Hoy, a toro pasado, resulta fácil decir que es lógico que fracasara aquella cura de caballo marxista dogmática y mesiánica. Pero no es solamente eso lo que ha fracasado. Igual han sucumbido en este mundo los intentos más «realistas» y comedidos como las curas paliativas keynesianas, socialdemócratas o reformistas, que sólo han prosperado para seguir alimentando esa especie de neoliberalismo que padece nuestra especie.
En mi época universitaria a los socialdemócratas se les llamaba «socialtraidores». Luego, cuando se comprobó que la Revolución no era una necesidad científica ni histórica, muchos comunistas comenzaron a llamarse, ellos ahora, socialdemócratas, al tiempo que añadían el verde al colorado. Y no puede faltar mucho, pienso yo, para que esos que se atreven aún a llamarse «progresistas» vengan a identificarse simplemente como «optimistas». Cándidos y voluntaristas unos, cínicos o resentidos otros, pero al fin y al cabo no más que optimistas.
Lo que en cualquier caso parece es que nuestra constitución, eso que llamamos la naturaleza humana, no está a la altura de los ideales que ella misma ha ido secretando y proclamando. Nuestra inercia emocional, formada a lo largo de los siglos, sigue siendo lo que es, sigue estando donde estaba, y no parece sintonizar fácilmente con nuestros proyectos racionales o morales.
Trataré de explicarme tomando como ejemplo: 1) nuestro comportamiento como padres y 2) el comportamiento del propio Marx como suegro.
1. Habíamos dejado de creer en la utopía de una sociedad justa, equitativa y saludable donde todos los hombres serían iguales por decreto. Pero éramos, aún éramos, al menos éramos socialdemócratas. Habíamos rebajado el nivel de nuestros ideales pero no habíamos renunciado a ellos. Si no era posible la absoluta justicia e igualdad entre los hombres -«a cada uno según sus necesidades, etcétera»- sí cabía aspirar a una igualdad de oportunidades: a que la salida al menos fuera igual para todos, que todos tuvieran la misma educación, las mismas oportunidades, las mismas chances.
Pero ahí estaba esa naturaleza humana dispuesta a defenderse con uñas y dientes: para desmentir con nuestra conducta, punto por punto, la más mínima convicción socialdemócrata. ¿Acaso no invertimos en la educación de nuestros hijos para que sepan más que los otros? Para que no salgan del mismo punto de partida ni en las mismas condiciones; para que dispongan de una «ventaja competitiva»; para que obtengan unos títulos cuyo valor, como siempre, es precisamente su escasez. Cuando todos tienen ya la licenciatura, los nuestros han de tener un máster; cuando los otros tengan ya el máster, les enviaremos a especializarse a Estados Unidos. Aún queremos que aprendan inglés porque la mayoría no lo hablan, pero por poco que tengan éxito los proyectos de generalizar esta lengua, les enseñaremos a los nuestros alemán, árabe o chino: cualquier cosa que los otros no tengan aún; lo que sea para que los otros no dispongan del mismo acopio de recursos y munición que los nuestros.
Pensamos como socialdemócratas, en efecto, pero actuamos como ventajistas.
2. La relación de Marx con su yerno Paul Lafargue me sirve de segundo ejemplo. Paul Lafargue es el autor de un libro magnífico titulado Elogio de la pereza: el único texto marxista que se atrevió a enfrentarse al culto al trabajo -«el héroe laboral frente al malvado capital»- que impregna desde el principio la ideología marxista. Lafargue resultó ser un joven mestizo antillano que se enamoró de una hija de Marx con la que acabaría casándose, conspirando en Barcelona y por fin suicidándose junto a ella. Pero de momento era sólo un pretendiente que solicitaba a Marx permiso para salir con su hija. Y si no recuerdo mal, la respuesta por carta de Marx, tan bestia como enternecedora, viene a decir: «No crea usted, señor mío, que yo tenga nada contra los mestizos, pero debe usted comprender que mi hija es una señorita decente y decorosa, acostumbrada a las relaciones formales y morigeradas que caracterizan a los países civilizados. Y yo temo que la excesiva pasión propia de países más calientes y con mayor promiscuidad que en Europa puedan chocar a mi hija y atentar a su natural modestia».
Descubrimos aquí un papá preocupado por la doncellez de su hija, igual que andamos nosotros preocupados en dar a nuestros hijos más recursos y oportunidades que a los demás. Y no, ni Marx es xenófobo ni nosotros de derechas; ni él es un puro victoriano, ni nosotros meros neoliberales. Es nuestra maldita condición, nuestra tan enternecedora como cruel obsesión por las crías, las que hablan y sobre todo actúan por nosotros.