Acababa mi último artículo en La Vanguardia sobre la abstención (7 de febrero del 2007) aconsejando que nos dejáramos de sermones acerca de las obligaciones del buen ciudadano y nos preguntáramos, con toda crudeza, qué provecho se saca con ir a votar. Consideraba que si la política recurría al marketing electoral, es que se trataba al elector como a un consumidor, de manera que no debía extrañar que éste se comportara así, en justa correspondencia. Sin sermones de por medio, decía, se descubriría que aún queda mucho voto por perder – el que se ejerce de manera voluntarista, generoso o con mala conciencia- y que la cifra del 50 por ciento de abstención se rebasaría a no tardar. Pues bien: ya falta menos.
El principal obstáculo para afrontar el desafío de la abstención está en que mientras se distribuya de manera relativamente homogénea entre todos los partidos, éstos no van a tomar decisión alguna para resolverlo. En el caso de estas municipales, excepto CiU, que sólo pierde un 8,6 por ciento de votos, los demás se sitúan en el 16,3 por ciento menos del PSC, el 19,3 de ERC, el 21,4 del PP y el 22,9 de ICV.
Pero aun así siempre se puede echar mano de algún dato positivo como el número de concejales, aunque sean obtenidos en raras coaliciones o en pueblos menudos. Recuérdese la noche electoral con Joan Saura esgrimiendo obsesivamente esos 60 nuevos concejales utilizados para relativizar la cuarta parte de votos perdidos respecto de las anteriores municipales. ¿Y qué me dicen del concienzudo análisis del siempre imparcial Miquel Iceta en el que se demostraba, contra toda evidencia, que el gran derrotado había sido CiU a pesar de que el PSC hubiera perdido el doble de votos relativos y el triple de absolutos?
Aparte de aspectos más coyunturales como es el estar metidos en un ciclo políticamente depresivo después del fracaso de la reforma estatutaria o de los legítimos – pero feos- pactos para formar gobierno entre perdedores, las causas directas de la abstención son dos. En primer lugar, están los males estructurales que sólo una nueva ley electoral podrían cambiar. Hasta ahora se había conseguido mantener una participación relativamente elevada gracias a unas generaciones históricamente sedientas de voto para los que dejar de votar – aun haciéndolo de manera desganada- sería como para un viejo cristiano, aun habiendo perdido la fe, dejar de celebrar la Navidad. Pero la incorporación de nuevas generaciones al voto, y también el desafecto de las antiguas, pone de manifiesto las graves insuficiencias de un sistema electoral en el que la fe se daba por supuesta.
El sistema electoral debería cambiar, pues, para dejar de contar con la fe del carbonero que nada sabe ni nada duda, para pasar a ser una verdadera invitación a la participación, haciendo que el valor del voto sea mucho más alto. Se trataría, por una parte, de que las figuras de alcalde y de presidente de la Generalitat fueran de elección directa. De esta manera se conseguiría no tener la impresión de que, se vote lo que se vote, luego ellos se van a repartir el botín como les pase por la cabeza. Además, los partidos tendrían que buscar a verdaderos líderes a los cuales, en caso de fracaso electoral, se les aplicaría el correctivo interno que merecieran. Por otra parte, las listas abiertas favorecerían una competitividad interna entre aspirantes a cargo electo, despertarían a diputados y concejales del letargo actual que les garantiza repetir en las listas cerradas y el ciudadano ejercería una presión directa sobre éste, comprobando ambos – elector y elegido- lo mucho que vale un voto.
La segunda razón de la abstención está en los contenidos políticos de las campañas. La consigna hablar de lo que importa a la gente o, en otra versión, acercar la política a la cotidianidad de las personas, ha causado un mal terrible. Aparte de su contenido condescendiente – como si la gente sólo atendiera a razones políticas cuando ésta trata de sus intereses particulares-, la idea es también demagógica, porque la política nunca debería atender al interés particular – para eso está cada uno- sino al general, del cual nos beneficiamos todos. Pero lo peor es que esta consigna ha funcionado de maravilla entre los políticos porque les ahorra poner sobre el tapete electoral aquellos grandes temas de los que trata el ejercicio del poder. Simulando que uno se preocupa por la encantadora viejecita del barrio, deja de hablar de cómo controlará a los grandes intereses inmobiliarios para que se respete un modelo de crecimiento o cómo se van a administrar los impuestos, que es justo lo que deberían decidir los electores. No tengo la información para hacer el ejercicio, pero sería interesante ver qué porcentaje de presupuesto municipal se suele poner a discusión durante la campaña, y qué parte no aparece nunca a debate público.
No digamos en unas elecciones generales o en unas nacionales catalanas, pero también en unas municipales están en liza un modelo de desarrollo de la ciudad y un estilo de vida como decía, a lo cual habría que añadir la opción propiamente política, bien fuera socio–intervencionista, de izquierda liberal, socialdemócrata, neoliberal o conservadora. Lamentablemente, a pesar de la amplia sopa de siglas que muestran las papeletas de voto, las distintas opciones no están claramente expuestas en las ofertas electorales, que hoy día, en Catalunya, se reducen a la izquierda intervencionista en tres sabores distintos, como los helados, a una opción que incluye de manera confusa desde la socialdemocracia a lo neoliberal, para acabar con un conservadurismo con toques de extrema derecha españolista. Y si la oferta es pobre y confusa, tampoco el elector siente ningún interés en escoger.
En definitiva, si a los partidos catalanes les preocupa realmente la participación, por favor, que no nos vuelvan a encuestar. Que se hagan la encuesta a ellos mismos, y nos digan si realmente están dispuestos a asumir los retos y los riesgos de la competitividad y la productividad en su propio negocio, tal como ellos no paran de exigir a comerciantes, empresarios, universidades…