Las consultas en Cataluña han sido calificadas de «pantomima» y sin embargo esa definición no es sino parte de la estrategia estatal. Lo que sucede en la sociedad catalana ni siquiera deriva sólo del recurso contra el Estatut. La desafección es más profunda.
HAN pasado algo más de dos semanas desde la celebración de las consultas en Cataluña, un acontecimiento que en modo alguno se ha de subestimar. Y menos aún minimizarlo, ridiculizarlo o falsearlo, como han hecho los medios cuyo deporte favorito es el combate antivasco y anticatalán, y cuya ocupación prioritaria es la defensa acalorada del neo-nacionalismo español. Algunos, como el portavoz del PSOE en el Congreso de Diputados de Madrid, en su afán de ridiculizar, han llegado a decir que «las consultas han sido una pantomima». ¿Una pantomima? ¿Una pantomima, que unas consultas que, según se hartaron de decir por todos los medios a su alcance, no servían para nada, no eran vinculantes, eran ridículas, etc, etc.., logren que un 27% de catalanes convocados en diversos municipios depositen su voto pronunciándose sobre que Cataluña sea un Estado libre y democrático de derecho en el seno de la Unión Europea? ¿Pantomima, que en la comarca de Osona -en la que viven 150.000 habitantes, de los cuales casi 40.000 en su capital, la villa de Vic-, donde para toda la campaña se gastaron en propaganda la inmensa cantidad de 60.000 euros, se rozara la participación el 49% del censo real? ¿Pantomima que casi 200.000 catalanes, en una jornada electoral en la que no ha habido campaña oficial de incentivación al voto, ni vallas publicitarias, ni banderolas, ni inserciones millonarias en diarios, ni papeletas enviadas a los domicilios, vayan a votar en un número prácticamente homologable, en la mayoría de las localidades -y en muchas de ellas, por encima- al de los que han votado en otras consultas electorales como las del Parlamento catalán, referéndum del Estatut, o referéndum del Tratado de la Unión Europea?
La estrategia de los poderes estatales cambió con respecto a la primera consulta, la celebrada en Arenys de Munt. Allí, la derecha española se desmelenó en sus adjetivos y el Gobierno Zapatero mandó intervenir a la Fiscalía, logrando el efecto contrario: un pueblo con algo más de 6.500 electores, espoleado por la intransigencia de partidos españoles y el zarandeo judicial, respondió con un 41% de participación. Lo que se esperaba que fuera una minoritaria manifestación del sentimiento autodeterminista se les acabó yendo de las manos. Aquel 13 de setiembre del 2009 se convirtió en la señal de salida del movimiento catalán por la autodeterminación.
Esta vez era más difícil, dada la dispersión geográfica de las consultas, las diferentes organizaciones de las mismas y, por qué no decirlo, las rencillas entre ellas, que ya afloraron desde los primeros días, y que han explotado también en el día después. Aún así, y con una implicación de ERC y las CUP (Candidaturas de Unidad Popular), y una prudente equidistancia de CiU -que dejaba hacer a sus bases y lanzaba de policía bueno al alcalde Sant Cugat, Lluís Recoder, a decir que él votaría sí-, el resultado ha de considerarse como muy positivo y un toque de atención para los responsables del establishment español.
Se equivocan, a mi juicio, quienes piensan que este movimiento a favor de celebrar consultas en favor del derecho de Cataluña a conformar un Estado independiente (recordemos la pregunta que se vota en las consultas: «¿Está de acuerdo en que Cataluña llegue a ser un Estado de derecho, independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea?») es producto de la tensión creada alrededor de la esperada sentencia del Tribunal Constitucional acerca del Estatuto. Ésa es una cuestión más, y ni siquiera la más importante, que se suma a la campaña anticatalana que se desató en contra de la aprobación del Estatut; a las críticas a la insolidaridad catalana con motivo de las negociaciones bilaterales Cataluña-Estado sobre el modelo de financiación; al bochornoso espectáculo que se produjo con motivo de la reclamación de que los llamados Papeles de Salamanca, incautados durante la Guerra Civil española, fueran devueltos a sus legítimos dueños, tanto particulares como la propia Generalitat de Catalunya («botín de guerra», les llamó el intelectual -español, por supuesto- Sánchez Albornoz); a las reiteradas campañas contra la lengua catalana afirmando que el castellano peligra y es perseguido en Cataluña (por cierto, nada que no digan voceros del PP y del PSOE en Euskadi); a la persecución de todos los intentos de conseguir la oficialidad de las selecciones deportivas catalanas, entre otros.
