Se fue fiel a sus costumbres: la lectura de prensa, la partida de mus, el rosario y, sobre todo, la tertulia, porque los 84 años de edad no le habían apagado un ápice las ganas de saber, de debatir, de polemizar si hacía falta. Entrada la noche de ayer se difundía la noticia de la muerte de Jesús Lezaun, y con él se va una de las voces más inconformistas de la sociedad vasca, y especialmente de su Iglesia. En tiempos en que esta institución no está prestigiada precisamente en Euskal Herria, Lezaun fue una voz inconfundiblemente crítica y rebelde que no dejó indiferente a nadie.
El legado de Lezaun queda ya en la pequeña historia de este pueblo, junto al de otros sacerdotes siempre incómodos en el corsé de la Iglesia oficial, como el rotxapeano Patxi Larraintzar, de quien se declaraba amigo y seguidor y cuyo legado literario ha terminado prolongando de alguna manera dos décadas más tarde.
A Lezaun se le podía encontrar defendiendo todo tipo de causas sociales, sobre todo las de los más débiles. En junio pasado, en uno de sus últimos artículos, se fijaba en los presos: «La medida de la democracia de un pueblo es la de sus cárceles y los medios que se emplean en ellas. España no es ya una débil, sino una falsa democracia, una dictadura indisimulada que se ensaña con los más vulnerables, sobre todo con el pueblo vasco».
Este compromiso hizo que Lezaun no dudara en presentarse como testigo en el Tribunal Supremo una tarde de otoño de 1997 para defender a la Mesa Nacional de Herri Batasuna, juzgada al completo bajo la acusación de difundir una propuesta de paz. En los pasillos del Alto Tribunal español todavía se deben recordar la vehemencia que empleó y las dificultades de los jueces para hacerle callar.
Los años no aplacaron sus ánimos, sino más bien al contrario. En la década pasada mantuvo sonoras polémicas públicas por sus críticas al polémico arzobispo de Iruñea Fernando Sebastián, y en los últimos meses ha censurado sin tapujos la campaña de la Iglesia para apropiarse por la vía de los hechos de cientos de templos navarros. En política, hace unos meses explicaba que «sigo teniendo las mismas ideas». Fue, cómo uno, uno de los 300 sacerdotes vascos que reivindicaron el derecho de autodeterminación ante el Gobierno de Aznar en 2002. La justicia y los derechos de Euskal Herria fueron sus guías de actuación; la solución al conflicto, una preocupación permanente que se tornó en obsesión declarada en sus últimos años.
El despacho de la residencia de sacerdotes retirados en la que vivía siempre tenía la puerta abierta para recibir a políticos o periodistas a los que Lezaun pedía información con la misma avidez con que desgranaba sus consejos y experiencias, sus alegrías y sus temores… Su hospitalidad hasta le jugó una mala pasada en forma de cámara oculta que terminó engrosando uno de esos reportajes amarillistas sobre el conflicto vasco.
Ni siquiera esa jugarreta a traición le importó mucho, porque simplemente había dicho lo que pensaba. Lo hizo siempre, aunque ello le supusiera enfrentarse a arzobispos, a jueces, a Hermann Tertsch o a columnistas que lo tildaron de «ayatola». «Aunque a nadie le importen un pito mis sentimientos, siento la necesidad de gritarlos de forma que se enteren hasta las piedras. Uno es así de limitado y está así de necesitado», se justificaba con sorna en una de sus últimas aportaciones.
Tareas pendientes
Jesús Lezaun nunca dio la espalda a sus muchos lectores, y especialmente a los de «Egin» primero y GARA después. Una anécdota de hace muy pocos años revela la intensidad de su labor. En plenos Sanfermines, el sacerdote sufrió una caída en la calle Estafeta cuando acudía desde la residencia a la sede de este diario para traer uno de sus artículos. El percance fue serio, pero el cura de Arizala no permitió que se lo llevara la ambulancia sin antes garantizarse de que algún transeúnte hiciera llegar su colaboración a GARA. Por supuesto, lo logró. Aunque luego muchas veces no fuera fácil trasladar al ordenador sus escritos a mano, en una abigarrada tormenta de ideas.
Lezaun deja mucho, porque se quedó muy poco. O nada. Dicen que sus últimos ahorrillos han ido a parar a Euskal Memoria, la fundación en la que aparece como uno de los promotores y que supuso su última aparición pública, hace menos de dos meses. La austeridad era otra seña personal que lo define y lo enlaza con su admirado Larraintzar. Su alimento era intelectual. Y probablemente por eso uno de sus mayores dolores fue el de no haber conseguido aprender euskara, lengua que siempre consideró propia. Hace poco todavía contaba con su habitual «retranca» que el camino lleno de piedras que tenía que recorrer para llegar al baserri en el que le daban clases tuvo la culpa de todo.
Como ya temía, otras cosas se le quedan pendientes. Se definió como «pacifista a ultranza» e «internacionalista convencido» y por eso lamentó que la cruda realidad no le dejara demostrarlo como quería. Y se autocriticó por ser más conocido por sus posiciones políticas que por su labor teológica, una falla que compensa en parte el libro presentado en junio pasado sobre su figura: «La afonía de Ezequiel», de Cástor Olcoz.
Desde su residencia de retiro explicaban anoche a GARA que se fue sin poder despedirse, aunque en realidad Jesús Lezaun llevaba tiempo corriendo contra el reloj biológico y también contra la persistencia de un conflicto político que le hacía esperar y desesperarse a la vez. Cuentan que pasó la tarde bien, jugó al mus, escuchó el rosario y se retiró a su habitación, donde falleció. Conociéndole, no cuesta imaginar además que se habría dolido intensamente con algunas noticias del día, pero que se habría ido con la sonrisa de quien sabe que hoy volverá a amanecer en este pueblo en marcha.