho un Antoni Durán y Lleida nada sospechoso de ser de los que, como dice Montilla, «quieren herir, asesinar y enterrar el Estatuto»? es ciertamente un brindis al sol. Más concretamente, un brindis al sol en Plaza de
Es a la vista de todo este espectáculo cuando ya no se puede seguir insistiendo en la idea absurda de que nuestro futuro nacional puede estar ligado al del Estatuto del 2006. No es que queramos asesinar el Estatuto, presidente Montilla: es que hay que enterrarlo, porque a estas horas ya hiede. Y, si se me acepta un consejo, ya se pueden ir preparando los estrategas electorales de todos los partidos y los redactores de los respectivos programas, porque el gran tema en la agenda electoral del otoño no será el balance de la acción del tripartito -unos, cantando sus excelencias, y los otros difamándolo-, sino el del horizonte nacional de Cataluña. Y el callejón sin salida político actual, en otoño, puede llegar a hacer ridículo el debate sobre la crisis económica que algunos querían convertir en trumfo electoral. No porque hayamos salido de ella o porque el ciudadano lo considere poco importante, sino porque todavía tendremos más claro que nuestro Parlamento sólo tiene capacidad para las curas paliativas y que al precio de ser españoles, además del tradicional expolio fiscal, ahora hemos de añadir el coste de la ineptitud para salir de la crisis.
Ha llegado un punto en el cual la posibilidad de un encaje satisfactorio de Cataluña en España es una gran quimera sostenida patéticamente por los que tienen intereses particulares en el mantenimiento del actual estatu quo. Insistir en el federalismo o en una España plurinacional, a estas alturas, es una broma de mal gusto. En cambio, la independencia se va convirtiendo en la alternativa más realista, entre otras cosas porque a estas horas es la única posible. De forma que la vía del compromiso democrático y patriótico es cada vez más claro: mientras unos van cerrando viejas puertas, los otros hemos de ir abriendo nuevas, de veras y apresurándonos en dibujar los caminos de nuestra emancipación.