Fue el seductor perfecto, y fascinantes su vida y sus conquistas. Su autobiografía se traduce por primera vez al completo y sin censuras
No atendía a nada más que a sí mismo y sus dos grandes fines, tan freudianos y certeros: el sexo y el dinero
Para él la diversión era un modo de huir de sí mismo, se distraía a toda costa para no caer en el vacío
Hijo de actores, Giacomo Casanova (Venecia, 1725-Dux, Bohemia, 1798) es uno de los grandes nombres de todos los tiempos y su autobiografía uno de los libros más interesantes y desconcertantes que se puedan leer. Todo el mundo ha oído hablar de Casanova, de ese fenómeno de la naturaleza que consiguió lo imposible, gustar a todas y a todos, seducir completamente, fascinar con su nombre no sólo a su desnortada época sino a la insobornable posteridad. Sin duda fue un hombre guapo pero eso se puede decir de muchos otros. Federico II de Prusia, el rey filósofo, el temible guerrero, se detuvo ante él en 1764 en el parque del palacio de Sanssouci y le espetó al contemplar atónito y por primera vez su rostro moreno, sus brutales grandes ojos, su cuerpo atlético de metro ochenta y siete de nervio y músculo, su insolente virilidad enfundada en la mejor moda: «¿Sabe una cosa? Es usted un hombre muy guapo». Claro que lo sabía, viejo garzón. Si alguien ha sabido quién era y lo que era fue Casanova, el seductor perfecto, el hombre que encarnó para siempre el deseo más fascinante e insensato del hombre moderno: gustar a todo el mundo. Casanova o el deseo sin fin.
Sus memorias son veraces, con alguna exageración pero sin mentiras escandalosas. ¿Para qué mentir si su mérito está en su dimensión perfectamente humana, en su proeza, si sus textos son la crónica pormenorizada de un aventurero, de un embaucador, de un jugador de cartas, de un profesional de vivir a costa de los demás, de un extraordinario buscón de sexo y dinero? Nos gusta porque le admiramos, porque todos querríamos también eso, salirnos siempre con la nuestra. Un ejército de eruditos, los casanovistas, nos demuestran una y otra vez la exactitud de la mayoría de sus informaciones, la precisión con la que retrata la época inmediatamente anterior a la revolución francesa, un portentoso fresco de ese complicado momento histórico que se dibuja como antesala del nuestro, como uno de los orígenes de la modernidad de hoy, angustiada por la necesidad de triunfar en la vida, de reconocimiento, de vivir de la única manera que nos parece digna y aprovechada: el éxito. El éxito a toda costa.
Casanova fue el primer gran profesional del gustar y para gustar fue lo que fuere menester, poeta, filósofo, teólogo, violinista, matemático, novelista, industrial, historiador, nigromante, masón, clérigo, espía, incluso traductor de Homero y Horacio. Naturalmente muy mediocre tras todas esas máscaras venecianas pero fascinante en su conjunto, sensual, intelectualmente siempre despierto, divertido, de conversación apasionante, con unas ganas inagotables de vivir, de diversión absoluta, con una intuitiva certeza que lo ha consagrado para siempre jamás. Intuyó que la gran enfermedad de nuestra época, nuestra principal carencia una vez resuelta la subsistencia, es el aburrimiento. Cuando el descrédito de la religión y la política nos muestra que el mundo es indiferente e impenetrable he aquí al gran penetrador, al donjuán históricamente probado, alguien que supo divertirse y divertir como nunca lo hiciera el mejor cómico porque su representación es, en todo caso, una ficción llevada a sus últimas consecuencias. Es el burlador de la angustia, de la desazón, de la pegajosa melancolía. Casanova al menos sabe qué hacer con su vida, sin titubear un solo instante.
En las más de 3.500 páginas de esta edición española, la primera traducción completa y sin censuras, admirablemente firmada por Mauro Armiño, asistimos al día a día de un profesional de la seducción, a su manera de ver las cosas. Y de no verlas. Por que ¿cuál es el coste de ser un donjuán, un burlador, un ilusionista? Casanova viaja por toda Europa pudiente, de Toledo a Varsovia, de París a Nápoles.
Nunca presta atención ni a las ciudades ni a los paisajes, no hay interés, ni el más mínimo por la personalidad de nadie, por los encantos seductores de nadie, no hay atención por nada que no sea él mismo y sus dos grandes fines, tan freudianos y tan certeros, el sexo y el dinero. Sus memorias son un precioso espejo veneciano. Como mucho encontramos algo de cariño, de gentileza, de añoranza, breve, por alguna dama, de sentimentalismo torpe que sólo sirve para justificarse un poco, para no mostrar tan crudamente lo que en realidad es: un narciso que sólo se quiere a sí mismo, un cínico, un desalmado. Por supuesto nada de amor, ni romántico ni de otra índole. Y no es en modo alguno un príapo ni un hombre sujeto a ninguna pasión desmedida, nunca es víctima de sí mismo; Casanova siempre hace gala de gran temple, de cazador frío, de profesional. Si echamos cuentas comprobaremos que durante los 39 años de su vida sexualmente útil, y según su desvergonzada y festiva crónica de conquistas, fornica con 122 mujeres, lo que nos ofrece una media bastante sorprendente, sólo 3,12 al año. Nada que ver con otros grandes profesionales de la literatura y la seducción como Georges Simenon y sus 10.000 mujeres supuestamente copuladas. Casanova tiene una vida licenciosa, pero muy moderada en cuanto a las cifras. Sabe que su fascinante personalidad sólo puede mantenerse en la distancia, en la fugacidad, en ir de una a otra mujer, en no colmar nunca completamente el deseo, en la brevedad, por eso nunca se queda con ninguna mujer, por eso nunca deja de viajar. Sabe que él mismo es muy poca cosa, que todo en la vida es fama, reputación naturalmente inmerecida. Que no hay mito que resista la cotidianidad. Es un nómada, un actor que quiere mantener a toda costa el hechizo, que administra los tiempos, las entradas y sobre todo las salidas. Un hombre contemporáneo que sabe que el futuro es fugaz. Que el mundo es un teatro.
Parece claro que su gran amigo y rival en conquistas amorosas, el gran poeta Lorenzo Da Ponte, se inspiró en la vida de Casanova, o mejor dicho en el contraste entre su vida y la de él, para escribir el magnífico libreto que utilizó Mozart para componer en 1787 su Don Giovanni. El burlador acaba en el infierno y no sólo porque siga el argumento de Tirso de Molina y su célebre «tan largo me lo fiáis» o despreocupación por todo lo que no sea lo inmediato, la vida en crudo y al instante. Da Ponte, tan amante como él de las mujeres y de la seducción, hombre de teatro que vive también de gustar al público y de sus aplausos, comprende que el alma es el gran ausente en el planteamiento de Casanova. En las memorias no hay alma, ni tan sólo la de un estafador, por no haber no hay ni la menor conciencia ni la menor atención por todos los corazones y honores rotos. Casanova vive de este modo para, sobre todo, huir de sí mismo, para no pensar nunca en quién es y en qué sentido pudiera tener la vida más allá de la diversión, de distraerse a toda costa para no caer en el vacío.
Casanova es uno de nuestros primeros hombres modernos porque vive sin pensar demasiado, entretenido siempre. Vive el momento y ni la literatura es un consuelo o un interés destacado. Cualquier comparación con los grandes textos autobiográficos de la época, desde las Confesiones de Rousseau a las aventuras licenciosas de Rétif de