El 8 de agosto del 2007 siete pescadores tunecinos rescataron a 44 náufragos en las aguas del Mediterráneo y los condujeron a la isla de Lampedusa, en Italia, a unas pocas millas de donde se encontraban, Allí los salvadores recibieron el trato que merecían: fueron encarcelados e incomunicados durante 32 días y ahora aguardan el resultado de un proceso judicial que puede acarrearles penas de hasta 15 años de cárcel por «favorecimiento de la inmigración clandestina». Las leyes del mar y de la humanidad obligan a socorrer al prójimo; las leyes de la UE prohíben y castigan la compasión.
La verdad es que tampoco hace falta prohibirla. A finales del pasado mes de julio una imagen terrible dio la vuelta al mundo. Era la fotografía de dos bañistas italianos, semidesnudos sobre la arena de una playa napolitana, que comían y bebían plácidamente a pocos metros de los cadáveres de dos adolescentes gitanas que habían muerto ahogadas a la vista de todos sin que nadie las socorriera. Así son las cosas: a los compasivos se les manda a la cárcel, a los indiferentes se les recompensa con comida, bebida y toda clase de mercancías baratas.
Porque no son la ignorancia o el miedo lo que nos impide reaccionar frente al dolor del prójimo; es que el dolor del prójimo, de un modo u otro, nos produce placer. También en Italia, también a finales de julio, cientos de visitantes hacían cola en un parque de atracciones de Milán para obtener, a cambio de un solo euro, el goce barato de una experiencia extrema: un simulacro de ejecución en el que un maniquí muy realista se retorcía y humeaba encadenado a una silla eléctrica. Madres y padres compartían alborozados el espectáculo con sus hijos y el dueño de la máquina exultaba de alegría viendo aumentar minuto a minuto sus ganancias. Se dirá que se trataba de una simulación inocente y que en realidad nadie moría achicharrado; pero lo cierto es que lo que el espectador sentía no era el alivio de que no hubiera realmente un hombre sentado a la silla sino el placer de que lo pareciera. Y por lo tanto el deseo inconsciente de que lo fuera o al menos la desilusión de que no lo fuera.
En Iraq, los torturadores estadounidenses en la prisión de Abu-Ghraib se hacían fotografiar ingenuamente junto a sus víctimas iraquíes imitando precisamente a los visitantes de Disneylandia (o de las Pirámides). Sabrina Hartmann, la angelical sargento asesina, no hacía nada muy distinto de las madres y niños de Milán. Su pureza aterradora, frívolamente turística, no expresa la maldad humana ni los horrores intemporales de la guerra; desnuda más bien el infantilismo cruel de una sociedad llamada de «consumo» en la que uno no puede comer chocolatinas en Madrid sin reproducir la esclavitud de los 284.000 niños esclavos que recogen cacao en Africa Occidental y en la que, al mismo tiempo, la imagen de una ejecución o una escena de tortura producen el mismo placer que una chocolatina. No hay ninguna diferencia, o muy poca, entre los torturadores de Iraq y los visitantes del parque de atracciones de Milán; y que las cámaras de suplicio y los parques temáticos son triviales experiencias de consumo capitalista, inscritas en un horizonte común, lo demuestra el hecho de que los ocupantes que han destruido Iraq van a levantar ahora sobre sus ruinas, en el centro de Bagdad, una filial de Disneylandia para que los hijos de los torturados y desaparecidos consuman o vean consumir diversión manufacturada estadounidense.
Si uno se fija bien, la indiferencia de los bañistas italianos, con sus sándwiches en la mano, es muy semejante a la de los que mueren en el Tercer Mundo de inanición, sin nada que llevarse a la boca, desinteresados ya de todo lo que no sea su pura supervivencia biológica. La hambruna extrema y la extrema abundancia producen los mismos síntomas: la necesidad del canibalismo y el desprecio por todos los lazos humanos. Para eliminar la compasión no hacen falta leyes ni cárceles; tras el fin de la segunda guerra mundial, Europa y EEUU se dedicaron -paradoja capitalista- a alimentar el hambre de sus ciudadanos, convirtiendo todos los objetos en mercancías; es decir, en cosas de comer que excitan, y no calman, el apetito. Ningún etíope, ningún haitiano, ha tenido nunca tanta hambre como un consumidor medio occidental: nos comemos no sólo el pan y la carne sino también los carros, las lavadoras, los teléfonos celulares, los cuerpos, los monumentos, los paisajes, las imágenes, a una velocidad que deja fuera todos los placeres que no tengan que ver con la destrucción inmediata (que es lo que etimológicamente quiere decir la palabra «consumo»). Este modelo es ya universal y modela las cabezas de todos, incluso -o sobre todo- de los que no pueden acceder al mercado. Para comerse un mango o un bistec hay que destruirlos; para amar un cuerpo, un niño, un cuadro, un libro, un árbol, hay que conservarlos. En España hay más teléfonos celulares que habitantes y los españoles cambian de modelo cada seis meses; cada seis meses mueren 200.000 congoleños extrayendo el coltán necesario para fabricarlos. Pero una madre tarda nueve meses en gestar un niño; un enamorado tarda años en explorar el cuerpo de la amada; un poeta tarda décadas en gestar una metáfora; un pueblo tarda siglos en construir una historia; y un dios cualquiera tarda milenios en construir un mundo. Destruir un mango con los dientes es muy agradable, sobre todo cuando se hace en compañía; pero destruir en solitario -con los ojos y con la billetera- la ropa, los electrodomésticos, las casas -cada vez más deprisa, cada vez más deprisa- no produce placer: produce sólo hambre. Y el hambre es incompatible con la civilización.
Los soldados de Abu-Gharaib se formaron no en el ejército sino en Disneylandia; los bañistas de Nápoles y los visitantes del parque de Milán se formaron no en la guerra sino en la televisión y en el centro comercial. Por eso todo esta gente tan normal es tan peligrosa.