J. Gabriel De Mariscal
HE opinado hace poco tiempo sobre la pretensión de otorgar el voto al inmigrante. Creo necesario reflexionar mucho más sobre este tema crucial. Más aún después de leer la confusión en que se debate el Sr. Aierbe en el artículo que publica en DEIA (26.09.07). No voy a contestarle, porque se contesta por sí solo. La multiculturalidad puede ser un valor, pero no es algo tan simple como la mera defensa de la cultura ajena y la desvalorización de la propia. Tengo a su disposición el Manifiesto Islámico de un musulmán europeo ilustre, el Sr. Izetbegovi, y si entiende francés e inglés, obras en sentido contrario de otros intelectuales musulmanes como Mohamed Charfi o An-Na’im que propugnan la evolución del Islam hacia una mayor apertura. Después, si él lo quiere, hablamos. Y no me mente a la Unión Europea en este tema, porque no creo que, si conoce la situación del Reino Unido, de Francia o de Alemania en materia de inmigración, particularmente de inmigración musulmana, le parezca digna de imitación y deseable.
En Europa hay una masa enorme de inmigrantes. Sus características culturales no coinciden, en general, con las nuestras, pero en ciertos casos, implican no ya simple falta de coincidencia, sino oposición frontal con posiciones básicas de Occidente: separación de religión y política, igualdad de los sexos y valor de la persona individual. A todos estos imprudentes que piden el voto del inmigrante, yo les preguntaría simplemente:
¿Queréis arriesgaros a que haya autoridades que ‘impongan’ a vuestras mujeres algún tipo de velo, que hagan que vuestras mujeres vayan detrás de sus maridos, que a las jóvenes se les haga la ablación del clítoris o que dispongan otras medidas igualmente inaceptables para nuestros principios básicos? Porque en España se ven ‘ya hoy’ mujeres con velos, mujeres que van detrás de sus maridos, y se sabe de jóvenes a las que, aquí o fuera de aquí, se les ha practicado la ablación del clítoris. Todo ello con nula o muy escasa reacción de nuestras autoridades.
¿Queréis arriesgaros a tener una masa de población que, por hacerse la vista gorda a la poligamia prohibida por nuestro Código Penal, viva en plena infracción legal y crezca desmesuradamente hasta desbordar a la población autóctona e imponerle sus principios, puesto que tendría derecho a voto? Que hablen los ciudadanos de Barcelona, de Madrid, o de Andalucía.
¿Queréis arriesgaros a que entre en una casa una familia con más de una esposa, traiga más parientes, se queje al cabo de poco tiempo de que su vivienda, por el natural aumento inmigrante y vegetativo, es insuficiente para sus necesidades y, junto con otra serie de unidades análogas, alimente una protesta violenta frente a la práctica ausencia de reacción de nuestros Estados? Es uno de los sucesos que han ocurrido, p.e., en Francia, hace poco tiempo.
¿Queréis arriesgaros a que llegue a haber una masa crítica suficiente de determinado tipo de inmigrantes cuyas aspiraciones subviertan con el voto el sistema democrático y puedan establecer un Estado islámico o simplemente teocrático de cualquier tipo?
Si queréis todo eso, a mí me parecéis simplemente insensatos. Insensatez muy peligrosa para nuestras sociedades. Lo digo sin ningún ánimo ofensivo. Como mera constatación de una realidad. En el sentido de persona que se rige sobre todo por sus riñones, su hígado o su bazo, en vez de por su cabeza.
¿Quién es racista: el que denuncia ‘los hechos’ -riesgos de una inmigración masiva, enmascarados por criterios baratos de sedicente progresía-, o bien quien se opone a denunciarlos, y el inmigrante que, no contento con haber llegado adonde se proponía, aspira a que allí se funcione al ritmo de su conveniencia y de su cultura, y a mediatizar -o mediatizaría de hecho- con su voto las bases de la sociedad de acogida?
Yo quisiera saber dónde están nuestras autoridades para exigir ‘realmente’ la igualdad de los sexos, para perseguir y penar la poligamia, y para impedir abusos de diverso tipo que, cada vez en mayor medida, se van adueñando de nuestra vida cotidiana.
