Hemeroteca: Crisis y Copenhague

Superar el fracaso de Copenhague

Joseph E. Stiglitz

EL ESPECTADOR

LOS DISCURSOS BONITOS NO LLEGAN muy lejos. Un mes después de la conferencia de Copenhague sobre el clima, ha quedado claro que los líderes del mundo no pudieron traducir a acciones la retórica sobre el calentamiento global.

Por supuesto, estuvo bien el que pudieran ponerse de acuerdo en que sería terrible arriesgarnos a la devastación que podría ocasionar el aumento de las temperaturas globales de más de dos grados Celsius. Al menos, prestaron algo de atención a las crecientes evidencias científicas. Y se reafirmaron ciertos principios establecidos en la Convención Marco de Río de Janeiro de 1992, incluidas “las responsabilidades comunes pero diferenciadas, y las capacidades respectivas”. También lo fue el acuerdo de los países desarrollados de “proporcionar recursos financieros, tecnología y desarrollo de capacidades adecuados, predecibles y sostenibles…” a los países en desarrollo.

El fracaso de Copenhague no fue la falta de un acuerdo legalmente vinculante: el verdadero fracaso fue que no hubo acuerdo sobre cómo lograr la enorme tarea de salvar el planeta, ni acerca de las reducciones de emisiones de carbono, ni sobre cómo compartir la carga o ayudar a los países en desarrollo. Incluso el compromiso de destinar 30 mil millones de dólares para el período 2010-2012 para la adaptación y la mitigación empalidece ante los cientos de miles de millones facilitados a los bancos en los rescates financieros de 2008-2009. Si podemos permitirnos esas sumas para salvar los bancos, bien podemos permitirnos algo más para salvar el planeta.

Las consecuencias del fracaso ya se pueden ver: el precio de los derechos de emisiones en el Sistema de Intercambio de Emisiones de la Unión Europea ha caído, lo que significa que las firmas tendrán menos incentivos para reducir las emisiones ahora, así como para poner en práctica innovaciones que las reduzcan en el futuro. Las empresas que querían hacer lo correcto, destinar el dinero a reducir sus emisiones, ahora sienten inquietud por que hacerlo las pondría en desventaja ante la competencia, ya que otros seguirán emitiendo sin limitaciones. Las empresas europeas seguirán estando en una desventaja competitiva con respecto a las estadounidenses, para las que las emisiones no suponen costo alguno.

Tras el fracaso de Copenhague hay algunos problemas profundos. El enfoque adoptado en Kyoto asignó derechos de emisión, que son un recurso valioso. Si las emisiones se restringieran de manera adecuada, el valor de los derechos de emisión sería de un par de billones de dólares al año, por lo que no es de sorprender que haya peleas sobre quién debería recibirlos.

Claramente, la idea de que quienes emitieron más en el pasado deberían recibir más derechos de emisión para el futuro es inaceptable. La asignación “mínimamente” justa para los países en desarrollo exige derechos de emisión equivalentes per cápita. La mayoría de los principios éticos sugeriría que, si uno está distribuyendo lo que equivale a “dinero” por el mundo, debería dar más (per cápita) a los pobres.

De manera que, además, la mayoría de los principios éticos sugeriría que quienes han contaminado en el pasado —especialmente después de que el problema se reconoció en 1992— deberían tener menos derecho a contaminar en el futuro. Sin embargo, una asignación así transferiría implícitamente cientos de miles de millones de dólares de los ricos a los pobres. Considerando las dificultades de reunir incluso 10 mil millones al año —para no hablar de los 200 mil millones al año que se necesitan para mitigación y adaptación— es un poco iluso esperar un acuerdo en torno a esas cifras.

Tal vez sea el momento de intentar otro enfoque: un compromiso por parte de cada país de elevar el precio de las emisiones (a través de un impuesto al carbono o límites para las emisiones) a un nivel acordado de, digamos, 80 dólares por tonelada. Los países podrían usar los ingresos como una alternativa a otros impuestos, ya que tiene mucho más sentido aplicar impuestos a las cosas malas que a las buenas. Los países desarrollados podrían usar parte de los ingresos generados para cumplir sus obligaciones de ayudar a los países en desarrollo en términos de adaptación y de compensarlos por mantener bosques, que representan un bien público global debido a que “secuestran” carbono.

Hemos visto que la buena voluntad, por sí sola, sólo pude llevarnos hasta cierto punto. Ahora debemos hacer confluir las buenas intenciones con los intereses propios, especialmente porque los líderes de algunos países (en particular los Estados Unidos) parecen temerosos de la competencia de los mercados emergentes incluso sin la ventaja que pudieran recibir por no tener que pagar por las emisiones de carbono. Un sistema de impuestos fronterizos —que se aplicarían a las importaciones de países en donde las firmas no tienen que pagar de manera adecuada por las emisiones de carbono— nivelaría el campo de juego y brindaría incentivos económicos y políticos para que los países adoptasen impuestos sobre el carbono o límites a las emisiones. Eso, a su vez, daría incentivos económicos para que las empresas redujeran sus emisiones.

