¿Por donde empezamos?

Llueve sobre mojado. El clima actual de bajas presiones, es decir, de depresión nacional, explica que cualquier aguacero, incluso sólo el anuncio de nubosidades, ya nos aflija. No quiero quitar importancia ni al descalabro del Palau de la Música ni a las recientes detenciones por supuesta corrupción. Pero el caso Millet, ciertamente un caso como un cesto, no retrata al conjunto de la sociedad catalana, sino que cada vez señala más la existencia de un problema de verdadera individualidad patológica que de sociedad enferma. Eso sí, al margen de que también ponga de manifiesto algunas debilidades conocidas tanto de la clase dirigente de nuestro país como de las estructuras de control –que Francesc Sanuy o Xavier Roig han destacado– pero que, a la vez, son corregibles. Y de las detenciones de Garzón ya tendremos ocasión de hablar más adelante cuando sepamos como acaban, y que me temo que no será cómo ha creído el juez que tenían que empezar. En realidad, nuestro problema de fondo es más de carencia de rigor que de corrupción generalizada, más de pocos escrúpulos que de grandes abusos, más de baja calidad de los liderazgos que de alta delincuencia. Pero, está claro, todo esto trastorna mucho porque nos coge flojos.

De todo esto, ya hemos hablado mucho. En cambio, desde mi punto de vista, se ha discutido poco sobre el papel de los medios de comunicación tanto en la creación del clima depresivo que nos hace tan sensibles a la tormenta, como de sus propias relaciones, si no corruptas, como mínimo turbias con el poder político. En este campo, como también en muchos otros, tenemos que hacer memoria de donde venimos. Y oomo el punto de partida de nuestra democracia fue un régimen corrupto por definición, es decir, una dictadura, al no haberse producido una verdadera ruptura regeneradora, la democracia nació contaminada, compartimentalizada. El ejército, la policía, la Iglesia, la banca, el cuerpo de catedráticos… todo ha arrastrado unas costumbres que nunca se han acabado de limpiar. El ejército todavía ahora tiene gente que amenaza –ridículamente– con enviar tanques si un día Cataluña quiere emanciparse, y les ríen la gracia.

La policía ha visto como sus cabezas principales –Roldán, Vera, Colorado…– acababan en prisión. La Iglesia española sigue estando controlada por los sectores antidemocráticos del nacionalismo más vinculado al antiguo régimen. La banca española ha proporcionado destacados clientes a los establecimientos penitenciarios: Conde, Rubio… Y, si bien el cuerpo de catedráticos no ha acabado en prisión, a menudo, al escucharles hablar en privado sobre los tribunales de cátedra, entran ganas de enviar a toda una pandilla, tal como se dice de los procuradores, al infierno y de dos en dos. Sí: también hay corruptelas en la academia, aunque no pasen por el Código Penal.

Pues bien: el caso de los medios de comunicación tampoco se escapa a este pecado original, en parte consecuencia del papel trascendental que tuvieron durante la Transición para hacerla posible, incluso contribuyendo al gran ejercicio de desmemoria sobre la que se construyó aquella operación. Aquellas prácticas promiscuas entre prensa y poder han acabado dando lugar a una cultura periodística llena de debilidades, que pone permanentemente en entredicho su necesaria independencia. Desde el becario que ya empieza aprovechando impúdicamente su posición en favor de sus correligionarios de universidad –el curso pasado, con los conflictos de Bolonia, lo tuvimos que aguantar con desolación–, hasta las relaciones al más alto nivel entre políticos y editores para pactar subvenciones a cambio de ofrecer líneas de atención preferente o garantizar ámbitos de obscuridad informativa, para decirlo de manera eufemística. Quiero enfatizar, además, que las formas de coacción se producen en los dos sentidos posibles: de la política a los medios, y de los medios a la política, con proporciones tan importantes como sutiles de una y otra. Y todo atentado a la independencia informativa, pero también toda coacción ilegítima a los representantes del pueblo, tal como lo veo, es corrupción.

Es por eso que tantas veces he protestado por esta práctica farisaica de determinadas crónicas informativas que hablan invisibilizando la autoría de quien habla, es decir, que enmascaran el papel del mismo medio y de su relación con los hechos. Por ejemplo, cuando se denuncia –como en el caso Prenafeta y Alavedra– que se haya aplicado la ahora llamada «pena de telediario» mostrando repetidamente las imágenes que se consideran una condena anticipada ilegítima. O bien, cuando se informa de la importancia de un acontecimiento por el hecho que haya congregado a muchos medios, como si quien habla no fuera uno de los medios que, con su presencia, ha decidido convertir el hecho en un acontecimiento. La independencia no se consigue negando la existencia del observador, sino todo lo contrario: haciéndola presente y explicitando su perspectiva. Independencia de criterio no es ni carencia de criterio ni su ocultación. Es tenerlo, hacerlo visible y ser capaz de resistir a las presiones espurias.

En este sentido, no tiene que extrañar que los medios de comunicación se hayan apuntado con tanta devoción al ambiente depresivo y de baja autoestima que arrastramos. De hecho, ellos no tan sólo informan, sino que son cómplices necesarios. En unos casos, es mero resultado de la situación de dependencia política y del hecho de tragarse como noticia lo que es una conspiración pensada para disminuirnos. En otros casos, porque la desconfianza –a menudo cinismo– con que los periodistas contemplan la realidad política tiene la raíz en el conocimiento de la naturaleza de las relaciones que ellos mismos establecen con el poder. Contribuir a la depresión colectiva es una manera de disimular la responsabilidad que se tiene.

No es que quiera salir a defender a los políticos, que ya tienen manera de hacerlo solos, pero sí que quiero decir que la exigencia de regeneración democrática vale para todas las dimensiones de la vida social, y no tan sólo para la de los partidos, la gubernamental o la parlamentaria. La regeneración democrática pasa por ser más escrupulosos en las relaciones entre el mundo de la empresa y las administraciones, o ser honestos en los procedimientos de contratación universitaria, o hacer transparentes las relaciones entre las industrias culturales y los generosos apoyos institucionales que suelen recibir. Y, entre tantos otros ámbitos, esta regeneración pasa especialmente por revisar a fondo las dependencias formales e informales entre los medios de comunicación y la política.

Francamente: me preocupa menos la existencia de granos corruptos individuales, como puede acabar siendo el caso Millet y compañía, que la tolerancia de las pequeñas –y medianas– corruptelas generalizadas que muestran el rostro de una sociedad desmotivada, sin temple, sin virtud, que confunde derechos con prebendas y que encuentra que los deberes son molestias. Hay trabajo para todo el mundo, y se puede empezar por donde se quiera.

Publicado por Avui-k argitaratua