¡Basta de Galileo!

En enero de 1610, Galileo miró al cielo con su recientemente estrenado telescopio y vio cuatro puntitos de luz en las cercanías de Júpiter. Al principio, naturalmente, pensó que se trataba de estrellas, pero muy pronto vio que se movían; y no sólo eso sino que se movían alrededor de Júpiter. Era un golpe mortal para los aristotélicos y un espaldarazo decisivo para la teoría de Copérnico. ¡Había astros girando alrededor de otro centro que no era la Tierra!

–¿Por qué no nos habla un poco de eso?

–Porque estoy harto de hablar de Galileo –dijo el hombre–, y por suerte ya se terminó el año astrónomico internacional, así como el año darwiniano. ¡Al fin! El año pasado escribí 12.348,07 artículos sobre Galileo, 12.739,54 sobre Darwin y di en total 48.623,49 conferencias entre uno y otro, y aunque encontré una ligazón entre Galileo y el Barroco que tengo que pensar un poco más, me tienen hartos los dos.

–¡Hablanos de Galileo! –contestó la concurrencia de La Orquídea, enardecida porque su equipo favorito, el Sportivo Azerbaijano, había perdido por 74 goles contra cero contra la Liga Unida de la Guayana Francesa (que naturalmente, como todo el mundo opinaba, había jugado mucho mejor, pero había sufrido por el disfavor del árbitro).

–¡No!

–¡Sí!

–¡No! –y aquí esta contratapa se volvería circular como el tiempo de Platón, o como el instante inmóvil que Diógenes Laercio atribuye a Mesipo, así que el hombre cedió.

“No les voy a hablar de Galileo sino de esos cuatro puntitos de luz alrededor de Júpiter y de una idea genial. Genial y sencilla, como lo fue la que permitió a Eratóstenes medir la circunferencia de la Tierra con sus varillas y su puñado de camellos. Les voy a hablar de Olaus Roemer, que nació –y aclaro que no tengo a mano la Wikipedia sino que debo recurrir a esa antigualla, el diccionario–, que nació, decía, en 1644 en Dinamarca e hizo de todo: inventó aparatos, confeccionó tablas astronómicas, escribió innumerables memorias para la Academia Francesa de la que era miembro… Y observó… Observó una cosa rara: los eclipses de los satélites de Júpiter a veces se atrasaban con relación a lo que marcaban las tablas. Y más aún: se atrasaban siempre cuando la Tierra, moviéndose en su órbita, estaba en la posición más alejada de Júpiter. ¿A qué podía deberse esta anomalía celestial? Y aquí es donde viene la idea genial: Roemer supuso que si los satélites se atrasaban en sus eclipses no era porque el cielo armado por Copérnico y XX (no quiero mencionarlo) y Kepler anduviera descuajeringado.

Supuso que lo que en realidad ocurría es que, como la Tierra estaba más lejos de Júpiter, la luz tenía que atravesar toda la órbita terrestre y que eso le llevaba tiempo. Un simple cálculo le permitió estimar la velocidad de la luz en 225 mil kilómetros por segundo, una cifra que causó verdadero estupor en la época. ¡Con razón casi todos los científicos habían considerado que la velocidad de la luz era infinita y que se propagaba de manera instantánea! Y aquí fue donde el genio de Olaus Roemer demostró que la luz, si bien era muy rápida, no era para nada instantánea (la cifra que se maneja ahora es de 299.727,74 kilómetros por segundo). Lejos estaba Roemer de imaginar la importancia que esa cifra tendría dos siglos y medio más tarde. Presentó sus resultados a la Academie Française en un pequeño y corto trabajo, modestamente titulado Demonstration touchant le mouvement de la lumière (1676) y luego siguió con su intensiva actividad científica; más tarde regresó a Copenhague, donde murió en 1710; la mayoría de sus escritos y sus observaciones se perdieron en el pavoroso incendio que devastó la ciudad en 1728. Pero queda y quedará como el primero que fue capaz de domesticar la luz midiendo su velocidad, mediante un artilugio simple y genial. Son precisamente esos casos los que XX… los que XX…”

Pero nadie escuchaba ya: la concurrencia estaba hipnotizada por el televisor donde mostraban a una señora a la que le habían robado un bolso. Y aunque la luz proveniente del televisor se moviera con velocidad finita, y aunque Roemer hubiera sido el primero en demostrarlo, y aunque no se hubiera hablado de XX, Roemer quedó olvidado en el bar La Orquídea. Aunque hubiera entrado por la puerta, a nadie le habría llamado la atención.

Publicado por Página 12-k argitaratua