Si usted guardó algunas pesetas como recuerdo, cuídelas. Puede que le sirvan. En tiempos de paro y congelación de salarios, cualquier ayuda es buena. Y es que el invento del euro puede desmontarse como castillo de naipes eurocráticos. Como la cosa va en serio, permítame que me explique.
En 1998 tuve un debate público en Bilbao con el entonces vicelehendakari Ibarretxe, por el que siempre he tenido, contra viento y marea de neofranquistas y radicales, un gran respeto, aun en desacuerdo. El debate era sobre las ventajas del futuro euro. Disentimos totalmente. Desde Euskadi y Catalunya todo lo que sea Europa se ve bien porque cuanto más se diluya España, mejor. Y como el euro dejaba Europa atada y bien atada, miel sobre hojuelas. En este caso todos coincidían en la riqueza del panal, incluidos los españolistas más acendrados, que suelen mirar la cotización de bolsa antes de proclamar esencias patrias. La idea era que el euro ampliaría el mercado, reduciría costos de transacción, simplificaría aranceles y constituiría una unidad de destino en lo universal económico frente a EE. UU., países asiáticos y otras gentes de mal vivir.
Yo expresé mis reservas sobre la bondad del euro, pensando en la gente de a pie para quien la economía no son modelos sino vida. Mi razonamiento era (y es) el siguiente: la moneda es expresión de una economía única en la que las diferencias territoriales dan un promedio en el que se basan las políticas económicas del país. O sea: la política monetaria, la política fiscal, las políticas crediticias del Banco Central (que determina los tipos de interés), la balanza por cuenta corriente (relación con el exterior), el nivel de deuda público y privado tienen que corresponderse. Porque hace tiempo que los países están integrados en una economía global de la que dependen en términos de sus intercambios comerciales y financieros. Si un país vive de prestado, con baja productividad y creciente déficit comercial, se le cierra el grifo del dinero, porque el costo de los préstamos que recibe se hace prohibitivo.
Al final, como nadie cree en la moneda en que el país paga, la moneda se devalúa, por decisión del Gobierno o del mercado, el país puede endeudarse menos, y como sus precios son más competitivos por la devaluación recupera poco a poco su crecimiento y su credibilidad económica. La creación del euro supuso algo distinto: que todas las economías eran iguales cuando no lo eran, ni en productividad, ni en competitividad, ni en responsabilidad fiscal. Para homogeneizar se dieron atribuciones al Banco Central Europeo para que decidiera los tipos de interés. Aún peor. Porque si una economía entraba en recesión porque no aguantaba el tirón de ser igual que las otras en competitividad, no podía recuperar esa competitividad ni bajando los tipos de interés ni devaluando su moneda. O sea, todos alemanes por narices.
A los alemanes les iba bien porque su moneda valía igual con competitividad mayor y así les comprábamos más. Algo había que hacer para mantener la ficción de la unidad de gestión económica. Y por eso el tratado de Maastricht impuso un límite al endeudamiento público y amenazó con multas de hasta el 0,5% del PIB.
Pero como no tiene a
¿Qué le pasa a la pobre Grecia? Pues que hizo trampa con
Tal vez funcione, porque, pese a las protestas de los afectados, la mayoría de los griegos apoya el plan de austeridad. Pero la urgencia de la intervención resulta de que Grecia es sólo la primera línea de defensa del euro. Los llamados PIGS (qué nombrecito) están en la mira de los especuladores. El coste de los seguros financieros para España se ha disparado desde diciembre. George Soros escribió esta semana que el problema no es Grecia, sino Portugal, Italia, Irlanda y España. Y hace poco Martin Feldstein, respetado economista de Harvard, propuso la restauración temporal del dracma griego para permitir a Grecia gestionar su crisis. Si la crisis del euro no se detiene, empezaremos a hablar de la euro-peseta.