En el limbo


El fracaso del nuevo Estatuto no tan sólo no resuelve lo que pretendía, sino que nos ha dejado sin horizonte político. Ahora ya tenemos al gobierno discutiendo si la financiación ofrecida por Zapatero para el tercer año sería poco o muy asumible, e incluso algún político nacionalista dice que encontraría aceptable una sentencia del Constitucional, aunque lo interpretara, naturalmente, a la baja. Si releyéramos las declaraciones sobre lo que tenía que garantizar el nuevo Estatuto, caeríamos con el culo en tierra. Quizás lo tendríamos que hacer.

La gran novedad, desde mi punto de vista, no es que la reforma del Estatuto no resuelva el expolio fiscal de Cataluña, la bilateralidad de la relación con el Estado, que el catalán no acabe siendo tan oficial como el español o que sólo se nos deje decir que alguien dice que somos una nación si lo decimos en unos Juegos Florales. Al fin y al cabo, esto simplemente prorroga una situación largamente experimentada y, ¿por qué no reconocerlo?, asumida impasiblemente por una mayoría de catalanes. No: la novedad más dramática es la carencia de horizonte. Es lo que reconocen voces de procedencias diversas. Lo acaba de escribir Ferran Mascarell en el AVUI (30 de junio): «Sabemos que la España plural es pura retórica. Sabemos que en Madrid no hay aliados, porque defienden intereses radicalmente diferentes». Y Jordi Pujol lo afirmaba el 26 de junio a RAC 1 cuando reconocía que el «no independentismo» también lo tiene difícil (como el independentismo), que «el momento es muy complicado» y que «por ahora» Cataluña no puede esperar «grandes cosas positivas». Todo esto, en unas declaraciones que completaban su escrito en el cual afirmaba que el traje, el pacto de la Transición, se había «estropeado» y que era casi imposible rehacerlo.

Cito a Mascarell y a Pujol porque, desde tradiciones políticas e ideológicas contrapuestas, son hombres de larga experiencia de gobierno, moderados, vinculados a los dos grandes partidos del país y que, relativamente apartados de vínculos institucionales, ambos se expresan con mucha libertad. Pero más allá de las opiniones expertas, también están los hechos tercos, los datos incontrovertibles, las estrategias confesadas que preparan PP y PSOE para Cataluña, la debilidad de nuestros partidos, el desengaño de la ciudadanía y, por encima de todo, la incapacidad de nuestros políticos de dibujar ningún escenario que no sea lo de la resignación, el de no parar de tirar de la cuerda, dando vueltas y más vueltas, para sobrevivir como sea, a la espera de tiempos mejores. Simple y corto: de seguir en la resistencia. Los mismos Mascarell y Pujol no proponen ninguna salida convincente. Mascarell recomienda a los socialistas catalanes que renueven su discurso hacia el Estado, de forma que sea «menos acomplejado en términos de soberanía: si Cataluña es una nación, hay que hacerlo notar». Y Pujol no da ninguna otra salida que la de esperar a ver si en el futuro el Estado «se apea del burro», una espera absurda, porque el Estado va a caballo, y al galope. Todo, por no hablar de ERC, que amenaza con exigir el concierto económico. Si se nos ha repasado con una reforma estatutaria propuesta por el 90 por ciento del Parlamento, y según parece, en las mejores circunstancias nunca imaginables -coincidencia socialista en los dos gobiernos, PSOE en minoría en Madrid e independentistas en el gobierno de aquí…-, ¿cómo se pretende conseguir un concierto económico? En casa, cuando alguien se hace el imbécil con amenazas ridículas, le soltamos: «¡Eres un bocas!».

Podría mencionar, también, el artículo-manifiesto de esta semana firmado por el exconsejero de Justicia del primer tripartito Josep Maria Vallès, en el de Interior y Sanidad en los gobiernos de CiU Xavier Pomés y por varias personalidades, que, ante la gravedad del momento, prevén o bien una respuesta conformista que provocaría una «provincialización» creciente de Cataluña, o bien una réplica que obligaría a una redefinición del pacto fundacional de la democracia española, y que, si lo entiendo bien, quiere decir una reforma de la Constitución del 1978. Es un texto importante, pero a la vez tampoco señala una salida creíble. Primero, porque la «provincialización» está tan avanzada que ya no la pararía ni el cumplimiento escrupuloso del nuevo Estatuto. Y segundo, porque plantear una reforma constitucional sin un acto de autodeterminación previo, sería entrar en un proceso incierto que podría acabar peor de cómo estamos ahora. Y pongo por testigo las diversas advertencias del padre de la Constitución, Miquel Roca.

Y, aun así, la situación es de una claridad meridiana. Si España no tiene solución, si España no es la solución, si España no quiere otra solución, ¿por qué no aceptamos que la única salida que depende estrictamente de nosotros, la que no pasa para pedir permiso a nadie más, es la de la independencia? De manera sorpresiva, los argumentos contra la independencia son del tipo: «La independencia no puede ser y, además, es imposible». Quiero decir que, los que argumentan en contra, son los que la hacen imposible. No soy tan estúpido como para menospreciar las dificultades del proceso, es claro. Pero si me ponen ante la alternativa de una imposibilidad históricamente contrastada -el encaje en España- y una imposibilidad por contrastar, me decanto por la segunda vía. De hecho, el proceso hacia la independencia, como decía, es el único que depende de nosotros mismos -de una mayoría parlamentaria sólida que lo proclamara-, es un proceso que va mucho más allá de las reivindicaciones fiscales de ahora, y es un proceso en la buena dirección de la radicalidad democrática. (Y añado: es el único camino que haría que nos tomaran en serio en España y en el mundo.) Insisto en la idea de «proceso», es decir, de camino largo, para convencer a los temerosos con argumentos, modelos y garantías sólidas y rigurosas. Aún más: tiene que ser un proceso sin demagogias ni falsas expectativas: la independencia no es Jauja ni garantiza un buen gobierno, del mismo modo que la emancipación de un hijo no lo lleva a tener automáticamente una vida con menos dificultades, sino completamente al contrario. Pero son sus propias dificultades, es la posibilidad de dibujar su propio futuro y, sobre todo, la oportunidad de conseguirlo.

La alternativa que nos promete la actual política, el camino que señalan los críticos que no se atreven todavía a aspirar a la independencia, es una eterna permanencia en el limbo. El limbo, según la doctrina cristiana, es el lugar donde quedan las almas de los justos que esperan -de hecho, inútilmente, porque no han sido bautizados- la redención del género humano. Es decir, es una sala de espera que no tiene salida. Los antropólogos dirían un «no lugar». Una terminal T sin aviones. Y el Dante, en la Divina Comedia, situaba al limbo en el primer círculo del infierno.

Publicado por Avui-k argitaratua