Quisiera saber también dónde están nuestras feministas en esta lid. Defender la igualdad del varón y de la mujer donde no existe, o encarar con empuje la amenaza a esa igualdad en nuestra propia cultura, ¿no debería ser su objetivo prioritario e irrenunciable, en vez de perder energía en futilidades como ‘el os/as’?
Quizá en Euskadi no sea tan visible lo que digo, pero eso no achica la gravedad del problema, a menos que se crea que somos de otra galaxia, y que lo que sucede en el planeta, en nuestro continente y en nuestra península es ajeno a nosotros y nos importa una higa. Peligrosa política la de ceguera voluntaria y de promoción al que te está estrechando día a día el camino, hasta que, sin darte cuenta, te des de morros contra una valla infranqueable.
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Ricard Zapata-Barrero
Sociedad abierta e inmigración
Los Derechos Humanos (1948) aparecieron en un contexto de inicios de la guerra fría entre dos bloques enfrentados (liberal/ comunista). Fueron pensados básicamente para defender al ciudadano de tendencias autoritarias de su propio Estado. Este paradigma ayuda a entender las dificultades no previstas que protagonizan los no ciudadanos que intentan pasar nuestras fronteras.
Esta asincronía entre la realidad de la migración y lo que los derechos humanos pueden gestionar se confirma con el hecho de que la libertad de movimiento fue pensada como derecho humano sólo en la dirección de salida. Esta opción salida es la que definía las fronteras, pues una parte de la población mundial no tenía esta libertad de poder salir de su territorio (la de los antiguos países comunistas), y en el marco del cual se inicia el debate sobre la sociedad abierta (los que pueden salir) y la sociedad cerrada (los que no pueden salir) de K. Popper. En el siglo XXI lo que define las fronteras ya no es la opción salida (apenas hay estados que no dejan salir a sus ciudadanos), sino la opción entrada (no hay Estado que asegure este derecho de admisión sin condiciones), la cual adquiere claramente el estatuto de una reivindicación de derecho humano.
Estamos, en este caso, en un claro ejemplo de que los viejos instrumentos de gestión de conflictos internacionales no llegan a cumplir su función originaria en un nuevo escenario caracterizado por el movimiento de personas que buscan poder beneficiarse de un sistema de libertades y de bienestar que no puede conseguir en sus países. En temas de inmigración, y pensando nuestras fronteras desde fuera vivimos en una sociedad cerrada. Éste debe ser el trabajo que nos toca en un tiempo histórico de larga duración, por utilizar los términos de F. Braudel. Si bien el gran logro del siglo XX ha sido asegurar la opción salida de nuestras sociedades, el gran reto del siglo XXI es conseguir también que la opción entrada en cualquier parte del mundo se proteja como derecho humano. Las dificultades para reconocer este derecho humano evidencian que la función que tienen hoy en día nuestras fronteras es separar mundos económicamente desiguales. Defender la opción entrada es defender, en último término, una justicia distributiva mundial, la única vía para conseguir una futura sociedad abierta en doble sentido (entrada y salida).
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Empar Moliner
La niña de ocho años que ‘quiere’ cubrir su pelo
«Ya nos volvíamos a Marruecos», ha dicho el feliz padre de la devota niña de ocho años que «quería» ir en hiyab a la escuela. Supongo que habrán leído la noticia, que esta semana ha estado en boca de todo el mundo: la escuela le prohibió asistir a clase con dicha prenda, pero la Generalitat, siempre velando por la tolerancia, decidió que lo que decidiera la escuela era igual. O sea que, ahora, la niña de ocho años ya se sienta en el pupitre con el pelo cubierto, a salvo de las miradas de los otros críos de su edad. De ahí la frase del padre. Eso significa que si los malvados profesores de la escuela no llegan a ser corregidos, el hombre se habría llevado a los suyos a ese lugar donde parece que taparse el cabello desde que sales de la clínica maternal mola (si eres mujer, claro). Piensen que este deseo infantil de la niña es tan poderoso que incluso la madre declara que ha dejado el trabajo para «apoyar» a su hija. Parece, pues, que cuando uno «apoya» (qué verbo tan repetido en la televisión últimamente, sobre todo por las madres de los concursantes de Gran Hermano) lo hace a jornada completa y no tiene tiempo de nada más.
