Al oportunísimo libro Breve historia de la corrupción de Carlo Alberto Brioschi que acaba de publicar La Campana, aparece la cita de uno de los sarcasmos lúcidos de Bertolt Brecht, según el cual, un día el jefe de gobierno se podría levantar y dictar un decreto que dijera: “El pueblo nos ha decepcionado. Si no cumple su deber, el gobierno lo disolverá y elegirá otro”. Y es que hay reacciones ante los presuntos casos de corrupción que asolan el país que nos acercan mucho a este tipo de inversiones perversas que provoca la necesidad enfermiza de buscar culpables por todas partes. Desde mi punto de vista, en cambio, lo que realmente mide la calidad democrática de un país no es que haya más o menos corruptos, sino la manera de reaccionar y de poner remedio. Y, como que ciertamente nuestro país vive horas bajas, nuestras respuestas en los casos de corrupción son más significativas del mal momento que pasamos que las mismas corruptelas en sí.
Ahora mismo, ante el par de casos recientes de presunta corrupción, se ha reaccionado de dos maneras completamente opuestas, pero desde mi punto de vista, las dos inadecuadas. En primer lugar, hay quién ha hecho un ejercicio de generalización y ha considerado que unos casos concretos eran el reflejo de un estado general de disolución moral de la sociedad. Es lo que siempre he encontrado tan antipático de “tenemos los políticos que nos merecemos”. Por lo tanto, si ellos son corruptos, es que la sociedad entera lo es. Es lo de “estamos degenerando”, que tanto nos gusta y que lo justifica todo, incluida la miseria moral que acompaña toda mirada desesperanzada. Este tipo de análisis tienen un doble peligro. Por un lado, extienden la sombra de sospecha sobre todos y cada uno de los ciudadanos. No es que no se respete la presunción de inocencia, sino que se decreta la presunción de culpabilidad, si bien se acepta que hay cuatro ingenuos que se escapan heroicamente de tener las manos untadas, entre los cuales, no hay que decirlo, está el autor del análisis. El otro peligro es que esta generalización de la sospecha sitúa la resolución del problema en una cosa tan incierta e improbable cómo es la remoralización del conjunto de la sociedad, cambio que se pasaría inevitablemente por el adoctrinamiento y la inculcación de unos valores “perdidos”. En resumen: que para salvar a una minoría de malhechores, se condena todo el mundo a soportar el inútil dirigismo de la propaganda moralizante.
La otra manera de reaccionar ante los dos casos bajo investigación judicial ha sido la de aprovecharlos para sacar tajada. Así, para poner dos ejemplos de esta semana, mientras Aznar en el Círculo Ecuestre llegaba a la original conclusión que la corrupción es consecuencia del exceso de autonomía y de la desvertebración de España, López Tena en Avui opinaba que el problema viene de la dependencia y de la carencia de un proyecto propio de Cataluña. Y mientras el PSC y su batería mediática se han dedicado a intentar enredar a CiU en el caso Millet, ahora algunos dirigentes de CiU se vuelven y tratan de sacar tajada del caso de Santa Coloma, arrastrando a todo el PSC. Y, está claro, el resto de partidos pequeños barren hacia casa señalando con el dedo, hipócritamente, vagas complicidades sociovergentes. Está muy bien que la noción de presunción de inocencia, en este país, nos la tomemos como un preámbulo retórico obligatorio, como las antiguas advertencias previas sobre el contenido erótico de una película pero que, precisamente por la advertencia, todavía parecían más golosas. De forma que, después de la jaculatoria, las conclusiones de nuestros análisis olvidan por completo qué significa la palabra presunto y nos tiramos de cabeza a sacar conclusiones de una sentencia anticipada.
He dicho que lo que muestra la debilidad de nuestro país, desde mi punto de vista, es el oportunismo de las reacciones. No vale extender la sospecha sobre todo el mundo, ni es legítimo aprovechar la ocasión para llevar el agua a nuestro molino. La corrupción tiene una larga historia en todo tipo de regímenes políticos y ha tentado a todo tipo de personas simplemente porque la corrupción habla de la condición humana. En cambio, la grandeza de las naciones no está en querer cambiar la condición humana, sino en preverla y a saber reaccionar. No tengo noticia de que una de las más grandes estafas recientes, la del financiero Bernard Madoff, haya llevado a los Estados Unidos a poner en cuestión el nivel de exigencia ética de los norteamericanos, sino que lo han juzgado rápidamente y lo han enchironado. Ni tampoco los casos generalizados de abuso de privilegios económicos de los parlamentarios británicos han llevado a Gran Bretaña a discutir la bondad del sistema democrático, sino que gracias al coraje periodístico no partidista del diario que lo denunció, se han vuelto las tornas y se ha acabado con la carrera política de los aprovechados. He aquí la verdadera grandeza del sistema democrático: saber reaccionar con ejemplaridad.
Si los dos casos de presunta corrupción nos hubieran encontrado en un momento políticamente bueno, con plena confianza en el sistema, la reacción general habría sido exactamente la contraria de ahora. Nada de desmoralizaciones y entristecimientos. Al contrario, habríamos celebrado que la justicia hubiera hecho su trabajo. Tampoco nadie habría salido a vincular unas conductas sospechosas con una pretendida carencia de exigencia ética del conjunto de la sociedad. Por el contrario, habríamos sido capaces de exhibir la ejemplaridad de la mayoría de prácticas honorables. Y nadie habría osado aprovechar la ocasión para embadurnar a los otros. Al contrario, desde la seguridad en uno mismo, los verdaderos líderes se habrían comprometido en un comportamiento todavía más estricto.
Y es que este compromiso autoexigente, de rigor hacia un mismo, es la única vía de recuperación de la confianza en el sistema democrático, sus instituciones y nuestros representantes. Porque el drama actual de la política es que no hay ningún partido que esté libre de sospecha de corrupción o nepotismo. Y, por lo tanto, sin una catarsis previa, sin salir a pedir perdón por los abusos cometidos, ninguno de nuestros partidos actuales está en condiciones de recuperar la credibilidad. El perfil bajo de la democracia de nuestro país, como he querido sostener en estas líneas, no lo señalan ni Millet ni Muñoz, sino el tipo de reacciones que han provocado. Demasiados gestos histriónicos de autodefensa y pocos de reconocimiento de la incapacidad para dotar al sistema de unas mejores garantías de control y transparencia. En definitiva, demasiada arrogancia y demasiada cobardía políticas, dos cualidades mucho más peligrosas que el peor caso de corrupción imaginable.