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¿Nacionalista yo? No me hace falta. Me contentaría con tener un Estado. Además, es más fácil para un Estado consolidar o incluso inventarse una nación, que para una nación conseguir un Estado. ¿Europeístas los españoles? Yo también lo creía, pero veo que ahora, a cuenta de Kosovo, prefieren votar con Rusia, Chipre o Bulgaria antes que con los europeos -Francia, Alemania, Inglaterra-, a los que quieren parecerse. ¿Y cómo así? Pues, muy sencillo: porque temen el mal efecto -el «efecto contagio»- que podría tener Kosovo en lugares como Catalunya. Así lo reconocía, abiertamente, un representante del Gobierno español: «no conviene que nuestro voto negativo parezca provocado por el de nuestros nacionalismos». No conviene que lo parezca, pero en efecto, como dice Joan Ridao, bien que lo ha parecido. Y me pregunto: ¿cómo puedo ser yo de un Estado que, incluso, en temas internacionales y bien lejanos vota contra el peligro que yo represento, contra impulsos que puedo dar a mis aspiraciones? Y mi respuesta es que no, de ninguna manera: está claro que este Estado no le conviene a mi salud física ni espiritual -por no hablar de la fiscal.
Todo será más feliz y bonito, en cambio, cuando tengamos un Estado para andar por casa;: un Estado no muy grande, es cierto, pero ni más ni menos marcado por el Mercado y las Finanzas, como vienen a serlo todos. Entonces, yo me hartaré de hablar castellano. Podré escribir mis libros sobre «la hispanidad» sin que mis amigos se hagan cruces -o me crucifiquen-. A menudo utilizaré el AVE para visitar lugares tan simpáticos como ahora Madrid, con tantos museos y tantas tabernas, donde a menudo tienes la agradable sensación de que es una «ciudad abierta» -una ciudad en la que para ser, basta con llegar-. Y aquí, en Barcelona mismo, aquí la gente será más simpática y sin el recelo, el resentimiento y el cabreo que a veces parecen hacerse crónicos. Y también sin la ironía y el sarcasmo que, como dice Pujol citando a Cirici Pellicer, tan a menudo representan para nosotros una buena excusa para la mediocridad. Nos seguiremos quejando, por supuesto, pero, como en las mejores familias, el malvado será de la propia casa. Podremos por fin dejar de ser nacionalistas y, si Dios quiere, incluso catalanistas. Ya no nos distraerá aquel «diálogo de besugos» sobre la autonomía y sus sucedáneos que tan a menudo nos hace olvidar los grandes problemas de este mundo: la mitad que mueren de hambre, la otra mitad de colesterol; los que no pueden votar y los que votan… a favor de la pena de muerte; los maestros o enfermeros que ganan menos en un año que un especulador financiero en un día; los que malversan la energía del mundo, y los que utilizan la propia para matar a golpes. a la mujer…
Ya no tendremos, por fin, una identidad que nos coma el coco. Ser catalán será un accidente, una banalidad, de la cual algunos hasta se sentirán orgullosos («y es que hay gente para todo», diremos). Entonces, el nacionalismo identitario y crispado se verá sustituido por los «mecanismos de la cotidianeidad» de que habla Jordi Muñoz Molina; los mapas del tiempo, las caras en las monedas, las selecciones nacionales y la misma Liga española: «La Liga es el último capítulo de España», según dice la antropóloga Fernández Martorell. En lugar de tanta identidad, eso sí, tendremos más movilidad. Será cuando no tengamos encima un Estado que defienda su propio aeropuerto, que mantenga nuestro mercado cautivo de sus intereses, y nos haga pasar por la piedra del diseño radial de la Península y de AENA. Un capitoste de la Compañía lo decía bien claro no hace mucho: «No se le puede pedir a Iberia que monte un centro de conexiones hub en Barcelona, que canibalizaría el propio mercado de Madrid». De momento ya han conseguido que no haya conexión directa con el AVE ni siquiera entre las mismas terminales del Prat.
La identidad de Catalunya, libre por fin, consistirá en adelante en no tener demasiado: ni tanta identidad, ni tanta lengua, ni tanto destino manifiesto, ni nada de nada. Rosas but many . Identidades sí, pero muchas -incluso las que se cuecen hoy en el Raval. Todo, todo será cuando Catalunya sea independiente -o nunca-. Cuando a nuestros nietos no les duela Catalunya como a nosotros -o nunca-. Cuando Catalunya y España sean dos, y por eso mismo puedan abrazarse sin narcisismos ni masoquismos de ningún tipo -o nunca-.