El tiempo corre. Mientras el mundo vacila, los gases de invernadero se acumulan en la atmósfera, y se reducen las probabilidades de que se cumpla siquiera el objetivo acordado de limitar el calentamiento global a dos grados Celsius. Hemos dado más de una justa oportunidad al enfoque de Kyoto, basado en derechos de emisiones. Si consideramos los problemas fundamentales que existen tras el fracaso de Copenhague, no debería resultarnos sorpresivo. Como mínimo, vale la pena darle a la alternativa una oportunidad.

 

Esa sensación de 1937

Paul Krugman

El País

Esto es lo que se avecina en cuanto a noticias económicas: el próximo informe sobre el empleo podría revelar que la economía está creando puestos de trabajo por primera vez en dos años. El próximo informe del PIB probablemente muestre un crecimiento estable durante el último periodo de 2009. Habrá montones de comentarios optimistas; y los llamamientos que ya estamos escuchando a favor del fin del estímulo, de volver sobre los pasos que el Gobierno y la Reserva Federal dieron para sostener la economía, sonarán con más fuerza todavía.

Pero si hacemos caso a esos llamamientos, repetiremos el gran error de 1937, cuando la Reserva y la Administración de Roosevelt decidieron que la Gran Depresión había terminado, que era hora de que la economía empezase a caminar sin muletas. El gasto se recortó, la política monetaria se hizo más estricta y, rápidamente, la economía se volvió a hundir en el abismo.

Esto no debería ocurrir. Tanto Ben Bernanke, el presidente de la Reserva, como Christina Romer, que dirige el Consejo de Asesores Económicos del presidente Barack Obama, son expertos en la Gran Depresión. Romer ha advertido explícitamente del riesgo de que los acontecimientos de 1937 se repitan. Pero aquellos que recuerdan el pasado, a veces lo repiten a pesar de todo.

Cuando lean las noticias económicas, es importante que recuerden, ante todo, que los hechos pasajeros -cifras positivas ocasionales que no significan nada- son habituales hasta cuando la economía está, de hecho, atascada en una depresión prolongada. A principios de 2002, por ejemplo, los informes iniciales indicaban que la economía estaba creciendo a un ritmo anual del 5,8%. Pero la tasa de paro siguió creciendo durante un año más.

Y a principios de 1996, los informes preliminares mostraban que la economía japonesa crecía a un ritmo anual de más del 12%, lo que dio pie a proclamaciones triunfales sobre que “la economía por fin ha entrado en una fase de recuperación autopropulsada”. En realidad, Japón sólo estaba en mitad de su década perdida.

Estos hechos pasajeros suelen ser, en parte, ilusiones estadísticas. Pero, lo que es aún más importante, suelen estar provocados por un “repunte del inventario”. Cuando la economía entra en crisis, las empresas suelen encontrarse con muchísimas existencias de productos no vendidos. Para quitarse de encima el exceso de inventario, reducen radicalmente la producción; una vez que han dado salida a las existencias sobrantes, vuelven a aumentar la producción, lo que se refleja en el PIB como una subida repentina del crecimiento. Desgraciadamente, el crecimiento provocado por un rebote del inventario es un hecho aislado, a menos que se recuperen las fuentes subyacentes de la demanda, como el gasto de los consumidores y la inversión a largo plazo.

Y esto nos lleva al fondo aún sombrío de la situación económica.

En los años de vacas gordas de la década pasada, si se les puede llamar así, los motores del crecimiento fueron el auge inmobiliario y el aumento del gasto de los consumidores. Ninguno de los dos va a volver. No puede haber un nuevo boom inmobiliario mientras el país siga plagado de casas y pisos vacantes como consecuencia de la expansión anterior, y los consumidores -que son 11 billones de dólares más pobres que antes del desastre inmobiliario- no están en situación de volver a los hábitos de antaño de comprar ahora y no ahorrar nunca.

¿Qué nos queda? Un auge de la inversión empresarial nos vendría realmente bien en estos momentos. Pero es difícil decir de dónde podría provenir ese auge: el sector industrial está inundado de exceso de capacidad, y los alquileres comerciales se hunden ante la enorme cantidad de espacio sobrante para oficinas.

¿Podrían las exportaciones acudir al rescate? Durante algún tiempo, la bajada del déficit comercial estadounidense ayudó a amortiguar la crisis económica. Pero el déficit vuelve a subir, en parte porque China y otros países con superávit se niegan a permitir un reajuste de sus monedas.

