Sorprende la falta de actuación de que han dado muestra los responsables políticos de los países avanzados ante lo que era una evidencia desde hacía tiempo, como es la llegada de la crisis. No han tomado ninguna medida -al menos esa sensación han dado- hasta que el inmenso meteorito que se venía encima ha impactado sobre la superficie de la economía, convulsionando lo que se pretendía una superficie estable y firme que ahora amenaza con hundirse bajo nuestros pies. Ahora, los responsables políticos, emulando a los fontaneros chapuzas, corren desesperados, intentando taponar las fugas que surgen a todo lo largo de la tubería de aguas fecales del sistema económico vigente; aguas que amenazan con anegarnos a todos.
Los vocingleros de la libertad de mercado nos han ensordecido con su griterío de pajarería tropical a lo largo de dos décadas, interpretando que el fracaso de los sistemas socialistas ponía de manifiesto que la economía de mercado, libre de cualquier injerencia de los poderes públicos, constituía la única economía posible. En el momento presente aguardan a que los inmensos recursos de los Estados les saquen de la crisis en las que nos han metido a todos. Y es que el modelo de competencia perfecta diseñado por Adam Smit podrá darse en una economía aislada y a pequeña escala, con agentes económicos de parecidas dimensiones. La realidad económica actual globalizada, sin embargo, es el campo de unos agentes con unos índices diferenciales casi infinitos, como pueden ser los que separan a un trabajador normal de una multinacional ¿Cómo se puede pretender que en tales circunstancias es posible la competencia? Además el objetivo de las grandes empresas se dirige precisamente a aniquilar la tal competencia y poder imponer el precio de monopolio. Quizás éste no es posible, pero si el de oligopolio que acuerdan tan frecuentemente las multinacionales que actúan como inmensos carteles. Por lo que toca a los políticos, estos no son sino los mandatarios de las clases socio-económicas todopoderosas, quienes permanentemente marcan las decisiones a tomar, como lo refleja de una manera sin igual el funcionamiento de la Unión europea.
En el marco de la actividad productiva existen dos funciones, una estrictamente productiva y la otra no. Hasta los economistas clásicos, como el mismo Adam Smit, reconocen que el trabajo es el instrumento de creación de productos y servicios. Producto, en realidad, es un objeto al que se ha llevado desde un determinado estado a otro en el que aparece transformado o modificado en su posición. Este proceso únicamente es factible actuando directamente sobre el mismo. El trabajo es el único instrumento de creación de riqueza. No obstante, mayor importancia que la misma producción tiene la acumulación de bienes. Contra lo que cabría pensar no existe relación entre el sujeto que aplica el trabajo y quien acumula los productos o utiliza los servicios desarrollados por otros y aquí se encuentra la clave del quehacer económico. En épocas pasadas los poderosos acumulaban el trabajo de los esclavos y de los campesinos. En el capitalismo moderno los poderosos acumulan a través de la posesión de los medios de producción o de los recursos financieros, desvirtuando el principio de que el trabajo es el instrumento de la producción misma.
El dinero, por su parte, constituye el instrumento que facilita el intercambio de mercancías y servicios. Históricamente ha sido una mercancía más de un alto valor y fácil salida en el mercado. Oro, plata, cobre… han sido los más socorridos, sin exclusión de otros bienes perecederos, pero igualmente apreciados, por ejemplo el arroz en el Japón tradicional. Marx con la profundidad de su pensamiento, destacó las peculiaridades que tenía el dinero como mercancía y puso de relieve que el mismo papel moneda no tenía otro valor que referido al real de los productos y servicios de los que era título legal. A decir verdad, la relación entre el papel moneda y la riqueza concreta se ha mantenido hasta épocas recientes. Es cierto que la referencia al oro y plata resultaba difícil, dado que no existía metal precioso en una medida adecuada para avalar el valor de la economía mundial. De hecho, la época en que la economía mundial ha funcionado apoyada en el patrón dólar, éste ha sido respaldado por el valor de la economía americana. En cualquier caso un valor real y concreto. Las cosas cambiaron radicalmente desde el punto en el que se dejó flotar al dólar, por exigencia de los intereses especuladores de las grandes finanzas, a partir de los años setenta del pasado siglo.
El organismo americano de emisión de moneda, la reserva federal emitió moneda sin tener en cuenta el valor real de la economía americana. La demanda de papel verde creó la ilusión de la creación de dinero sin medida, especialmente por quienes podían ofrecer a los americanos una riqueza continua, quizás sin la preocupación de exigir equilibrio entre los bienes que ofrecían y el papel verde que recibían, como ha sucedido con los países con petróleo. Sobre ese dinero se han lanzado los especuladores financieros, conscientes de que, cuantos más dólares poseyesen, mayor participación tendrían en la economía real. En cualquier caso, la carrera por acumular dinero favoreció la producción de unos títulos que se desvalorizaban en la medida en que aumentaba su cantidad en el mercado. Todos estos títulos han sido objeto de manipulación por parte de las entidades financieras que terminaron por olvidar que la riqueza solamente se encuentra en los bienes y servicios. Algunos expertos calculan que en las transacciones financieras de cada día, únicamente la décima parte del valor de las mismas correspondía al valor efectivo de la economía, mientras nueve partes del dinero negociado representaba operaciones de especulación. Hay también quien señala que la deuda pública americana en poder de individuos y estados extranjeros representa un valor nominal al que no podría hacer frente el conjunto de toda la economía de U.S.A., incluyendo el valor de inmuebles y conjunto del patrimonio nacional. El panorama es terrorífico.
En tiempos pasados, cuando sobrecogidos por lo que había sucedido a las economías avanzadas en los años treinta del pasado siglo, se nos explicaba que los Estados eran conscientes de la inconsciencia de los responsables políticos y sociales de aquel momento histórico y que existían mecanismos suficientes para evitar movimientos sociales de aquella índole. Los hechos parecen negar tal precaución. La crisis de 1929 fue resultado de la especulación bursátil que afectó a una sociedad americana demasiado segura en sí misma. La boyante economía de los años veinte llevó a sobrevalorar las acciones de las empresas productoras, en algunos casos por un montante que doblaba su valor real. La caída violenta convulsionó al entonces mundo avanzado. Aterra pensar que en el momento presente pueda existir una masa monetaria que representa diez veces más el valor real de la economía. Quiere decir esto especialmente que, quienes vivimos del trabajo podemos ver reducido en un momento el valor de nuestro dinero a la décima parte de lo que vale, porque el dinero de los especuladores vale en el mercado igual que el nuestro y esa gente no es amiga de reducir beneficios, ni de compartir ganancias.
Marx se quedaría asombrado si pudiera contemplar a donde ha llegado el capitalismo. Hoy en día yo soy pesimista con respecto a la posibilidad de que la autodestrucción del capitalismo pueda dar paso al socialismo, como apuntó en su momento el mismo Marx, pero me parece que sí tenía razón cuando advirtió que el capitalismo se autodestruiría. Me preocupa, sobre todo, lo que pueda suceder con quienes nos sigan.