Hijos de la prisa


Los griegos clásicos condensaron las características distintivas de los humanos en el mito de Prometeo y Zeus (recogido en el diálogo Protágoras de Platón). Los dioses encargan a los hermanos Prometeo y Epimeteo que distribuyan capacidades a los animales y a los hombres para que puedan desarrollar sus vidas. Epimeteo pide hacer la distribución. A unos les concede fuerza, a otros velocidad o alas para huir, etcétera, de forma que ninguna especie corra el riesgo de ser aniquilada. Cuando ya había distribuido todas las capacidades, aún quedaba la especie humana sin asignación alguna. Y ya era el día en que expiraba el encargo de los dioses. Prometeo, tratando de hallar alguna rápida protección para los hombres, roba a Hefesto y a Atenea el fuego y la sabiduría profesional (por lo que luego será castigado). Los hombres poseyeron esas capacidades, pero siguieron careciendo de la «ciencia política», ya que esta dependía de Zeus. Los hombres perfeccionaban sus tecnologías, pero cuando se reunían se atacaban entre ellos.

Temiendo que la especie humana se extinguiera, Zeus envió a Hermes a que «trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades».

Visto el desarrollo de la humanidad, parece claro que en las cantidades distribuidas de los saberes, Prometeo fue bastante más generoso que Zeus.

Se nos da mejor la tecnología que la política y la justicia. Este mito señala bien que los humanos somos hijos de la prisa y la improvisación. Un enfoque que hoy sabemos acertado a través de los estudios sobre la evolución de la vida en el planeta. La evolución no responde a ningún plan, sino que más bien supone la selección de un conjunto de azarosas improvisaciones que han resultado adaptativas.

Sabemos que las ideologías políticas, tomadas unilateralmente, distorsionan la realidad. Pero junto a las distorsiones ideológicas existen otras de las que somos menos conscientes: aquellas asociadas a cómo pensamos, a cómo usamos el lenguaje cuando tratamos de analizar e intervenir en el mundo. Veamos tres de ellas.

1. La tendencia a usar categorías muy abstractas con el fin de incluir un máximo de casos de la realidad. En cierto modo, ello resulta inevitable. Nombrar una cosa ya supone crear una abstracción. «Hablar es una exageración», decía el dramaturgo Thomas Bernhard. Pero a veces tendemos hacia lo que podemos llamar la falacia de la abstracción: creer que entendemos mejor algún fenómeno cuanto más abstracto es el lenguaje que utilizamos para describirlo, explicarlo o transformarlo. Y muchas veces lo que ocurre es exactamente lo contrario: cuanto más abstracto es el lenguaje, más pobre y alejado está de los casos empíricos a los que pretende referirse. Hegel sabía bastante de todo esto. Algunos marxistas, por ejemplo, adolecían de este tipo de distorsión cuando a través de unas pocas categorías – «lucha de clases», «base económica», etcétera-, pretendían explicar desde el imperio de los sumerios hasta las revoluciones anticoloniales.

2. La tendencia a diseccionar dicotómicamente la realidad. Dado lo general de esta tendencia, parece que nuestro cerebro muestra un apego hacia contraposiciones conceptuales del tipo razón-emociones, materia-espíritu, genética-cultura, Oriente-Occidente, yin-yang, eros-tanathos, etcétera. Muchas veces sabemos que la realidad está llena de interrelaciones, de zonas grises, de complejidades que exigen introducir matices o pensar directamente en términos distintos, por ejemplo, hablar de cultura en la genética, de emociones en la razón, etcétera. Pero ello siempre es más costoso. Necesitamos usar muchas más palabras para superar la tendencia hacia la contraposición entre unos términos que, de hecho, no son lógicamente excluyentes y pueden combinarse en diferentes formas e intensidades.

3. La tendencia del pensamiento occidental a no pensar bien la pluralidad. Hoy reconocemos que el pluralismo político y moral no es sólo un hecho insuperable, sino también un valor irrenunciable. Sabemos que frente a una determinada situación no hay una sola manera de actuar correctamente en términos morales, y que no hay una sola decisión política adecuada en un momento concreto. Casi siempre hay distintas opciones igualmente razonables. Pero en la historia de la filosofía se ha pensado de otra manera, se ha pensado en términos «monistas» más que en términos «pluralistas». Se ha pensado en el «hombre», en algún tipo unívoco de «deber», en algún sistema político ideal único (cada ideología el suyo). Hannah Arendt e Isaiah Berlin ya señalaron que la falta de pluralismo recorre el pensamiento occidental desde Platón. Pero a pesar de que reconozcamos el pluralismo de valores y de estilos de vida equiparables, con frecuencia aún seguimos pensando que sólo hay una respuesta correcta y que todas las demás son incorrectas.

Las distorsiones abstractas, dicotómicas y monistas están presentes en concepciones actuales. Piénsese, por ejemplo, en la simplificación que constituye pensar el contraste entre culturas, como un «choque de civilizaciones» (S. Huntington). Una clave para pensar y actuar mejor está en controlar críticamente esa tríada de distorsiones que vive en nuestros lenguajes. Hacerlo no siempre es fácil, requiere esfuerzo, pero resulta necesario para refinar tanto nuestras capacidades analíticas como nuestras acciones políticas y morales.

* FERRAN REQUEJO, catedrático de Ciencia Política en la UPF y autor de ´Las democracias´ (Ariel, 2008).

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua