El otro día sentí ganas de ser murciano. De ser un ciudadano más de esa comunidad tan cercana en lo alfabético y tan lejana en lo geográfico. Si sabré yo esto último, que llevo tragadas decenas de miles de kilómetros en el Bilman. El caso es que el otro día sentí sana envidia de los murcianos. Fue cuando escuché que finalmente el sentir mayoritario de los murcianos, y el sentido común, habían logrado ganar la batalla a los intereses particulares. Yo no sé si los políticos de aquella comunidad son mejores, igual de malos o peores que los nuestros. Sólo sé que, siquiera por una vez, estuvieron muy por encima de éstos. Me refiero a lo sucedido con el aparcamiento subterráneo proyectado en el jardín de San Esteban.
Las excavaciones realizadas en dicho emplazamiento han sacado a la luz los restos arqueológicos de la ciudad árabe de los siglos XII y XIII. Lo cierto es que, in situ, resultan espectaculares. Más espectaculares que los restos arqueológicos que aparecieron años atrás en la plaza del Castillo, si bien estos últimos podían presumir de contener elementos correspondientes a todos los periodos de la historia de Pamplona.
Pues bien, la contestación social, que allá sí ha contado con el respaldo de los jueces, ha conseguido en Murcia lo que no consiguió en su día en Pamplona. La paralización de las obras, la renuncia a construir el aparcamiento y el compromiso de incorporar tales restos arqueológicos al patrimonio de la ciudad. Y eso que dicha contestación ha distado de ser tan importante como lo fue aquí. En Murcia se han visto cadenas humanas, pero no grandes manifestaciones. Se han recogido firmas -y la mía fue una de ellas, pues la cultura no entiende de fronteras-, pero estoy convencido de que no han alcanzado las 26.000 que se recogieron aquí. Pero lo han conseguido. (…)
Seguramente hoy muchos murcianos habrán recuperado la confianza en que la democracia significa atender a los deseos de los ciudadanos. Los pamploneses, los navarros en general, seguiremos creyendo, por el contrario, que el que manda, manda. Y que el que manda no somos precisamente nosotros, los ciudadanos. Me alegro por los murcianos. Me alegro por mí mismo, que tengo un pedacito de mi corazón allá, en Murcia. Aunque dicha alegría lleve implícito el lamento de que si en Pamplona, en Navarra, hubiéramos tenido mejores gobernantes, unos gobernantes más sensibles a la opinión popular…