LA detención de criminales de guerra, torturadores y asesinos al servicio de dictaduras sangrientas viene siendo una noticia habitual; aunque menos de lo que debiera. Hay muchos más de los que son detenidos y no todos están escondidos ni mucho menos. Poco importa la edad que tengan, mientras estén vivos y se les pueda juzgar y condenar con pruebas aplastantes: todos sus crímenes y su participación directa o indirecta en ellos eran públicos y notorios.
Días pasados, en Valencia, fue detenido un piloto de una aerolínea de bajo coste holandesa, de nacionalidad argentina, que se había jactado en varias ocasiones de haber arrojado vivos al mar detenidos de la dictadura: los famosos vuelos de la muerte.
El piloto, Julio Alberto Poch, que, en la foto de su detención, aparece sonriendo de manera chulesca (es lo que dice el espectador que piensa que no tiene motivos para sonreír), lejos de estar arrepentido, se mostraba orgulloso de los crímenes cometidos, a ese límite de jactancia que lleva al crimen sin culpa al rango de hazaña deportiva. Un tipo capaz de todo, de cualquier cosa, sin escrúpulos… así es como se mostraba ante sus compañeros de cabina, que seguían volando en su compañía.
La Argentina tiene un historial de verdad negro en la historia de la represión. Son muchos miles los desaparecidos entre los años 1976 y 1983, muchos los torturados, muchos los niños robados, y no demasiados los autores -en todos sus grados de autoría- juzgados y condenados por los delitos cometidos. Es verdad que la ley de obediencia debida ayudó mucho a que los autores de los crímenes menos protegidos por su grado militar pusieran tierra de por medio y se refugiaran en otros países.
El honorable ministro del interior Manuel Fraga Iribarne -Montejurra y Zaramaga, en Vitoria- tuvo como jefe de seguridad a un peligroso criminal, Almirón, a quien, estando perfectamente localizado, costó mucho extraditar a la Argentina para que respondiera de sus crímenes.
España fue durante el franquismo una gloriosa tierra de asilo para criminales de guerra nazis o filo nazis, unos más conocidos que otros. Hubo colaboracionistas franceses y belgas; hubo nazis alemanes y fascistas italianos; y hubo, hasta muy entrados los ochenta, criminales rumanos, como Horia Sima que falleció en 1993, creo que en la Costa del Sol, y estuvo muy cerca de los Guerrilleros de Cristo Rey, y ustachas croatas. Unos estuvieron de paso, otros, los menos, se quedaron. España fue tierra de asilo para neofascistas italianos y argentinos, y para miembros de la OAS argelina. La Costa del Sol y el Levante español, un paraíso, como lo es hoy para las mafias.
Hace unos meses, un tribunal condenó al oficial alemán Josef Scheungraber, de 90 años, a cadena perpetua, por el asesinato de civiles en un pueblo italiano. Una vez más, el acusado se prevalió de su condición de militar profesional para exculparse: o bien actuó en situación de obediencia debida o los crímenes los cometieron otros cuerpos represores.
No eran militares, eran asesinos con uniforme, que se ampararon, eso decían ellos, en la obediencia debida, para silenciar que creían a pies juntillas en lo que hacían: en la fuerza y preeminencia de la raza, en la eugenesia, en la necesidad racial de exterminio de judíos, de gitanos, de asociales, de homosexuales, de comunistas… Basta leer a Ernst Jünger para saber en qué creían los militares alemanes. No eran sólo alemanes. Los hubo rumanos, checos, ucranianos, letones, serbios, croatas…
Pero lo más asombroso del caso de Scheungraber, como en el del argentino, o como en el famoso de Klaus Barbie y el doctor Muerte, es que no sólo estaba plenamente localizado, sino que habían estado viviendo entre sus vecinos, sus connacionales, y que como otros SS y agentes de la Gestapo no fueron inquietados al término de la guerra mundial o apenas, nunca en proporción a los crímenes cometidos. Muchos criminales encontraron asilo en Estados Unidos con pleno conocimiento por parte de las autoridades norteamericanas de su pasado nazi. Basta repasar las hemerotecas y ver a qué edades se les ha dado caza y qué dificultades legales han tenido que vencer tanto los instructores como las acusaciones privadas para conseguir unas extradiciones y unos juicios más simbólicos que otra cosa.
Ya fuera en su propia tierra, protegidos por la habitual epidemia de amnesia colectiva que acomete a los países devastados, o en Estados Unidos, España o en el «corredor nazi» latinoamericano, casi todos ellos, vecinos de sus vecinos, se dedicaron en la medida en que pudieron a borrar y sobre todo a emborronar su pasado, justificando los crímenes cometidos, amañando su recuerdo y sus propios mecanismos de memoria, redondeando el no saber, el delegar, el obedecer, el que fueron otros lo autores. También pusieron sus «conocimientos» al servicio de dictaduras criminales, como Barbie en Bolivia.
El caso del piloto argentino es diferente. Protegido por unos documentos de identidad que le otorgaban la protección de otra nacionalidad, se permitió de manera al parecer reiterada el lujo de jactarse de haber arrojado vivos al mar a personas adormecidas a la fuerza. Se debió sentir muy impune para revelar semejante atrocidad. Además tenía que saber que estaba perseguido por jueces argentinos. ¿Contaba con la lentitud de los juzgados argentinos renuentes, como lo han sido los españoles en otros casos, a remover el pasado? Cuesta remover el pasado. Cuesta meter el pico y la pala, llevar adelante el sumario, inquietar a quien todavía tiene algo de poder social, aunque sea residual. Esas historias acaban salpicando al sistema social que permitía la impunidad, a sus policías, a sus gobernantes, a todos los que, sabiendo quienes eran, se han encogido de hombros o les han dado cobertura.