El caso es que, como les digo, ha triunfado la sostenibilidad y la niña ya puede ir como «quiere» a la escuela. Y yo me alegro, porque me parece casi milagroso que una niña de ocho años ya tenga ideas propias sobre la religión. Esto es sólo la muestra de su gran madurez y elevación espiritual. Ha habido quien ha comparado el caso con el de las monjas que dan clase con hábito. Hombre, las monjas son mayores de edad. No es lo mismo. Pero sobre la cuestión ha habido mucho debate. El jueves, en este mismo periódico, se publicaron artículos con diferentes visiones, entre ellos el del señor Abdenur Prado, presidente de la Junta Islámica Catalana. Yo admiro sin reservas al señor Prado, porque también fue presidente del congreso «Musulmanas y feministas». Y que el presidente de las musulmanas y feministas sea un hombre en lugar de una mujer a mi me parece de una gran coherencia.
Pero volvamos a la niña. Seguramente habrá más cosas que «quiere» hacer. Como el Ramadán. Y si es así hay que respetárselo, o su padre se la llevará a Marruecos. Sí, ya sé que algunos profesores debiluchos advierten que los menores que lo practican se les desmayan en clase o no rinden. Pero nadie dijo que la fe fuese fácil. Por eso, feliz como estoy de la noticia, solo quiero advertir de algo a la Generalitat. Esta niña extraordinaria tiene toda una vida por delante. Y, del mismo modo que Cassius Clay se convirtió al Islam de repente y pasó a llamarse Muhammad Alí, ella podría cambiar también de religión de la noche a la mañana. Por ejemplo, podría abrazar la religión rastafari. Es una religión muy simpática y con no pocas peculiaridades. Entre ellas fumar hachís. Imaginen pues que la pequeña «quiere» honrar a su fe liándose un porro en clase. Si la intolerancia docente se lo prohibiera, hasta yo dejaría el trabajo como su madre para «apoyarla». Todo antes que oír al padre decir: «Estábamos a punto de volver a Jamaica».
Porque sólo faltaría que los niños de ocho años musulmanes merecieran más respeto que los niños de ocho años rastafaris, que los niños de ocho años católicos o que los niños de ocho años practicantes del vudú o de la cienciología. Por eso espero con ansia ver pronto a estos pequeños clavando alfileres a los muñecos y sacrificando gallinas, flagelándose por Semana Santa o merendando placentas en clase. Por cierto. La Generalitat debería ir preparándose para cuando salga la primera niña que declare que «quiere» que le practiquen la ablación. ¿O es que alguien duda de que esto pasará?
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Jordi Sánchez
Cuando la amenaza es un pañuelo
El caso de la pequeña Shaima pone de relieve lo irracional en que a menudo se convierten algunos debates públicos. En nuestra sociedad parece que hay quienes esperan casos como los de Shaima para discursearnos. No nos debería dejar indiferentes que personas influyentes y que saben que su opinión es escuchada en sectores de la opinión pública, conviertan el caso de una niña de ocho años que lleva un hiyab (pañuelo que cubre la cabeza) en una oportunidad para confrontar civilizaciones, siguiendo las doctrinas del conservador Hungtinton. No sólo no es evidente como algunos pretenden, sino que es exagerado pensar que un trozo de tela cubriendo la cabeza y las espaldas de una niña es desestabilizador para nuestros valores liberales.
La respuesta dada desde algunas tribunas mediáticas al caso Shaima no responde a la necesaria ponderación y moderación que los que construimos opinión pública deberíamos tener. Mucha pasión, mucho verbo fácil, muchos apriorismos y, sobre todo, muchas ganas de confrontación contra el «nuevo enemigo que nos amenaza».
Vayamos a analizar esta supuesta amenaza. Que en el mundo islámico existe una corriente totalitaria, absorbente y con derivas al terrorismo es evidente. Eso, sin embargo, no convierte a todos los islámicos ni a sus señas de identidad en portadores de esos males. Eso sería tanto como creer que cualquier vasco con txapela es terrorista. Tomar una parte de cualquier comunidad por el todo de la misma es una extrapolación injusta para las personas de esa comunidad y sus símbolos, e impropia de personas que se reivindican liberales. Es, a su vez, la mejor manera de sobredimensionar y fortalecer la parte que se dice combatir, en este caso el fundamentalismo, al atribuirle un peso social que en verdad no tiene.