Las estadísticas y datos de participación en las consultas han sido objeto de maniobras manipuladoras de la opinión pública. Ni es nada nuevo, ni hace falta ir muy lejos: en Euskadi se pierden alrededor de 10 puntos de cuota de pantalla, se registra una audiencia paupérrima en el mensaje real y se presenta como un éxito. Aunque sepamos, además, que en la Comunidad Autónoma 1.755.000 vascos sobre 2.155.000 habitantes totales, o sea, el 82%, pasaron del mensaje del rey español y presumamos que el público españolista optó a esa hora por una sobrevenida militancia etebera. Ya lo dijo D»Israeli: «Hay mentiras, mentiras más grandes y estadísticas».
Pero conviene leer y analizar, no solamente estadísticas y encuestas sino, sobre todo, aquellas que se publican en medios poco afines al independentismo o encargadas y precocinadas por entes controlados por personas que se presentan como independientes, como es el caso de los responsables del impagable Euskobarómetro. Apenas una semana después de las consultas sobre la independencia de Cataluña celebradas el pasado día 13 de diciembre, El Periódico de Catalunya, medio que no oculta su orientación prosocialista, publicaba una macroencuesta cuyo titular más relevante era el empate técnico que se da ahora mismo en Cataluña entre los partidarios y los detractores de la independencia: un 39% de los encuestados se manifiesta a favor de romper con España, por un 40,6% que se manifiesta en contra. Un empate técnico impensable solamente hace un par de años, por poner un referente temporal.
Pero lo que es realmente relevante, además de ese sorprendente -y suponemos que inquietante, para algunos- empate técnico, es la creciente diferencia entre la opinión pública catalana y la del resto del Estado, y singularmente la que se siente nacionalmente española (hay que advertir que los datos de fuera de Cataluña computan los de Euskadi y Galicia, por ejemplo).
Así, a pesar de la inmigración, un 53% de los encuestados en Cataluña creen que Cataluña es una nación. La misma pregunta, fuera de Cataluña, obtiene la opinión contraria de nada menos que el 80% de los encuestados. Por supuesto, una gran mayoría (50,6%) cree que se discrimina a los castellanohablantes en Cataluña, un 52% afirma que Cataluña no es solidaria con «el resto de España», y hasta un 71% cree tajantemente que jamás se ha discriminado a Cataluña. Para redondear la amigable opinión pública española, solamente un 28,4% de los españoles cree que el Estatut es constitucional y son un 49,2% los que creen que el Tribunal Constitucional lo debería respetar (por un 84,2% en Cataluña).
Por fuerzas políticas, el asunto no tiene color. O lo tiene todo, según se mire. Son partidarios de la secesión con respecto a España un 97,5% de los votantes de ERC, un 56,9% de los votantes de CiU, un 36,4% de los votantes de Iniciativa, el 30% de los socialistas del PSC, y hasta el 9,8% de los votantes del Partido Popular. Señalar también que entre los encuestados españoles, el 90,6 de los votantes del PP y el 91,6% del todavía más ultranacionalista UPyD afirman que sólo existe una nación, España.
Así las cosas, tras las consultas del 13-D y los resultados demoscópicos, ya no se sostiene que el avance del soberanismo en Cataluña sea algo así como la expresión de la expansión emocional del nacionalismo catalán. Cada día que pasa es más patente que Cataluña, su gente, se siente incómoda en una España que no respeta su condición nacional y que la trata como un inquilino indeseable por el solo hecho de aspirar a vivir con la mínima dignidad en su propia casa y al que considera insolidario, cuando la realidad es que paga religiosamente no solamente su cuota de comunidad de vecinos sino también parte de la de los demás.
La continuada y ahora redoblada imposición del nacionalismo español identitario y excluyente -como estamos viendo, como nunca, en Euskadi-, ha producido una reacción sin precedentes en Cataluña. Y si España sigue tratando a Cataluña con la misma arrogancia que hasta ahora, el divorcio catalán estará servido.
Por Gorka Knörr, * Consultor