Los suizos, hace pocas semanas, han votado por clara mayoría contra la erección de minaretes en las mezquitas nuevas que se puedan construir en el país. No han votado contra las mezquitas, han votado contra los minaretes. Cómo si se pudieron construir iglesias, pero no campanarios. No creo que fuera cuestión de mantener la integridad de los paisajes alpinos, sino más bien una muestra de recelos arraigados y de miedos muy profundos. Yo, no hay que decirlo, habría votado contra la prohibición. Dicho esto, me parecen también llenas de recelos, y sospechosas, la mayor parte de reacciones y comentarios que sobre esta materia he leído y escuchado. No porque yo quiera justificar el voto de los suizos (se les ha debido de estropear algún mecanismo de relojería, como mínimo), los cuales por otro lado, con la proporción de immigrados más alta de Europa desde hace décadas, no han tenido conflictos virulentos, como Inglaterra o Francia, por ejemplo. Sino porque constato una vez más el masoquismo mental y moral predominante en los países llamados occidentales o cristianos. Según dicho masoquismo (placer en el hostigamiento del propio cuerpo), nuestros pecados y defectos son siempre imperdonables y graves, y los defectos de los “otros” (los no occidentales, o no cristianos), incluso cuando son más graves todavía, son siempre ignorados y excusados. Quiero decir que yo participo en el rechazo a la prohibición de los minaretes en Suiza, pero también en el rechazo a prohibiciones mucho peores (contra los cristianos y sus símbolos, prácticas, predicación, etc., hasta la persecución cruenta y directa), habituales en muchos países islámicos. Y si el jefe del gobierno de Turquía (tan europeo…) pedía que, en represalia, los musulmanes retiraran los fondos de los bancos suizos, consideremos si algún presidente cristiano no debería de pedir que no compráramos petróleo de Arabia, donde es impensable poder construir una iglesia, ni sin campanario.
Podríamos recordar hechos muy recientes, que explicaban algunos grandes diarios europeos y norteamericanos a finales de julio y primeros de agosto. Era una fiesta de casamiento entre cristianos, en un pueblo del Punjab, en el Pakistán: al final de la ceremonia, tal como es costumbre, los invitados lanzaron arroz a los novios, monedas para augurar prosperidad, y papelitos con frases de saludo o con versos de los salmos. Pero algunos vecinos hicieron correr la voz que no eran salmos, sino versículos del Corán, arrancados del libro sagrado, una ofensa intolerable. Llegaron los insultos, las piedras y la violencia, las primeras casas quemadas. Y al día siguiente, llegaron los autobuses con gente armada, y la excesivamente llena de cólera santa. Los cristianos son de la misma religión que los americanos, clamaban, hay que destruirlos, y empezaron los incendios, las ametralladoras y las bombas. Muchas decenas de personas murieron a disparos o entre las llamas, y habría sido mucho peor si gran parte de la población cristiana no hubiera huido previamente. La policía, evidentemente, miraba y no intervenía. El problema no son ya los ataques esporádicos, las bombas en las iglesias, cosa a la cual ya hace diez años que los escasos cristianos del país están acostumbrados. El problema es la participación creciente de masas exaltadas que piden fuego y muerte a los infieles.
Porque la predicación del odio continúa, de Indonesia a Nigeria, y la prensa internacional lo explica con circunspección, y la prensa española no dice nada, o sólo unos renglones efímeros en un rincón escondido. Y mientras tanto en Pakistán mismo (como en otros países islámicos, con disposiciones legales equivalentes), continúa vigente la “ley
Los cristianos han tenido una fuerza y una presencia importante y vital en todo el Oriente Medio desde los siglos de los siglos. Desde antes de la expansión del islam por aquellas tierras, evidentemente, pero también después, con amplias minorías que conservaron su propia religión, en Egipto, en Siria, en Turquía, en
Palestina, y sobre todo Gaza, donde Hamas define la identidad en términos rigurosos de religión, es un ejemplo contundente. En Belén, del 80% de cristianos que había hace pocos años ahora quedan a penas una tercera parte. Y en Egipto, donde el 10% son cristianos coptos, la convivencia recula, el “nuevo islam” radical progresa (pagan los dólares de Arabia…), y los ataques a los infieles son también una realidad creciente. Comprendo que éstos son hechos incómodos (con una lista más completa, serían más incómodos todavía), que hablar de estas cosas puede ser incluso feo y sospechoso, y que hay que repetir siempre que la religión es una cosa y la violencia sectaria es otra, etcétera. Lo que no comprendo es que sean hechos que no producen escándalo y protesta, ni entre la mayoría de los ciudadanos, dirigentes, clérigos, intelectuales o periodistas de los países islámicos, ni entre la mayoría de los ciudadanos, dirigentes, clérigos, periodistas o intelectuales de los países que solemos llamar cristianos. Algún experto, del ramo angelical, me lo tendría que explicar.
Yo, agnóstico en materia de religiones, diría evangélicamente a los amigos musulmanes que es justo mirar la paja en el ojo del otro (sin meterle el dedo en el ojo), pero más justo todavía mirar, al mismo tiempo, la viga de madera en el ojo propio. Y me parece muy bien que en Valencia, por ejemplo, hayan construido una gran mezquita con minarete, pero también querría (¿ellos no?) que se pudieran construir en paz iglesias en cualquier país islámico. Incluso sin campanario.