Han transcurrido tres décadas desde la aprobación de la Constitución de 1978 y de los primeros estatutos de autonomía. Según los criterios sociológicos habituales, equivalen a dos generaciones. Obviamente, hoy sabemos muchas más cosas sobre las luces y sombras del modelo constitucional actual de lo que nos imaginábamos, más de lo que sabíamos en los tiempos de la transición de finales de los años setenta. Básicamente, el nuevo marco jurídico permitió salir de una dictadura y de un Estado muy centralizado para pasar a una democracia con ciertas dosis de descentralización. Aun así, el problema históricamente irresuelto de como reconocer y acomodar una realidad plurinacional no ha quedado solucionado en el marco jurídico actual. Voluntariamente o no, el modelo constitucional ha confundido desde sus inicios dos cuestiones: la descentralización del Estado y la acomodación política de su pluralismo nacional interno. [Más:] Se trata de dos cuestiones que requieren técnicas, instituciones y procesos de decisión diferenciados. En cambio, el modelo actual trata de diluir el segundo objetivo en el primero, facilitando un modelo «regionalizador» que mantiene la primacía práctica en el terreno político y económico del poder central (con la excepción vasca y navarra) y trata las «comunidades autónomas» de un modo uniforme y jerárquicamente inferior respecto de las instituciones y los procesos del poder central. La regulación de la plurinacionalidad es inexistente y la descentralización ha acabado con unos autogobiernos con un bajo contenido de decisión política y económica real.
Hace pocos años, la reforma del Estatuto de Cataluña marcaba tres objetivos básicos para superar las carencias del modelo anterior: 1) el establecimiento de un reconocimiento explícito de la realidad nacional catalana; 2) una profundización y una mejor defensa del autogobierno político que permitiera desarrollar políticas propias y diferenciadas por parte de la Generalitat; y 3) un modelo de financiación que acabara con una excesiva «solidaridad» interterritorial, una solidaridad que no tiene paralelo en otros estados europeos y que en la práctica se convierte en un auténtico expolio fiscal con un déficit alrededor del 10% del PIB de Cataluña. El resultado del Estatuto aprobado finalmente en el año 2006 presenta deficiencias en los tres aspectos y, además, se encuentra pendiente de un recurso ante el Tribunal Constitucional (TC) -un tribunal cuya regulación constitucional presenta graves problemas de legitimidad que afectan a su composición, a sus procedimientos y a su dependencia de los partidos de ámbito estatal- que también afecta a estos tres aspectos.
¿Cual tiene que ser la respuesta de las formaciones políticas y de la sociedad civil del país si el TC rebaja todavía más el contenido del reconocimiento, el autogobierno y la solvencia económica de Cataluña? Creo que esta respuesta ya no puede ser la tradicional, es decir, la de acatar la sentencia y abrir una doble estrategia que combine la táctica del «pescado al casto» a corto plazo con una próxima reforma estatutaria a medio plazo. Hoy sabemos mejor que nunca lo que esta estrategia da de sí: una reformulación legal que, tras muchos costes en el proceso, no cuestiona las bases regionalizadoras y marcadamente jerárquicas entre el poder central y unas autonomías consideradas de manera uniforme; que no hace suyo el pluralismo nacional, cultural y lingüístico internos del Estado; que invade competencias estatutarias; que mantiene una estructura centralizada en el poder judicial y en la fiscalidad; y que monopoliza la política europea e internacional.
Si la sentencia del TC afecta aspectos clave del Estatuto como la lengua, el contenido del autogobierno, las bases del sistema de financiación o el reconocimiento simbólico de la realidad nacional catalana, la respuesta tendría que ser unitaria, planteada a medio plazo, y mucho más contundente que las realizadas habitualmente. De hecho, se trataría de establecer una reacción tan inmediata como medio plazo ante el intento de diluir la realidad nacional de Cataluña en el modelo jerárquico y homogeneizador del Estado. Las cosas no tienen que acabar con una manifestación en la calle y unas cuántas declaraciones tan claras cómo inútiles. Se tienen que tomar medidas que puedan afectar la legitimidad del Estado y que faciliten la proyección nacional del país en varios escenarios. Esto se puede concretar en tres tipos de acciones: 1) la internacionalización del conflicto; 2) prácticas de desobediencia civil; y 3) medidas de insumisión fiscal. La internacionalización del conflicto requiere una política informativa y de busca de alianzas que hagan que la causa catalana sea conocida y «simpática» con el fin de tener voz y de construir alianzas con otras fuerzas políticas de todo el mundo. Las prácticas de desobediencia civil afectan a cuestiones como el incumplimiento de determinadas leyes estatales (uso de banderas, regulación de los modelos educativo y de salud, de las regulaciones sobre el poder municipal, del modelo de universidades, etc.). Estos dos tipos de acciones afectarían tanto a las fuerzas políticas como a las organizaciones de la sociedad civil. Las prácticas de insumisión fiscal, siempre técnicamente más complicadas, requerirían el acuerdo de las fuerzas políticas del país y también del poder local. Se trata de establecer programas contundentes que guíen el malestar del país y que establezcan una estrategia de autoafirmación nacional y de proyección política del país con vocación de futuro. Liderar es ofrecer proyectos, modelos y estrategias. La pregunta -que quiere ser más pertinente que impertinente- es si las fuerzas políticas catalanas y sus líderes actuales están capacidades para llevar adelante la autoafirmación nacional y la proyección política que el país y sus ciudadanos necesitan en los próximos años.