Desastre y negación

Cuando empecé a escribir para The Times, era ingenuo respecto a muchas cosas. Pero mi mayor error era éste: yo creía realmente que la gente influyente podía reaccionar ante las pruebas, que cambiarían de opinión si los acontecimientos refutaban por completo sus creencias.

Y, a decir verdad, sucede alguna que otra vez. He sido enormemente crítico con Alan Greenspan a lo largo de los años (desde mucho antes de que se pusiese de moda serlo), pero hay que reconocer el mérito del ex presidente de la Reserva Federal: ha admitido que estaba equivocado en cuanto a la capacidad de los mercados financieros de vigilarse a sí mismos.

Pero es un caso raro. Hasta qué punto es raro queda demostrado por lo que sucedió el viernes pasado en la Cámara de Representantes, cuando -con la catástrofe que ha desatado un sistema financiero desbocado aún fresca en nuestras mentes y el paro masivo que esa catástrofe ha provocado todavía claramente perceptible- todos y cada uno de los republicanos y 27 demócratas votaron en contra de un intento bastante tímido de refrenar los excesos de Wall Street.

Recordemos cómo nos metimos en el lío en que estamos. Estados Unidos salió de la Gran Depresión con un sistema bancario estrictamente regulado. La regulación funcionaba: el país se ha librado de crisis financieras importantes durante casi cuatro décadas tras la Segunda Guerra Mundial. Pero, a medida que desaparecía el recuerdo de la Depresión, los banqueros empezaron a impacientarse por las restricciones a que se enfrentaban. Y los políticos, cada vez más influidos por la ideología del libre mercado, se mostraban cada vez más dispuestos a darles a los banqueros lo que querían.

La primera gran oleada de liberalización se produjo durante la presidencia de Ronald Reagan y rápidamente desembocó en desastre, en la forma de la crisis de las cajas de ahorro de los años ochenta. Los contribuyentes terminaron pagando más del 2% del PIB, el equivalente a unos 300.000 millones de dólares actuales, para arreglar el desastre.

Pero los defensores de la liberalización no se inmutaron, y en la década que precedió a la crisis actual, los políticos de ambos partidos se tragaron la idea de que las restricciones de la era del New Deal que afectaban a los banqueros no eran más que burocracia sin sentido. En un memorable incidente en el año 2003, los principales reguladores bancarios posaron para la prensa utilizando tijeras de podar y una motosierra para cortar pilas de papel que representaban las regulaciones.

Y los banqueros -liberados tanto por la legislación que eliminaba las antiguas restricciones como por la actitud no intervencionista de los reguladores que no creían en la regulación- respondieron flexibilizando enormemente las normas de otorgamiento de préstamos. Las consecuencias fueron un estallido del crédito y una burbuja inmobiliaria monstruosa, seguidos por la peor recesión económica desde la Gran Depresión. Lo irónico es que las iniciativas para frenar la crisis requirieron la intervención gubernamental a una escala mucho mayor de la que habría sido necesaria para evitarla desde el principio: rescates gubernamentales de instituciones con problemas, préstamos a gran escala de la Reserva Federal para el sector privado, y así sucesivamente.

Teniendo en cuenta esta historia, a lo mejor esperaban que surgiese un consenso nacional a favor de restaurar una regulación financiera más efectiva, a fin de evitar una repetición de la jugada. Pues se habrían equivocado.

Háblenles a los conservadores de la crisis financiera y entrarán en un extraño universo alternativo en el que los burócratas del Gobierno, no los banqueros avariciosos, son los que provocaron la catástrofe. Es un universo en el que los organismos de préstamo respaldados por el Gobierno desencadenaron la crisis, aun cuando las entidades crediticias privadas son los que realmente concedieron la inmensa mayoría de los préstamos subpreferenciales. Es un universo en el que los reguladores coaccionaron a los banqueros para conceder préstamos a prestatarios insolventes, aunque sólo una de las 25 entidades crediticias más importantes que concedieron préstamos subpreferenciales estaba sujeta a las regulaciones en cuestión.

Ah, y los conservadores omiten sin más la catástrofe del sector inmobiliario comercial: en su universo, los únicos préstamos malos fueron aquellos concedidos a la gente pobre y a los miembros de los grupos minoritarios, porque los malos préstamos para promotores de centros comerciales y torres de oficinas no encajan en la historia.

En cierto sentido, el predominio de este relato es un reflejo del principio enunciado por Upton Sinclair: «Es difícil conseguir que un hombre comprenda algo cuando su salario depende de que no lo comprenda». Como han señalado los demócratas, tres días antes de que la Cámara votase sobre la reforma bancaria los dirigentes republicanos se reunían con más de cien cabilderos del sector financiero para coordinar estrategias. Pero también es un reflejo de hasta qué punto el Partido Republicano moderno está comprometido con una ideología insolvente, una que no le permite afrontar la realidad de lo que le ha sucedido a la economía estadounidense.

Así que está en manos de los demócratas y, más concretamente, puesto que la Cámara ha aprobado el proyecto de ley, en manos de los demócratas «centristas» del Senado. ¿Están dispuestos a aprender algo del desastre que se ha adueñado de la economía estadounidense, y a respaldar la reforma financiera?

Esperemos que sí. Porque una cosa está clara: si los políticos se niegan a aprender de la historia de la reciente crisis financiera, nos condenarán a todos a repetirla. –

© 2009 New York Times News Service. Traducción de News Clips.

Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008.

Publicado por El País-k argitaratua