Así que lo más probable es que cualquier buena noticia económica que oigan en un futuro próximo sea un hecho pasajero, no un signo de que hemos iniciado una recuperación sostenida. Pero ¿malinterpretarán los responsables políticos las noticias y repetirán los errores de 1937? En realidad, ya lo están haciendo.

Se prevé que el plan de estímulo fiscal de Obama tenga su efecto máximo sobre el PIB y el empleo en torno a mediados de este año, y que luego empiece a desaparecer. Eso es demasiado pronto. ¿Por qué retirar las ayudas en una situación de paro masivo prolongado? El Congreso debería haber aprobado una segunda ronda de estímulo hace meses, cuando quedó claro que la crisis iba a ser más profunda y larga de lo que inicialmente se esperaba. Pero no se hizo nada; y los números ilusorios que estamos a punto de ver probablemente alejen la posibilidad de cualquier actuación futura.

Mientras tanto, la Reserva Federal no hace más que hablar de la necesidad de una “estrategia de salida” de sus esfuerzos por apoyar la economía. Uno de esos esfuerzos, la compra de deuda pública estadounidense a largo plazo, ya ha llegado a su fin. Todo el mundo espera que otro, la compra de valores hipotecarios, termine en unos cuantos meses. Esto equivale a una restricción monetaria, incluso si la Reserva no sube los tipos de interés directamente (y hay muchas presiones para que Bernanke también haga esto último).

¿Se dará cuenta la Reserva, antes de que sea demasiado tarde, de que la tarea de luchar contra la crisis no ha concluido? ¿Lo hará también el Congreso? Si no es así, 2010 será un año que empezará con falsas esperanzas económicas y terminará con sufrimiento.

Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía 2008.

© 2010 New York Times News Service.

 

 

Crisis graves y nuevas.

La superposición de problemas exige miradas y respuestas originales.

Alain Touraine

CLARIN

Todos los países situados en la zona de influencia de Wall Street y la City están amenazados. Estados Unidos, endeudado de los pies a la cabeza, se encuentra en una situación que algunos consideran sin salida. La City, que tiene mayor peso en la economía británica que Wall Street en la norteamericana, se ha visto afectada a causa de la importancia de las inversiones internacionales de la antigua potencia imperial. A su vez, para los países de la zona euro, la voluntad de China y Estados Unidos de mantener sus monedas, el yuan y el dólar, en un nivel infravalorado, también representa una amenaza directa, pues ataca a las exportaciones europeas.

Paralelamente a los problemas de la economía, los de la ecología nos obligan a tomar decisiones muy difíciles. La conferencia mundial de Copenhague nos ha dejado una imagen inquietante sobre la dificultad de alcanzar acuerdos.

Tenemos que reconocer que hemos llegado a los límites de lo posible intentando mantener nuestro modo de vida y nuestros métodos de gestión financiera. La suma de estos dos órdenes de problemas nos sitúa indiscutiblemente ante un peligro de catástrofe mayor.

A esto hay que añadir una tercera crisis: la de la acción política y, más precisamente, de la expresión política del descontento, las reivindicaciones y las denuncias.

¿Quién es responsable de las crisis? Es seguro que no se trata de una crisis social, es decir, de una crisis que enfrenta a dos categorías o clases sociales. Los conflictos rebasan el mundo social; sólo pueden comprenderse por su oposición a un sistema financiero y económico que se ha colocado fuera del alcance de todas las intervenciones sociales y políticas. Una oposición así ya no puede fundamentarse en la defensa de cierta categoría social; debe tener un carácter universalista, ya que se trata de defender al conjunto de la humanidad.

Apelamos a los derechos humanos contra la globalización económica. Cada vez hablamos menos de intereses y más de derechos. Tal es la transformación principal de nuestra vida social. Es tan profunda que nos cuesta percibirla y, sobre todo, carecemos de los medios institucionales necesarios para resolver nuestros problemas. ¿Las ONG pueden reemplazar a los partidos y a los sindicatos? Las ONG desempeñan un papel importante en la toma de conciencia de la población, pero ésta debe dotarse a sí misma de nuevos medios de acción propiamente políticos.

Esta manera de abordar los problemas de nuestro futuro no es la de los economistas; no estoy seguro de que sea la de los políticos, pero debe ser la de los sociólogos, para los cuales una situación es más el resultado de la acción de mujeres y hombres que el efecto de fuerzas económicas que le imponen a la sociedad la búsqueda racional del interés como prioridad absoluta.

Frente a fuerzas económicas no humanas, la resistencia no puede venir de la defensa de intereses específicos; sólo puede venir de la invocación de derechos universales que son pisoteados cuando los seres humanos mueren de hambre o se ven privados de trabajo o libertad para que los financistas sigan aumentando sus beneficios.

Copyright Clarín y Alain Touraine, 2010.