El paisaje, desde hace unos pocos años y entre las disciplinas que analizan el territorio (el urbanismo, la arquitectura, la geografía, la ingeniería, etc.), es un término que reúne un creciente consenso internacional y que en Europa tiene un protagonismo en aumento, garantizado por el Convenio Europeo del Paisaje, ratificado por España en febrero de 2008, del que Sevilla alojará la coordinadora técnica de la red europea de entes locales para su aplicación.
El paisaje intenta definir aquellos lugares que, de una forma más o menos intensa y con más o menos elegancia y arrogancia, han sido transformados por el hombre a través del tiempo. Es lo que la novelista Marguerite Yourcenar definía como “el tiempo, ese gran escultor”, pero aquí la escultura es nuestro paisaje. Y este admite ritmos de modelaje extensos y pausados o periodos temporales rápidos y concretos.
El paisaje es un entorno que puede estar urbanizado o ser agrícola; que linda con el mar o es montañoso; que se encuentra en el centro de una ciudad o forma parte de las periferias metropolitanas. Puede tener una amplia perspectiva y alcanzar el horizonte o estar replegado en enormes bloques de hormigón. También son los lugares donde hemos creado alguna relación emocional, los que recordamos de nuestra niñez, de la universidad donde estudiamos o del polígono industrial en que aprendimos un oficio. El paisaje toma todas las formas y no siempre es agraciado. Al contrario, en muchos lugares de nuestro planeta aparecen espacios grotescos, desproporcionados, mal diseñados, sin ningún elemento que ofrezca calidad visual.
Hoy el paisaje es una línea de trabajo y de análisis en muchas universidades europeas y españolas. Y, al ser un concepto complejo, transversal y reciente, requiere de habilidades y conocimientos interdisciplinarios, que nos hagan percibir nuestro entorno en su conjunto y no como la suma aleatoria de infraestructuras, viviendas, parques o espacios agrícolas. Fragmentos diseminados por unos técnicos que sólo se ven a sí mismos. También influye, aunque de forma sutil, en agendas políticas y en decisiones técnicas.
Porque el paisaje, siendo un elemento cultural que se proyecta en el territorio, define a nuestros países y regiones, como la gastronomía o la lengua. Existen lugares de mirada placentera, donde se percibe armonía y bienestar visual. Otras, en cambio, producen desazón y desequilibrio. Sensaciones que nada tienen que ver con lo que se ha clasificado como urbano o rural, de naturaleza o de infraestructura, sino con la ética y con la estética.
Quizá esta nueva etapa, iniciada por una crisis financiera y de modelo de desarrollo, nos permita introducir nuevos enfoques donde el paisaje, que nos da bienestar visual y emocional, tenga su lugar. Y nos permita que las aulas universitarias formen técnicos que sepan darle su valor y encuentren sus lógicas para que los ciudadanos recuperemos la capacidad de diálogo con el entorno y, de ahí, sepamos dibujar un futuro sin las monstruosidades que unos y otros estamos haciendo.
Carme Miralles-Guasch es profesora de Geografía Urbana.