Hace pocas semanas, en el aula magna de la Universidad de Barcelona, hablé de este siglo pasado nuestro, el siglo XX, como de un tiempo de desastres humanos infinitos, de muertos en masa y de deportaciones, dentro de unas jornadas dedicadas a Identidad y exilio, que se ocupaban sobre todo, muy justamente, de quienes padecieron el final de la Guerra Civil Española. Los usos de la memoria, quise recordar, son siempre parciales, ideológicos, emocionales, y casi siempre condenatorios o justificadores: mirad como aplicamos el concepto y la expresión de memoria histórica, como si sólo tuvimos que conmemorar aquellas víctimas que sentimos más próximas, en el tiempo, en el espacio, y sobre todo en la afinidad ideológica o política. El resto parece que no son históricas o no merecen homenaje o memoria. La memoria es corta y es parcial e injusta, pero la historia es larga y el mundo es grande.
El siglo XX ha sido, o esto solemos pensar, el siglo de los grandes progresos, el siglo de la libertad, del bienestar (al menos para el mundo que decimos «rico»), el tiempo de la democracia en expansión, de la igualdad, de la ciencia y de la técnica, del conocimiento y de la comunicación, y de todo esto estamos muy, muy, pagados. Pero ha sido también, ¡ay dolor!, el siglo de las grandes catástrofes, de las guerras más extensamente destructivas, de las peores dictaduras, de los campos de concentración, de las matanzas y deportaciones, de los exterminios y de los más grandes desplazamientos forzados de la historia. Y ¿cómo ha sido posible todo esto? No lo sé, no lo entiendo, aunque sobre esta materia se han escrito miles, incontables libros.
No entiendo como fue posible el primer gran genocidio del siglo, durante la I Guerra Mundial, con un millón y medio de armenios deportados por los turcos hacia el desierto de Siria, exterminados en sus pueblos o por el camino, dejando extensiones de cadáveres y de huesos en el suelo, y todavía no reconocidos como víctimas en Turquía, todavía no dignos de memoria. De la misma manera que en Rusia no es digno de memoria el gran exilio blanco tras el 1917, ni el Holodomor en Ucrania en los años treinta, que hizo cuatro o cinco millones de muertos, labradores «contrarrevolucionarios», y el recuerdo de los millones de deportados y muertos en el Gulag es todavía conflictivo y bien poco «democrático». Y todavía menos se recuerda la deportación en masa de pueblos del Cáucaso después de la Segunda Guerra, otros olvidados de la historia.
De la destrucción de los judíos sí que hablamos, sí que tenemos en la memoria el Holocausto como emblema absoluto, el mal total, el horror de una idea de inhumanidad. Pero no sólo hay quién lo duda, como un obispo integrista insensato, sino que hay insignes intelectuales que lo rebajan al nivel de cualquiera otro exceso o desgracia, y hay predicadores abundantes que en las mezquitas lo niegan, como hace el presidente del Irán, civilizado aliado nuestro, según parece. Y volviendo a la mala memoria, no recordamos -al menos en Europa- los millones de desplazados y de muertos que produjo, el 1948, la división de la India y de Pakistán, «país de los puros». Ni los dos millones de «pieds noirs» obligados a huir de Argelia en el 1962. Ni los dos millones de cubanos exiliados o escapados de su país los años 60, calificados de gusanos por el castrismo y sus amigos: gusanos, no personas, ya se sabe por qué. Y así podríamos continuar en el Vietnam, en Camboya, en la China de Mao, a la Afganistán los años 80 después de la invasión soviética, en el Kurdistán, y en tantos países de África. Los muertos y los deportados son infinitos, la memoria es muy corta y muy parcial, a menudo muy inmoral.
Como ha pasado, y pasa, con el olvido general de los alemanes, no de los culpables, sino de los inocentes. En Polonia, ahora mismo, empiezan a abrir fosas comunes, con miles de cadáveres, que se llenaron los meses finales de la guerra, el 1945. Las víctimas del Ejército Rojo fueron infinitas (cómo infinitas las de la invasión nazi); las mujeres alemanas, violadas por millones; la gente asesinada en pueblos y ciudades, como los que ahora salen a la luz en Malbork, antes Marienburg: dos mil enterrados desnudos en una sola fosa. Entre trece y dieciséis millones de alemanes fueron desposeídos de casas y tierras donde habían vivido siglos y siglos, lanzados a los caminos, y obligados a huir hacia el oeste, y las regiones donde vivían ahora son polacas, o rusas o checas. Y dos millones de civiles murieron con violencia en las regiones ocupadas por los soviéticos. Pero sentir piedad parece que es muy feo, conservar una memoria piadosa es sospechoso.
En Palestina, en el año 1948, huyeron o fueron expulsadas 400.000 personas, y todo el mundo lo recuerda y lo pone encima de la mesa, muy justamente. Dos o tres años antes, millones y millones de civiles alemanes tuvieron que dejar para siempre su país, expulsados con violencia extrema, y recordarlos, y menos todavía reconocerles alguna forma de derecho o de reparación, no se considera democrático o digno. Tal como dice el historiador inglés Giles MacDonogh, autor del libro «After the Reich»: «Todavía queda el sentimiento concreto de que no es intelectualmente respetable ni socialmente respetable ocuparse de estos temas». Y así olvidamos que somos sobre todo humanos, y que ninguna memoria será «histórica» ni «democrática» ni nada si, antes de ser ancha y humana, es estrecha, parcial e interesada.
Noticia publicada al diario AVUI, página 20. Sábado, 7 de marzo del 2009