Si le preguntaran a un historiador económico moderno como yo por qué el mundo actualmente es víctima de una crisis financiera y una profunda depresión económica, diría que es el último episodio en una larga historia de burbujas, colapsos, crisis y recesiones similares que se remontan al menos a la burbuja de la construcción del canal de principios de los años 1820, la quiebra de Pole, Thornton & Co en 1825-1826 y la subsiguiente primera recesión industrial en Gran Bretaña. También hemos visto este proceso en funcionamiento en muchos otros episodios históricos -en 1870, 1890, 1929 y 2000.
Por alguna razón, los precios de los activos se desestabilizan y suben hasta alcanzar niveles insostenibles. A veces los culpables son los pésimos controles internos en las firmas financieras que recompensan en exceso a los subordinados por asumir riesgos. A veces la causa son las garantías gubernamentales. Y a veces es simplemente una larga racha de buena suerte, que deja al mercado en manos de optimistas poco realistas.
Luego llega la crisis. Y cuando esto sucede, la tolerancia al riesgo se derrumba: todos saben que existen inmensas pérdidas no percibidas en los activos financieros y nadie sabe a ciencia cierta dónde están. A la crisis le sigue una fuga a la seguridad, que a su vez es seguida por una profunda caída de la velocidad del dinero mientras los inversores acaparan efectivo. Y esa caída de la velocidad monetaria trae aparejada una recesión.
No voy a decir que éste es el patrón de todas las recesiones; no lo es. Pero sí diré que es el patrón de esta recesión, y que ya antes hemos estado aquí.
Pero si le formulan la misma pregunta a un macroeconomista moderno -por ejemplo, el extremadamente brillante Narayana Kocherlakota de la Universidad de Minnesota-, descubrirán que dice que no sabe, y que los modelos macroeconómicos atribuyen las recesiones económicas a diversas causas. La mayoría, señala, «se basan en alguna forma de grandes movimientos trimestrales en la frontera tecnológica. Algunos tienen shocks colectivos a la utilidad marginal del ocio. Otros modelos tienen grandes shocks trimestrales a la tasa de depreciación del capital social (para generar altas volatilidades en los precios de los activos)…»
Esto es, las recesiones son el resultado de un gran olvido del conocimiento tecnológico y organizacional, de una gran vacación en vista de que los trabajadores de repente desarrollan un gusto por el ocio adicional o de una gran oxidación a medida que se acelera la velocidad a la que el oxígeno se correo, reduciendo el valor de las cosas grandes hechas de metal.
Pero los macroeconomistas modernos también dirán que todos estos modelos les parecen historias inverosímiles que no deben tomarse en serio. De hecho, según Kocherlakota, nadie realmente cree en ellos: «Los macroeconomistas los utilizan exclusivamente como atajos convenientes para generar los niveles requeridos de volatilidad» en sus modelos matemáticos.
Esto me lleva a formular dos preguntas:
Primero, ¿es realmente cierto que nadie cree estas historias? Ed Prescott de la Universidad del Estado de Arizona efectivamente cree que las recesiones de gran escala son causadas por episodios a nivel de toda la economía de un olvido del conocimiento tecnológico y organizacional que apuntalan la productividad total de los factores. Una excepción es la Gran Depresión que, según Prescott, fue causada por salarios reales que excedían en mucho los valores de equilibrio, debido a las políticas extraordinarias pro-trabajadores y pro-sindicatos del presidente Herbert Hoover.
De la misma manera, Casey Mulligan de la Universidad de Chicago realmente parece creer que las grandes caídas en la relación empleo-población deben considerarse como «grandes vacaciones» -y como el efecto colateral de políticas gubernamentales destructivas como las que están vigentes hoy, que llevan a los trabajadores a abandonar sus empleos para obtener mayores subsidios del gobierno a fin de refinanciar sus hipotecas (lo sé, yo también lo encuentro increíble).
Segundo, más allá de si los macroeconomistas modernos atribuyen nuestras dificultades actuales a causas que son «evidentemente poco realistas» o simplemente se declaran ignorantes, ¿por qué tienen una opinión tan diferente de la que tienen los historiadores económicos? Más allá de si han rechazado nuestras interpretaciones y entendimientos o simplemente han construido o dejado de construir los suyos por ignorancia de lo que nosotros hemos hecho, ¿por qué no usaron nuestro trabajo?
La segunda pregunta es particularmente perturbadora. Después de todo, la teoría económica debería ir de la mano de la historia económica. La teoría es historia cristalizada -no puede ser otra cosa-. Alguien observa algún caso instructivo o alguna regularidad anecdótica o empírica, y dice: «Esto es interesante; construyamos un modelo en base a esto». Después de la cristalización inicial, la teoría, por supuesto, se desarrolla de acuerdo con sus propios imperativos y procesos intelectuales, pero la semilla de la historia todavía está allí. ¿Qué pasó con la semilla?
Esto no quiere decir que la construcción de modelos macroeconómicos de la generación pasada haya sido inútil. Pero sí pienso que es necesario reunir a los macroeconomistas modernos, so pena de perder el trabajo, y enviarlos a un campamento de entrenamiento de reclutas un año entero con los historiadores monetarios reunidos del mundo como sus sargentos de instrucción. Necesitan escuchar y aprender de Dick Sylla sobre el rescate bancario de Alexander Hamilton de 1825; de Charlie Calomiris sobre la crisis de Overend y Gurney; de Michael Bordo sobre la primera quiebra de los hermanos Baring; y de Barry Eichengreen, Christy Romer y Ben Bernanke sobre la Gran Depresión.
Si los macroeconomistas modernos no vuelven a conectarse con la historia -si no toman conciencia de dónde se cristalizaron sus teorías y cuál es el objetivo de la tarea-, entonces su profesión se marchitará y morirá.
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J. Bradford DeLong es profesor de Economía en la Universidad de California y en Berkeley, y Adjunto de Investigación en la Oficina Nacional de Investigación Económica.
Copyright: Project Syndicate, 2009.
Traducción de Claudia Martínez