No estoy demasiado seguro que la mejor manera de encarar una ley como el electoral sea hacerlo de manera reactiva, precipitada y como quien pone una tirita de urgencia a un ojal que pide unos cuántos puntos de costura. Si varios gobiernos, en distintos equilibrios de fuerza y en todo tipo de circunstancias, no han sido capaces de hacer ninguno en treinta años, y considerando que lo que lo impedía no ha cambiado nada, ¿a que están dispuestos a renunciar ahora en bien del acuerdo? La tentación, el peligro, es que acaben haciendo un pequeño retoque a lo que ya conocemos y que confíe en la posibilidad de despistar al ciudadano con una operación de maquillaje. No querría ser desconfiado, pero, políticamente, ya hace tiempo que nos afeitamos.
En este caso no se trata de una desconfianza genérica en la política. Incluso acepto que, esta vez, los partidos se hayan sentido verdaderamente amenazados por los últimos casos de presunta corrupción pendientes de juicio. La respuesta es tan exagerada que hace temer que no salgan cosas peores. Por lo tanto, parece que ahora sí que los políticos se han dado cuenta que, además de encargar otro estudio sobre desafección política, tendrían que mover alguna ficha más grande.
Aun así, sigo desconfiando de los posibles gestos por dos razones muy concretas. La primera, porque aquello que ahora ha amenazado la vida tranquila de los partidos no tiene relación directa con la ley electoral que proponen. No perdamos de vista que el problema de la desconfianza hacia la política es muy anterior a todos estos casos de supuesta corrupción. Lo decía la semana pasada: la corrupción, cuando hay, hay que relacionarla con la debilidad de la condición humana, con la carencia de controles eficaces y, más globalmente, con unos años de crecimiento urbanístico especulativo que han permitido corromper de modo generoso. Quiero decir que, incluso con la mejor ley electoral imaginable, si se dan las circunstancias adecuadas, volveríamos a tener casos de corrupción, como todo el mundo.
La segunda razón de mi desconfianza sobre estos propósitos de enmienda tan precipitados que ahora se anuncian es que la razón esgrimida para cambiar la ley electoral sigue siendo, desde mi punto de vista, equivocada. Es decir: mal si de lo que se trata es de resolver el problema de la desafección política de los ciudadanos a golpe de ley electoral, porque entonces quiere decir que se hace una diagnotico erróneo. Al contrario de lo que sugieren los partidos, el mal a curar no es la desafección de los ciudadanos hacia la política, sino la desafección de los políticos por los ciudadanos. Es cierto que mucha gente desconfía de los políticos y los partidos. Pero este no es el problema, sino la consecuencia, el síntoma, de la verdadera enfermedad. Y ya se sabe que una enfermedad no se cura atacando el síntoma. Hay que observar, también, que los mismos políticos que no han reaccionado ante el desinterés de hace tiempo, lo han hecho ante la indignación de ahora. Y la indignación es una reacción que no aguantaría si hubiera desafección, sino que, al contrario, lo que expresa es la irritación por una confianza política traicionada. Así pues, el verdadero mal no proviene del hecho que el ciudadano intervenga poco en la determinación de las listas, por ejemplo, sino de cuáles son las lógicas organizativas de los partidos, que favorecen a candidatos leales y sumisos por delante de los excelentes y con criterio.
He aquí, pues, la verdadera gangrena de la política: que los partidos son unas estructuras que funcionan por el nombramiento a dedo, decidido entre los dos o tres que controlan el partido, y que entonces enmascaran con unos ejercicios de fariseismo pseudodemocràtico. Miread cómo se ha elegido la nueva alcaldesa de Santa Coloma de Gramenet: la cúpula del partido decide un nombre, que entonces es aprobado disciplinadamente en el ámbito territorial del partido, para después ser votado disciplinadamente por el grupo municipal, para después ser votada en el pleno municipal, que es quien, supuestamente, tenía el verdadero poder de decisión ya que lo componen los que realmente fueron elegidos por los electores de Santa Coloma. Aquí es donde se produce el fraude que corrompe todo el mecanismo de vinculación democrática entre ciudadanía y política. Y si se quiere poner remedio al problema, este es el mecanismo que hace falta dinamitar y sustituir.
Ya se ve que esto tiene poco que ver con si se permite que el voto del ciudadano haga pasar al número tres de la lista al lugar cinco, y el sexto al lugar cuarto, que en definitiva es lo que se conoce con el nombre de listas desbloqueadas. Allá donde lo han probado, como Italia, me explica un experto, no ha servido para nada. ¿No es sospechoso que copiemos a Italia y no a
Es por esta razón que digo que no me acabo de fiar de las buenas intenciones mostradas estos días. O, para ser más preciso, creo que son intenciones que muestran más voluntad de condescendencia que no propósito de enmienda a fondo. Hace falta que nuestros políticos entiendan que no somos nosotros quienes no los queremos, sino que son ellos los que, con su comportamiento, muestran un profundo desafecto por el ciudadano, por el elector. Y que el remedio lo tienen en su casa: son ellos los que tienen que cambiar su juego. Que modifiquen radicalmente, pues, sus hábitos políticos, cerrados, endogámicos, verticales, fundamentados en una lealtad feudal y no en el mérito profesional o en la excelencia humana, como haría falta.
Con cuatro migajas no tendremos bastante. Con un acto de contricción y sin cambios radicales, no tendremos suficiente. Cómo cantaba Ovidi Montllor –y se titula un magnífico blog de análisis político–, “ya no nos alimentan migas”.