La historia nos enseña que en Cataluña los gestos de emancipación nacional se han producido cuando han concurrido dos variables: el colapso político y económico de España y la unidad de las fuerzas del país. Estas constantes se han cruzado desde el siglo XVII, de forma destacada en el capítulo de la revolución catalana (1640-1641) hasta el siglo XX, con la descomposición del régimen de la primera restauración borbónica y la consolidación del catalanismo político.
Ahora nos encontramos en un momento en que España está cumpliendo con la primera condición. La descomunal crisis económica, la desastrosa gestión del gobierno Zapatero y la irresponsable y crispada actitud de la oposición del Partido Popular están conduciendo el Estado a la picota. La situación debe de ser tan delicada, que incluso ha tenido que intervenir
Podríamos decir que en el componente de fractura española necesario para que otra nación peninsular levante la cabeza estaríamos en una posición óptima si no fuera por dos factores adicionales, uno con conocidos antecedentes y el otro nuevo, que enturbian las ambiciones de ruptura.
Por un lado, hemos tenido que tragarnos otra vez que, en vez de aprovechar la rendija, el catalanismo bienpensante se apresta a expresar la voluntad de salvar el Estado apelando a un gran pacto. El señor Durán i Lleida no hace nada más que reiterar la práctica de las periferias hispánicas de ofrecerse a salvar los muebles para que después el centro, cuando haya superado los problemas, devuelva la deuda con la allanamiento de la diversidad nacional y con una nueva expoliación de recursos que le permita embarcarse en alguna otra aventura disparatada y condenada a la ruina.
Ha sido esta mano extendida que ahora escenifica Durán la que en contextos análogos (en los años veinte con
Por otro lado, es cierto que hay un aspecto adicional diferente en esta crisis económica que deja peor paradas las perspectivas secesionistas. Quizás la economía catalana cada vez depende menos del mercado español pero en contraste con otros escenarios, en que el potente tejido industrial y comercial de Cataluña contrastaba con el de una España agraria y atrasada, desde los años ochenta y noventa (y esto ya lo he dicho, en algunas ocasiones, la herencia envenenada del franquismo) que la dinámica económica del país se ha cargado con los peores vicios españoles: la confianza en los mercados cautivos, la poca competitividad, la pérdida de sentido emprendedor, la mentalidad funcionarial, la tentación de abandonar las actividades productivas y decantarse hacia la especulación (¿qué ha sido por otra parte el delirio inmobiliario de estos años en que Cataluña ha coincidido con España?), la apatía a la hora de invertir en la búsqueda y potenciación de sectores de tecnología punta para entregarse a un mercado laboral basado en mano de obra de baja cualificación y sin incentivos para formarse mejor… En definitiva, el resultado de la cultura acomodatícia y de una patológica aversión al riesgo con que cuarenta años de dictadura infectaron las generaciones que ahora ocupan los cuadros de decisión y que han trasladado a sus sucesores.
No es extraño que el presidente Montilla afirme sin pudor que a las empresas catalanas les interesa que la economía española vaya bien: en los años del desarrollo económico estas empresas no han hecho los deberes de desatarse del marco español, ni de su mentalidad anquilosada y más bien se han dedicado a implorar los favores con que el poder central les aseguraba una cuota de beneficios aunque fuera al coste de que el control del proyecto pasara directamente a manos españolas. Sobre esto sólo hace falta que comprobamos cómo del listado de las quince multinacionales españolas de más envergadura sólo hay una con sede en Barcelona (y cada vez más controlada por capital francés) cuando algunas de las otras catorce habían tenido sus orígenes en iniciativas catalanas. ¿Cómo queréis que no les interese a las grandes empresas catalanas que la economía española vaya bien si el postfranquisme las ha hispanizado del todo?
Si en la dimensión del colapso económico español, y a pesar de los matices pesimistas arriba apuntados, el contexto todavía se podría leer como oportunidad, en lo que sí que los dirigentes políticos catalanes están muy verdes es en el cumplimiento de la condición de unidad.
El primer obstáculo es que la mayoría todavía no tienen claro que la unidad sería necesaria justamente para poner en marcha el único proyecto que puede permitir a una comunidad nacional consolidarse: el de convertirse en un Estado. Y con el agravio añadido de que esta idea, la independencia de Cataluña, que requiere unidad por definición, es la que genera mayores luchas fratricidas entre sus defensores. El esperpéntico espectáculo que ha ofrecido las últimas semanas Reagrupament haciendo bandera de la regeneración democrática y, a la vez, depurando sin contemplaciones a sus dirigentes más válidos a mayor gloria de los caprichos del líder es una muestra más del camino que nos confina otra vez en la jaula.
Quizás el primer paso de la regeneración comience por un proceso de introspección, de autocrítica, de voluntad constructiva, de generosidad, de huir de la arbitrariedad y, tal vez, de infinita modestia. Es cierto que un panorama de la política institucional tan gris como el que nos abruma atiza las ínfulas del primero que pasa con alguna iluminación y la desmesurada pretensión de salvar al país, pero nadie saldrá desde el atomismo ni desde la obstinación en dirigir los rencores en contra de los del propio bando. Al menos que la historia nos enseñe a no volver a caer en la trampa preparada por quien de verdad ejerce la posición dominante: el principal interesado en que nuestras vanidades paralicen nuestras ilusiones.