La historia del régimen autoritario en Rusia muestra una cierta regularidad deprimente. Tales regímenes raramente mueren por choques externos o por presión de la oposición. Por regla general, mueren inesperadamente de algún trastorno interno –por un disgusto existencial irresistible con ellos mismos o por agotamiento propio.
El régimen zarista soportó muchas duras pruebas durante su larga historia: revueltas de campesinos, conspiraciones y la alienación de las clases educadas. En enero de 1917, desde el exilio suizo, Lenin comentó con amargura y desesperanza que: “Nosotros los viejos, dudosamente viviremos las batallas decisivas de la próxima revolución. Pero…los jóvenes tal vez tendrán la suerte no sólo de pelear, sino de ganar finalmente la próxima revolución proletaria.” En marzo siguiente, sin embargo, el zar Nicolas II se vio obligado a abdicar.
El secretario general, Yuri Andropov, murió en 1984, dejando un país limpio de disidentes. Pero cuando varios años después, uno de sus ex primeros secretarios regionales, es decir Boris Yeltsin, firmó un decreto que prohibía el Partido Comunista, ninguno de los 18 millones de miembros del partido salió a las calles a protestar.
Ahora, delante de nuestros ojos, el régimen de Putin, que alguna vez parecía impenetrable puede estar desapareciendo de la misma manera que sus predecesores. Tan sólo en diez años, el régimen de Putin, que conscientemente había sido creado por sus diseñadores como el simulacro de un gran estilo ideológico, ha pasado por todas las etapas clásicas de la historia soviética. En efecto, la era Putin ahora parece una parodia trillada de todos ellos.
Primero, se crea un mito formativo para el nuevo sistema, uno que cree un héroe divino, el padre de la nación. Los bolcheviques tuvieron la Revolución de Octubre y la subsiguiente guerra civil para deificar a Lenin; los partidarios de Putin usaron la segunda guerra chechena, desencadenada por la explosión de departamentos en Moscú, para ascender a Vladimir Putin como salvador nacional.
La segunda etapa es la de los tiempos violentos –el periodo en el que el país se reconstruye estoicamente a través de la voluntad de acero de sus líderes. Stalin tuvo su ambición salvaje, sin embargo monumental, de hacer la modernización industrial; Putin presumió de hacer de Rusia una gran potencia energética.
Después viene la victoria heroica. Los soviéticos tuvieron su gran victoria sobre la Alemania de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, que dejo a Rusia como una de las dos superpotencias mundiales. La supuestamente victoria heroica de Putin llegó con la guerra con Georgia en 2008, seguida de la posterior anexión virtual de Abjasia y Osetia del Sur.
Sin embargo, a la victoria heroica le sigue invariablemente el agotamiento. Con los soviéticos esta etapa duro 40 años. No obstante, el simulacro de Putin de la era soviética empezó a derrumbarse mucho más rápido, en parte debido al hecho de que la ideología del régimen nunca tuvo mucha sustancia para arrancar y por tanto nunca pudo ser usada como puntal.
En efecto, al principio de la crisis financiera, Putin intentó dominar al mundo, describiendo a Rusia como una isla de la estabilidad y pidiendo la creación de un nuevo orden financiero global, en el que el rublo sería una de las monedas mundiales de reserva. Sin embargo, la posición de megalomanía pronto se revirtió. La economía del régimen de Putin, sin embargo, mostró ser incluso más vulnerable a la crisis financiera que las economías de Occidente.
En dichos momentos de decadencia en Rusia, los clanes siempre salen a la palestra en una desesperada carrera por la autopreservación y el autoenriquecimiento. Incluso los verdaderos seguidores de Putin ahora están empezando a hablar de su líder y los resultados de su gobierno de maneras impertinentes e irrespetuosas.
Por supuesto, nadie debe pensar que la era de Putin desaparecerá mañana, aunque sus chacales ya están dando vueltas. Recordemos que el comunismo soviético tardó cuatro décadas en descomponerse –durante las cuales el círculo más cercano sabía que el régimen se estaba desintegrando al interior pero no sabían realmente cómo rescatarlo.
Entonces, ahora escuchamos ecos patéticos de todos los esfuerzos comunistas de reforma de los largos años de la decadencia soviética: la era Putin sin Putin, la era Putin sin un rostro humano, etc. Se habla mucho de grandes avances, de modernización, innovaciones y nanotecnologías –el tipo de mitos con los que los gobernantes en decadencia se consuelan mientras buscan soluciones mágicas para remediar las disfunciones de sus regímenes.
Y en las calles otros ecos se escuchan. Nuestro “padre” resultó no serlo. Incluso entre la cleptocracia de los ex miembros de la KGB de Putin, así como entre los apparatchik comunistas en los últimos días del régimen de Gorbachov, hay un creciente reconocimiento de que la farsa está por terminar, y de que es el momento de que cada quien vele por sí mismo.
Entonces, como la era Putin se agota, la gran esperanza entre su círculo inmediato es que podrán hacer lo que hizo la elite comunista a principios de los años noventa –apropiarse de cualquier nuevo sistema que surja y ponerlo a trabajar al servicio de sus propios intereses.
Copyright: Project Syndicate, 2010.
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Traducción de Kena Nequiz
Andrei Piontkovsky is a Russian political scientist and a visiting fellow at the Hudson Institute in Washington, DC.