El editorial La dignidad de Cataluña publicado hace diez días por doce diarios catalanes a iniciativa de los dos con más difusión, el uno de talante gubernamental y el otro de centro moderado, y sobre todo las reacciones que ha provocado, nos ayudan a hacernos un mapa preciso de la realidad de la política catalana. Una realidad últimamente muy alterada. Tan alterada, que un amigo menorquín interesado en nuestros descalabros –que, poco o mucho, también son los suyos– me escribe desconcertado pero con ironía: “Allá donde hay fuego hay el Espíritu, dice el cardenal Martini, pero te confieso que estoy perdiendo la perspectiva: ya no sé si esto es un fuego de Pentecostés o el incendio de Roma!”. Veamos, pues, si es Roma o Pentecostés.
De entrada, exprimamos el editorial. Ya lo decía la semana pasada y lo mantengo: creo que hay que hacer una valoración positiva hacia lo que representa de visibilización en España, pero también en Cataluña, de la gravedad de la situación creada por un Estatuto que tras muchos recortes lo dejaron con las ruedas cuadradas. Ahora bien, por mucho que el editorial, fiel al orden constitucional, quiera circunscribir el colapso político en que nos encontramos por la sentencia –quiero decir, la no-sentencia– del Tribunal Constitucional (TC), el malestar es de mucho más alcance. Si alguien todavía cree que una sentencia dulce del TC, o incluso su inhibición, pacificará el país, que apagará el fuego, es que va muy despistado o que se engaña. La parálisis del TC, al fin y al cabo, no es causa sino consecuencia de una intransigencia española expresada en las decisiones gubernamentales y en las líneas editoriales de los medios españoles, día sí, día también.
Desde mi punto de vista, el editorial ha servido para mostrar la naturaleza paranoica de la reacción española, incluso cuando han hablado las voces más moderadas del orden catalán. España –quienes controlan su destino político– no está dispuesta a dialogar ni a entender las razones de nuestro país. Hace tiempo que sostengo que el Estatuto de
Así pues, un día es José Montilla quien hace juegos de manos jurídicopolíticos, afirmando que acatar una sentencia supuestamente adversa no significará resignarse (acatar deriva, en su sentido original, de agachar la cabeza, doblegarse), mientras sigue insistiendo en tomar una ley orgánica española por un pacto político entre dos soberanías inexistentes y que España nunca ha considerado en estos términos. El otro día fue el presidente Pujol –ved la carta abierta a los redactores de la editorial del 1 de diciembre (www.jordipujol.cat)–, que confía la resolución del descalabro, aunque lo vea lejano, en “un cambio radical de mentalidad política e intelectual y en general de actitudes básicas” por parte de España. Y todo por no tener que reconocer el fracaso del proyecto de convivencia constitucional tal como aquí lo habíamos querido entender. ¿Alguien cree, honestamente, que el “cambio radical de mentalidad” es posible si se analizan los hechos de manera racional y fría? ¿Por qué insistir en lo que no es posible? ¿Qué más tiene que pasar para que se reconozca que la única respuesta nacionalmente digna que nos queda es la independencia?
No menos sorprendente es que Josep Antoni Durán i Lleida acepte que hacer un nuevo Estatuto fue un error, pero que entonces lo quiera salvar mirando hacia otro lado, afirmando en una reciente entrevista en AVUI que “diga lo que diga el TC, Cataluña es una nación”. No se trata de eso. Para ser nación en un plan retórico pero sin atributos, no haría falta ni tener Generalitat. De lo que discutimos es de ser nación con todas las consecuencias. De poder garantizar nuestro futuro político y económico sin expolios; de defender nuestra lengua sin intromisiones en la escuela; de poder ver nuestras televisiones en todo el territorio lingüístico ¡–un derecho que valencianos y baleares, gracias a las directivas europeas, sí que tendrían garantizado si Cataluña fuera un Estado dentro de Europa!–, o de poder conservar nuestros archivos con instrumentos como el derecho de tanteo, que sí que ejerce España.
El editorial ha puesto de manifiesto, por consiguiente, que nuestros políticos se sienten incómodos y confusos ante un país que, efectivamente, esta vez no responderá con indignidad porque ya ha dicho basta y piensa que se ha acabado el bróquil. Porque ¿qué es si no resultado de la incomodidad y la confusión el que Artur Mas responda en El País que “una consulta soberanista evidenciaría que Cataluña quiere ser española”? Probablemente, lo que hace Mas es buscar pretextos para no tener que decir que CDC todavía no sabe qué quiere exactamente para Cataluña. En todas partes, una pregunta política de esta naturaleza suele venir avalada por unos partidos con sus proyectos. Cómo lo hace el SNP en Escocia. ¿Cómo sabe Mas la respuesta, si todavía no nos ha hecho la pregunta ni nos ha dicho si está dispuesto a liderar el país para que diga que no quiere ser español? Una parte de nuestra clase política y una parte todavía significativa del país, no es que tenga miedo de un no a la independencia, sino que lo que teme es que diga sí.
Ciertamente, el gran desafío que plantea el final del modelo autonómico es como iniciar un proceso de desconstitucionalización. El independentismo sólo puede avanzar si es capaz de definir los futuros perfiles del país, pero también si es capaz de conseguir que se haga claro el proceso de disolución de las antiguas estructuras, todavía tan pesadas. Y sobre el apoyo actual al independentismo, no parece que sea un objetivo más lejano que el de la paz al mundo o acabar con el hambre, parar el cambio climático o luchar contra la ignorancia, empresas todas ellas mucho más difíciles y no por esto menos merecedoras de una adhesión incondicional. El independentismo no incendia Roma, sino que proclama el Pentecostés.
Publicado por Avui-k argitaratua