A los jueces que, en 1630, condenaron en Milán a suplicios atroces a algunos acusados de haber propagado la peste con ciertos inventos tan toscos como horribles, les pareció que habían tenido un actuación tan memorable que, en la propia sentencia, después de decretar, además de los suplicios, la demolición de la casa de uno de aquellos desventurados, mandaron que en aquel lugar se elevase una columna que debería llamarse infame, con una inscripción que transmitiese a la posteridad la noticia del delito y de la pena. Y no se engañaron: aquel juicio fue sin duda memorable». Así empezaba Alessandro Manzoni, el autor de la célebre novela Los novios, su Historia de la columna infame, un alegato sin concesiones contra la tortura que publicó en 1842.
Fue, efectivamente, memorable, tanto el proceso aberrante contra aquellos desdichados, un barbero y un inspector de sanidad, torturados primero para que confesaran un delito que no habían cometido, y torturados después hasta la muerte como castigo por el delito inexistente, como la columna supuestamente conmemorativa y ejemplarizante. Y fue memorable porque casi un siglo y medio después de tamaña atrocidad, el espíritu de la Ilustración recuperó aquella vergüenza para construir sobre ella el fundamento de la abolición de la tortura.
La práctica de los suplicios se consideraba connatural al derecho de juzgar. Según decía Manzoni, «la ciega deferencia por la antigüedad y el derecho romano» impedían que se declarara injusta y absurda la tortura. Fue el jurisconsulto Cesare Beccaria (1738-1794) quien arrinconó aquel obstáculo con su ensayo De los delitos y las penas, publicado en 1763, en el que promovía la abolición de la tortura, de la pena de muerte y la reforma de toda la legislación criminal.
Cinco años más tarde, un compañero de tertulias intelectuales de Beccaria, Pietro Verri, publicó Observaciones sobre la tortura, una investigación acerca del caso de aquellos infelices milaneses acusados de propagar la peste. Con ella, Verri demostraba cómo los tormentos a los que fueron sometidos les habían acabado arrancando la confesión de un delito física y moralmente imposible. «Si una sola tortura se evitase gracias al horror que expongo, daré por bien empleado el sentimiento que siento, y la esperanza de obtenerlo me recompensa», escribía aquel filósofo y economista ilustrado.
Años más tarde, Manzoni, que puede ser considerado como un predecesor de la novela histórica, incorporó aquel episodio milanés a la trama de la primera versión de su novela más conocida, Los novios, pero después la retiró, quizá, como pensaba Leonardo Sciascia, porque le parecería disonante e inadecuada la brutalidad del caso con el planteamiento de una obra de ficción, aunque tuviera base histórica.
Lo cierto es que el novelista decimonónico no dejó en un cajón lo que había podado. Por el contrario, construyó el ensayo citado al inicio sobre la historia de la columna infame y lo cargó de argumentos contrarios a la aplicación de la tortura. Lo hizo buscando y desmontando los razonamientos de aquellos teóricos que desde la época de los romanos condenaban el uso exagerado de la tortura, pero seguían considerando que su existencia era necesaria y admitían su uso de forma moderada en la administración de la justicia, como el jurista e inquisidor del siglo XVI Paride del Pozzo, que condenaba a aquellos jueces que «sedientos de sangre, anhelan estrangular, no con una finalidad reparadora o como ejemplo, sino para su propia gloria, y por ello han de considerarse homicidas». O su contemporáneo, el penalista español Antonio Gómez, que se expresaba en términos parecidos. «En estos testimonios –decía Manzoni– nunca hemos encontrado quejas contra jueces que aplicaron tormentos demasiado ligeros».
La columna que debía condenar a la infamia eterna a las víctimas de aquella forma aberrante de administrar justicia fue demolida en 1778 y, en su lugar, se levantó una casa. Sin embargo, siglos después aquel método sigue en pie. «Los males que combate el espíritu ilustrado han demostrado ser más resistentes de lo que imaginaban los hombres del siglo XVIII e incluso se han multiplicado desde entonces», escribe el pensador Tzvetan Todorov en El espíritu de la Ilustración.
Efectivamente. Basta ver las fotos de torturas ejercidas en Irak y Afganistán por soldados de Estados Unidos, las mismas fotos que el presidente Barack Obama quiere mantener en la oscuridad, como material clasificado. Y más aún, basta con escuchar lo que dice Dick Cheney, en total sintonía con quienes consideraban natural el uso de aquellas prácticas, según denunciaban los ilustrados italianos. El exvicepresidente de la era Bush sigue insistiendo en la necesidad de aquellos métodos utilizados en los interrogatorio después del 11-S y los califica de «legales, esenciales, justificados y exitosos». H
*Periodista