DECÍA el cardenal Richelieu, en su famoso testamento, que «los pueblos son como las mulas», porque hay que pegarles para que hagan la voluntad de su dueño. Un siglo y medio después, sin embargo, se produjo la revolución francesa y otro siglo después,
La cuestión no es si ustedes o yo somos españoles. O si queremos serlo o no lo queremos. No: ustedes y yo somos de España. He llegado a leer que si ganáramos un referéndum por la independencia, nos tendríamos que ir porque el territorio continuaría siendo español. Como Gibraltar es español digan lo que digan sus perspicaces habitantes. Esto, señores y señoras, no es nuevo: ya se hizo con los judíos y con los moriscos.
Ya era hora, pues, de que alguien nos hablara de dignidad. Que alguien dijera, serenamente, que no somos como mulas, sino que somos pueblos dignos. Lo ha hecho Toni Strubell con el libro Hasta aquí hemos llegado, en el que ofrece un modelo de racionalidad y de moralidad literalmente sin réplica. Cuando se dan estos casos, sólo cabe esperar el insulto, pero no la respuesta.
A ver si lo entendemos: cuando los alemanes reparan su horrible pasado y prohíben símbolos y manifestaciones nazis; cuando los franceses de Pétain agachan la cabeza avergonzados, cuando los italianos hacen películas de realismo social o aquella bella epopeya cotidiana que se llamó Una giornata particolare, nos preguntamos por qué hay símbolos franquistas en las calles, por qué a torturadores, como Melitón Manzanas, se les concede una medalla de honor en el Parlamento español; por qué por el anuncio del día 13, cuando los catalanes haremos un plebiscito no vinculante pero hermosamente democrático, nos llaman (ellos a nosotros) bárbaros y nazis. Entendámoslo: aquí ganaron la guerra y allá la perdieron. No hay otra razón. Como cuando nos preguntamos por qué en España no hay partidos ultraderechistas como en toda Europa hemos de saber que la extrema derecha,
¿Saben ustedes qué pasa? Que esto es como una salsa mayonesa donde, una vez puestos los ingredientes, se hace girar la mano del almirez y la salsa no liga. Para los catalanes, hace tres siglos que no liga (no sé si la cosa viene de la prehistoria…), y dale con la mano del almirez, a dar más vueltas y vueltas. Y la salsa está cortada, inservible, mientras oímos el discurso de fondo que sigue repitiendo que esa salsa ligada, aunque no lo está, es sumamente sagrada y que separar los elementos que ya están separados es un crimen que hay que castigar. Como a los mulos.
Les digo otra cosa: el castellano es un gran idioma. Y la suya una cultura con momentos esplendorosos. Pero no son los míos. Lo digo con respeto cultural, porque todas las culturas y todas las lenguas tienen el mismo grado de complejidad y de creatividad. Ahora bien: cuando hablamos de una lengua internacional, no tengan ustedes ninguna duda que ha estado precedida por un ejército. Sin excepción. Y cuando a los catalanes nos acusan de «obligar» a los niños a aprender catalán -en un país en el que no hay ni un solo ciudadano que no sepa castellano y donde se puede vivir toda la vida sin saber ni una brizna de catalán-, cuando nos acusan de «oprimir» al castellano, no recuerdan que yo hablo castellano porque me obligaron a ello.
Como dice Strubell, sin embargo, y con todo lo que ha llovido, el euskera y el catalán siguen vivos y continuamos escribiendo libros y haciendo películas en nuestra lengua. Y aunque seamos a menudo débiles y muchas veces provincianos, no podríamos celebrar
Para que no les digamos fascistas, que es lo que de verdad son, con su imperio hacia Dios, su derecho de conquista y su España Una, Grande y Libre, se escudan en
Bueno: ganamos, al menos en parte, la batalla por la dignidad de la memoria en la terrible confrontación cuando lo de los papeles de Salamanca, en cuyo logro no es nada ajeno Toni Strubell. Y estamos luchando para que no nos entierren otra vez a nuestros muertos, como en el cementerio de Valencia, donde casi 30.000 seres humanos desarmados, incluso niños de pecho, murieron asesinados una vez acabada la guerra y cuando los altavoces alardeaban de paz. La alcaldesa de Valencia aún se propone echar cemento para construir encima un cementerio más bonito sobre nuestra flagelada memoria. Y, de momento, hemos ganado que el agua del Ebro sea para los sufridos payeses del arroz y no para los campos de golf de Francisco Camps, el bien vestido. Y vamos a ganar nuestra batalla democrática por nuestros derechos y por nuestra dignidad. Seremos independientes en este siglo, en pocas décadas. Porque tenemos derecho a la libertad y porque personas lúcidas y valientes como Strubell nos alumbran este camino tan oscuro, donde habitan las furias de Orfeo que nos insultan solamente por el hecho de existir. Y eso sí que es puro nazismo.