2
Hablaba ayer de todos aquellos que no somos nacionalistas pero que nos hemos visto abocados a desear la independencia de Catalunya. Para los que pensamos también que la principal aspiración del nacionalismo -como la del feminismo- debe consistir en poder dejar de serlo. Para los que veíamos este hito no como un camino de confrontación sino de entendimiento y de complicidad con España. Para los que estamos aburridos de este fuego cruzado de suspicacias y componendas mutuas. Para los que desengañados de un Estatuto que allí querían «pasteurizar» y que aquí ven algunos como la ocasión para seguir jugando el juego del «peix al cove» o del «pez al cesto» en español. Un juego que, faute de mieux, puso en marcha Jordi Pujol que, como él mismo diría, «hoy ya no toca»).
Para los que creíamos, después de todo, que para ser solidario con alguien hace falta desde el comienzo no «estar soldado», y que «una relación equitativa y cordial sólo es posible cuando un país está completamente desligado del patronazgo de otro». Para los que nos parece, además, que Madrid y Barcelona, precisamente porque hoy son más semejantes, resultan más competitivas que complementarias. Para los que nos parece de este modo que nuestra independencia se ha ido convirtiendo en una necesidad más práctica que ideológica; antes en una cuestión de higiene psicológica y de proyección económica que de proyecto histórico o de quién sabe qué. Para todos estos, ya lo he dicho, es la propia fuerza institucional y social que nos daría un Estado aquello que nos ha de permitir entonces defender el castellano y muchos aspectos de nuestro bilingüismo como una riqueza, como un activo (activo cultural, literario, social) y no sólo como la imposición y la opresión que ha significado (y que nosotros, generosos y condescendientes, intentaremos ir olvidando).
Pero me diréis, como lo ha hecho más de un amigo: ¿y por qué todo eso no es posible con España y no liberándonos políticamente de ella? De entrada, sólo se me ocurre una respuesta: porque en España quieren que sigamos siendo catalanistas, defensores de lo que es nuestro, procuradores y mendicantes de los favores, las excepciones o los beneficios para nuestro «cesto».
Ved, si no, lo que les pasó tanto a Miquel Roca como a Pasqual Maragall cuando no quisieron seguir este juego y pusieron el dedo donde no tocaba, más allá de apadrinar la Constitución o los Juegos Olímpicos. Ambos fueron apreciados y ensalzados en Madrid mientras continuaban defendiendo su país o su ciudad. Hasta aquí todo muy bien: «Cada uno en su casa y Dios en la todos». Pero un buen día articularon un discurso sobre España, sobre cómo era y cómo querríamos desde aquí que fuera: una España que se podía llamar reformista, federal, asimétrica… Pero eso ya no iba a misa, y la réplica de Madrid fue clara y contundente: vosotros ocuparos de vuestros asuntos, que España es cosa nuestra. Así piensan y sienten los buenos separatistas españoles del gobierno, de la oposición o de la calle; prácticamente un 80%. De aquí que la respuesta a la pasada de Roca o Maragall fuese inmediata: ni un solo diputado para el Partido Reformista de Roca; un pacto con Mas y Montilla para echar a Maragall (a Narcís Serra tuvieron bastante con hacerlo cabeza de turco).
Eso es lo que tuvieron que encajar los que tuvieron la paciencia, la imaginación, la energía y las ganas de buscar un encaje con España.
Pero no todo son malas noticias. Mientras que, como decíamos ayer, el nacionalismo catalán tenderá a ir haciendose banal, implícito, menos voluntarista que espontáneo, el nacionalismo español, por el contrario, va recuperando todos los reflejos del nacionalismo más «nuestro» y rancio. La alergia a los catalanes y a su cantinela (que si balanzas fiscales o relaciones confederales, que si inmersión lingüística o corredores euromediterráneos) ha destapado bien vivo y explícito el nacionalismo de la opinión pública española. Una cosa, aunque no sea más, han de agradecernos: que Catalunya y el País Vasco seamos los generadores del mayor consenso español sobre la unidad y eternidad de España.
3
Como hemos visto a propósito del caso de Kosovo, ahora somos nosotros -el perfil que representamos- lo que fundamenta el acuerdo de los grandes partidos españoles y su opinión pública sobre la necesidad de transformar la ley electoral de modo que los partidos nacionalistas ya no sirvan tan siquiera de contrapeso en unas elecciones estatales. Y que de momento nos mantenga condenados al «voto útil». Un voto, como acabamos de ver, que para protegernos de la derecha madrileña puede acaba abducido e instrumentado por la llamémosle izquierda española. Ha dicho que este panorama tiene algo de bueno. Y querría añadir que tiene algo de sintomático y esperanzador.