Que en una mayoría del mundo musulmán la mujer vive con su libertad recortada y sin el reconocimiento de muchos de los derechos que en nuestro entorno son indiscutibles, nadie lo puede negar. Ahora bien, que a partir de esta constatación se asuma que todas las mujeres y niñas que usan un pañuelo tipo hiyab para cubrirse la cabeza, lo hagan por una exigencia (explícita o implícita) es toda una barbaridad. Seguro que hay casos que es así, pero hay otros muchos donde el uso del pañuelo no sólo no es una imposición, sino que es un acto de autoafirmación, de identidad, ejercido desde la más absoluta libertad. El pañuelo o hiyab no es necesariamente discriminatorio contra la mujer (hablamos de un pañuelo que cubre el pelo, no de un velo que cubre el rostro ni de una burka que secuestra a la mujer). ¿En algunos casos el hiyab puede ser un acto de dominio sobre la mujer? Seguro que sí, como lo son también algunas relaciones de pareja en nuestra sociedad con resultados de violencia. No por ello prohibiremos el matrimonio ni las relaciones entre sexos. Hay que encontrar una proporcionalidad entre las propuestas políticas y el problema que existe. Antes de legislar contra el hiyab habría que saber cuál es el problema real -no el teórico-, qué es lo que nos proponemos, cómo haremos cumplir la ley y qué consecuencias intuimos que va a generar la misma. Sólo después de todo ello y de valorar costes y beneficios sociales estaremos en condiciones de saber si una ley del hiyab a la catalana tiene sentido.
Volviendo al caso de Shaima no me creo, como sus padres han dicho, que la decisión de llevar el hiyab sea de la niña. A esa edad los padres imponemos aún los criterios a los hijos. El debate en una niña de ocho años no es el de su libertad de elección. De acuerdo con nuestra tradición, hasta la mayoría de edad los padres asumen la tutela de sus hijos. Eso comporta que los padres, siempre que cumplan la ley y no inflijan daño al menor son los únicos que pueden decidir qué hace, cómo viste y en qué creencias o descreencias lo socializan.
El reto que tenemos es que la capacidad de discrepar que los hijos tienen a partir de cierta edad de los criterios que los padres imponemos también pueda ser utilizado por todas las Shaimas de nuestro país. Pero eso comporta una socialización de Shaima y de sus padres de acuerdo con nuestra tradición liberal. El reto es que todas las Shaimas puedan ejercer su adolescencia con la misma conflictividad familiar con que la viven las Annas, las Claras y las Laias de su generación.
Pero para que eso ocurra nunca deberíamos buscar soluciones excluyentes. Para construir una sociedad liberal e inclusiva, sólo en contadas ocasiones está justificado y es eficaz excluir y negar la libertad a otros. Pero es evidente que en el caso de un pañuelo esta posibilidad no tiene sentido. Impedir que una niña asista a la escuela con un hiyab es negarle a esa niña la posibilidad de una aproximación a nuestra cultura, a nuestros valores y a sus conciudadanos -hoy compañeros de clase- de manera no traumática con lo que ella y su familia son, con aquello con lo que se identifica y que le da seguridad a fecha de hoy.
Desconocemos cómo ha digerido el incidente Shaima. Ante la evidencia del conflicto y las consecuencias que su amplia difusión en los medios de comunicación tendrá en las relaciones con sus compañeros de escuela, las posibilidades de que Shaima se aferre a su identidad y tradición familiar y las contraponga a las pautas y los valores mayoritarios en nuestra sociedad son elevadas.
Con determinadas actuaciones convertimos en irreconciliables tradiciones y prácticas de culturas distintas que hoy viven en Cataluña. Si no hay más opción que elegir entre lo que uno considera propio, normal, lo que ha vivido en casa desde siempre, y lo que ve en su entorno social, no siempre la elección favorece a la hegemonía de los valores liberales. Si la alternativa es hiyab o escuela, vamos directos al precipicio.
* Jordi Sánchez es politólogo.