Los mejores analistas económicos ya se han expresado con autoridad en La Vanguardia sobre las dramáticas limitaciones, por decirlo suave, de la política económica del actual Gobierno español. No sólo no nos está sacando de la crisis global, sino que nos hunde en ella cuando la mayoría de los países de nuestra área ya empiezan a reflotar. Zapatero fue el último gobernante en enterarse de lo que estaba ocurriendo y, a la vista de la medidas que acaba de tomar, parece que va a ser el primero en pilotar una gran maniobra de naufragio sin perder su habitual sonrisa postiza, vacía de sentido y dirección, como su política. Lo peor de este gobierno no es que uno pueda discrepar de su política, es que no tiene política económica y simplemente demuestra una y otra vez su profunda incompetencia. Incluso me temo que si un día acertase, sería por error.
No voy, pues, a repetir los argumentos económicos que desacreditan al actual Gobierno socialista, sino que quiero señalar las características de un estilo político que explican que no apunte ni tan sólo lo que son las decisiones que cualquiera podría encontrar en un manual básico para afrontar la crisis. Porque no sé si se habrán percatado de que la política económica de Zapatero presenta exactamente las mismas características de su política autonómica o de su política social. El actual Gobierno socialista español, antes que socialista, y casi antes que español, se caracteriza por un populismo demagógico, cada día más alocado, y al cual lo somete todo.
Esto significa que no tiene criterio propio ante nada y que simplemente se deja llevar por las corrientes más superficiales de cada momento. Se mueve a rebufo de lo que se le pone delante.
Los catalanes lo hemos sufrido en la propia carne desde su famoso “apoyaré”, una promesa que en ningún caso podía cumplir, pero que en plena campaña electoral contentaba a la audiencia de aquella tarde, en aquel lugar. Luego no sólo no apoyó el Estatut que había salido del Parlament por una gran mayoría, sino que tampoco ha sido capaz de respetar ni lo pactado con Artur Mas ni con lo que finalmente se votó en las Cortes y se aprobó en referéndum. Lo suyo es la permanente y compulsiva promesa fácil seguida del incumplimiento inmediato para acabar con una medida que, resultado de las reacciones airadas que él mismo ha provocado, contradice lo prometido pero sin aplacar las iras que ha desencadenado. Peor, imposible.
Vean el caso de la actual subida de impuestos. Incluso al margen del error técnico que supone tal medida, en el sentido que va a provocar lo contrario de lo buscado, la decisión se agrava políticamente por el hecho de haber sido anunciada como un modelo en el cual los más ricos pagarían por los más pobres. La cuestión es que además de ser una decisión que no cumple con lo prometido -en realidad, pagarán las clases medias-, el principio alegado descansaba en una visión estúpidamente simple de la economía, como si lo que presuntamente se pudiera quitar a los ricos fuera a favorecer automáticamente a los pobres. ¿En qué siglo viven Zapatero y sus ministros? No sé hasta qué punto el electorado socialista sigue atrapado en este rancio imaginario económico, es decir, si la España que el Gobierno tiene en su cabeza es tan ignorante como este supone, o si quien no consigue comprender la complejidad de una sociedad modernizada como la española es el propio Gobierno. La pregunta verdaderamente inquietante es: ¿nos quieren tomar el pelo o son realmente tan incapaces? En una de esas fatales ironías de la historia, da la impresión de que se haya alterado el orden natural de las cosas: la España a la que se dirige Zapatero es claramente anterior a la que habló Felipe González.
Mientras escribo estas líneas leo que el ministro José Blanco, que últimamente intenta -con éxito- superar a Zapatero en populismo demagógico, el mismo personaje que sostuvo la estupidez que la subida de impuestos haría que pagaran los ricos para ayudar a los pobres, acaba de responder a la previsible crítica de la oposición con la ocurrencia de que “los impuestos no van a una caja B, como en el PP”. ¿Alguien puede tomarse en serio a tal ministro? ¿No merece una afirmación de ese estilo una denuncia en los tribunales? ¿Es este el clima que puede favorecer la confianza interior y exterior que se necesita para salir de la crisis?
Zapatero cree que puede gobernar a golpe de imagen. Cuando tiene que subir impuestos, retrasa el anuncio de cómo va a aplicarse para que no le coja el toro y se marcha de España, buscando una foto familiar con Obama. Cuando consigue la foto, aparte de comprobarse que sus hijas confundieron la recepción con una fiesta anticipada de Halloween, pide que sea retirada para proteger a las mismas. Lo que les decía: decisiones erráticas e ineficaces que suelen empeorar la situación anterior. Este Gobierno no entendió a su asesor Lakoff y creyó que un frame era una foto pixelada, y un relato, un acto frustrado de propaganda.