Es bien sabido que cuando un grupo es poderoso tiende a defender la verdad de los valores o principios sobre los que se basa. Por el contrario, cuando un grupo es minoritario tiene la propensión a defender la libertad y el pluralismo. Buena muestra de ello es la misma Iglesia Católica, que mientras detentó el poder secular defendía la verdad revelada y se dedicaba a la represión o reeducación de los herejes a los que consideraban ciegos. Ahora, en cambio, cuando no tiene aquella fuerza, apela insistentemente a la libertad (libertad de conciencia, de culto, de lo que sea) que ve amenazada por el secularismo dogmático y tendencioso de los poderes terrenales que, según Benedicto XVI, «atentan contra las auténticas conquistas de la Ilustración (…), como son la libertad de fe y su ejercicio».
La Iglesia, por consiguiente, descubre el pluralismo cuando tiene que navegar a contracorriente o la brisa le viene de cara. Y esta misma regla de tres yo creo que es aplicable a los fenómenos mucho más banales de los que trato aquí. ¿Por ejemplo? Por ejemplo al hecho de que haya sido en Catalunya -en Catalunya precisamente- donde se ha manifestado por primera vez este nacional-liberalismo o nacional-radicalismo español que representa el «partir Ciutatans» – Partido de la Ciudadanía y del que Rosa Díez quiere hacer una réplica. El hecho es que desde las Cortes de Cádiz el nacionalismo español fue escorándose hacia la derecha y esgrimiendo no ya la libertad sino la tradición, el solar patrio, la religión, la nostalgia colonial y, más recientemente, una inmutable Constitución o un tipo de «democracia consociativa» que se sacaron de la manga para deslegitimar cualquier propuesta de autodeterminación por mucho que cumpla los estrictos requisitos de la Declaración de Québec (respuesta ampliamente mayoritaria a una pregunta claramente formulada). Creo lógico y saludable que sea en Catalunya donde haya salido un partido descaradamente españolista y a la vez de inspiración -o por lo menos de lenguaje- más liberal que carcamal, más irónico que doctrinario, y que rompe con aquel «nacionalismo metodológico» consistente en «comprender a incorporar tácitamente los confines territoriales de los estados como contenedores naturales de los fenómenos sociales» (Wimmer). El discurso de Albert Rivera y Francesc de Carreras es en este sentido esperanzador.
Isabel_Clara Simó lo ha explicado con un buen ejemplo. No hace falta alegrarse ni saltar de alegría -dijo- por la crisis de Unió Valenciana y del blaverismo (*) en general. «Si han caído en la crisis es porque han dejado de hacer falta: el españolismo orgánico y potente se ha merendado todo el País Valenciano, y ya no necesita ni histerias en la calle ni catastrofismos de alpargata». Pero si la Unió Valenciana ya no hace falta, Ciutatans sí que puede hacernos todavía algún servicio. «Ciutatans -concluye- sí que hace falta y eso es una buenísima noticia. El día en que nos sonrían paternalmente y nos digan que Vardaguer era estupendo ya puedes abrocharte». Sí «todo será más bonito y feliz» el día que seamos independientes y tengamos un buen y potente «Partit dels Ciutatans» como tenemos un equipo de fútbol que se llama «Espanyol»: un calificativo que sólo tiene sentido si se aplica a un equipo de fuera de España. Todo junto querría decir que la independencia de Catalunya ha dejado de ser una manera de soñar truchas o de hacer volar palomas y se habrá hecho una nomenclatura eficaz. Lo que es ideológico se habrá convertido en lógico, lo que es sentimental será ya banal; nuestro mensaje se habrá naturalizado y convertido en un paisaje. Un paisaje hoy por hoy virtual pero por el que espero puedan pasear mis hijos pequeños.
(*)Se llama «blaverismo» a la tendencia manifiesta en el País Valenciano por los sectores nacionalistas españoles a «adornar» o «completar» la bandera propia (las «cuatro barras» de la Corona catalano-aragonesa) con una franja azul que diferencie la «Comunidad Valenciana» del resto de Países Catalanes. «Blau» es «azul» en catalán.
* Traducción del catalán de Angel Rekalde y Luis Mª Mtnz. Garate