Ferran Mascarell
Una nación en busca de Estado
Lo escribió Kundera: “Todas las previsiones se equivocan, es una de las escasas certezas de que disponemos los seres humanos”. Sin embargo, me atrevo a hacerles una previsión: el actual desorden de la política española sólo terminará cuando Catalunya encuentre por fin el Estado que anda buscando. Los referéndums son el aspecto más efervescente de una cuestión de fondo, enormemente compleja y peliaguda: Catalunya, una nación vieja, se ha empeñado en encontrar el Estado moderno que le conviene.
Mi previsión es pues que la primera década del siglo XXI será señalada como aquel momento en el que los catalanes asociaron definitivamente su vieja voluntad de reconocimiento nacional a su necesidad de contar con un Estado adecuado.
A los catalanes de 1800 no les quedó más remedio que ceder poder político a cambio de poder económico. Sin embargo, los catalanes de 1900 se verbalizaron como nación. Ahora, los de la primera década del siglo XXI pasarán a la historia como quienes comprendieron que una nación sólo puede hacer frente a sus retos con un Estado eficiente y propio. Único o no, se verá. En cualquier caso, propio y apropiado para los retos de este tiempo.
Ese es el sustrato explicativo de las cosas que están sucediendo: los referéndums, las propuestas federalistas, los editoriales conjuntos y todo lo demás. Los catalanes quieren Estado. Ese es el fondo del debate entre la sociedad catalana y la española. Los catalanes desean un Estado que garantice sus derechos, necesidades e ideales. Hace más de 150 años que lo buscan. Siempre han pretendido que se les reconociese su cultura, su lengua y también su carácter nacional. En casi todos los momentos cruciales de la historia han aceptado compartir con el resto de los españoles un Estado democrático, modernizado, plurinacional y eficiente.
Así pues, sería mejor no equivocar el diagnóstico. La sentencia del Constitucional será importante, pero no decisiva. El fondo del asunto es infinitamente más complejo. Los catalanes no quieren satisfacer el reflejo nacional romántico y trasnochado que algunos le atribuyen. Los catalanes quieren ser reconocidos como nación para ejercer su derecho a poseer un Estado que dé respuesta a sus retos futuros. ¿En el marco de España? Se verá. Dependerá de
Una nación sin un estado eficiente detrás es papel mojado; no sirve para acrecentar el bienestar de los ciudadanos. Los retos presentes y futuros exigen Estado, poder y eficiencia. La autonomía, tal como la entienden los partidos españoles, no es suficiente. El progreso desde la desconfianza mutua es muy complicado. El bienestar, sin un Estado eficaz y bien engrasado, es imposible.
Los catalanes sabemos que el futuro necesita ideales nuevos. Estamos hartos de batallas simbólicas y defensivas. Nos aburre consumir tanta energía razonando la legitimidad de nuestros planteamientos, de nuestros derechos, de nuestro deseo de tener Estado; queremos que cuide de nuestros intereses, que sea cercano, que juegue a favor. Muchos catalanes queremos una nación más satisfactoria y sabemos que para construirla necesitamos un Estado más democrático y mucho más eficiente. Si queremos una nación de primera precisamos un Estado de primera. Un Estado que admita la diversidad, que surja del pacto, que busque el futuro, que sea vigoroso, que esté al servicio de todos los ciudadanos, que sea propio, y si además es compartido que sea inequívocamente plurinacional, asimétrico y eficiente.
La sociedad española está terminando el ciclo de su historia que empezó con el pacto constitucional del 78. El pacto político y social que lo alumbró se ha apagado.
El tiempo lo dirá y la actuación de unos y otros decidirá. Hoy la mayoría de los catalanes no son todavía independentistas, pero pueden serlo relativamente pronto. Los demócratas tendrán que aceptarlo.
Son tiempos nuevos. Los ciudadanos serán más exigentes, desearán vínculos de pertenencia más sólidos, más respeto a las identidades múltiples. Querrán un Estado que los defienda y les garantice la libertad, que sea eficiente, regulador, equilibrado, neutral, compensado, ponderado, democrático y plurinacional; que los ayude a mejorar la vida, que les permita escoger los mejores caminos, que les permita el máximo bienestar.
Preveamos, pues, esa posibilidad: para un creciente número de catalanes España es el pasado. Es aquel lugar que no quiere cambiar; es aquel lugar donde muchos suponen que los tiempos sólo cambiaron cuando Bob Dylan los describió en una bella canción, es aquel lugar donde no se quiere entender lo que ya sabía Heráclito: lo único cierto es el cambio, nada permanece. Y menos todavía las formas de poder.
Publicado por La Vanguardia-k argitaratua
Oriol Pi de Cabanyes
¿Quién tiene miedo a que se vote?
El proceso de consultas por el sí o por el no a tener un Estado propio (ya que el Estado español no es percibido como aliado por cada vez más contribuyentes) expresa una fuerte corriente de fondo que sacude la política catalana. El autonomismo se va quedando sin apoyos y los partidos que hasta ahora han venido gestionando la situación van quedando en evidencia, cada vez más sobrepasados por un poder civil autoorganizado que plantea a partir de la radicalidad democrática la superación del actual estado de cosas.
Mientras, los miembros y las miembras del Tribunal Constitucional andan buscando aún poder salvar la cara (y la de quienes los nombraron) con una sentencia que promete ser todo un guiso de liebre sin liebre: prolija, farragosa, y con aquel punto de ambigüedad capaz de perpetuar “la debida confusión” entronizada hace ya treinta años así como procurando conseguir nuevamente (entre quienes de inmediato se lanzarán a competir por ser los intérpretes de su letra pequeña) lo que tan bien define aquel viejo proverbio inglés aplicado a la política: “Que ellos mismos vayan trenzando una cuerda lo suficientemente larga como para colgarse con ella”.
Esto de “la debida confusión” (para que se note el efecto sin que se advierta el cuidado) se cuenta de uno de aquellos trileros de la política de la vieja escuela, un tal Sánchez-Toca, que fue presidente del Senado y ministro de Gracia y Justicia con Antonio Maura. Se ve que después de estampar su firma, eructaba, complacido, a su secretario: “Creo que este decreto está redactado con la debida confusión”.
No es de recibo que se quiera seguir jugando a este juego típico de la politiquería. La situación requiere claridad, argumentos, respeto. Ya basta de tanta cicatería y de tanto embrollo jurídico. Porque a la negación de Catalunya como sujeto político, llámesele o no nación, se corresponde lógicamente la negación de España como Estado compartible (o no).
Hay que recordar a todos aquellos que querrían limitarla que la fuerza (y la legitimidad) de la democracia reside en el voto. ¿Quién tiene miedo a que el votante se pronuncie en las urnas tantas veces como sea necesario? Parece más que evidente que la confianza en una sentencia “favorable” o el temor a una sentencia “desfavorable” han perdido ya todo interés para una parte muy significativa de la población.