Hace quince años argumentaba en mi libro El fin de la historia y el último hombre que si una sociedad quería ser moderna no había más alternativa que la economía de mercado y un sistema político democrático. Por supuesto, no todos querían ser modernos y no todos podían establecer las instituciones y las políticas necesarias para que la democracia y el capitalismo funcionaran, pero ningún otro sistema podía arrojar mejores resultados.
Así, mientras El fin de la historia fue esencialmente una discusión sobre la modernización, algunos han vinculado mi tesis sobre el fin de la historia con la política exterior del presidente George W. Bush y la hegemonía estratégica estadounidense. Pero cualquiera que piense que mis ideas constituyen los cimientos intelectuales de las políticas de la Administración Bush no ha prestado atención a lo que he estado diciendo desde 1992 acerca de la democracia y el desarrollo.
En un principio, el presidente Bush justificó la intervención en Iraq por el programa de desarrollo de armas de destrucción masiva de Sadam, por los presuntos vínculos del régimen con Al-Qaeda, y por las violaciones a los derechos humanos y la ausencia de democracia en Iraq. A medida que las dos primeras justificaciones se desmoronaron después de la invasión del 2003, la Administración enfatizó cada vez más la importancia de la democracia, tanto en Iraq como en todo Medio Oriente.
Bush argumentaba que el deseo de libertad y democracia es universal y no una cuestión cultural, y que EE. UU. estaría dedicado a apoyar los movimientos democráticos «con el objetivo último de acabar con la tiranía en nuestro mundo». Los dedos manchados de tinta de los electores iraquíes que hicieron fila para votar en las diversas elecciones celebradas entre enero y diciembre del 2005, la revolución del cedro en Líbano y las elecciones presidenciales y parlamentarias afganas confirmaron las creencias de quienes apoyaban la guerra. Si bien estos acontecimientos fueron estimulantes y prometedores, es probable que el camino hacia la democracia liberal en Medio Oriente sea extremadamente decepcionante en el corto y mediano plazo, y los esfuerzos de la Administración Bush para construir una política regional en torno a ella se dirigen al fracaso absoluto.
Con seguridad, el deseo de vivir en una sociedad moderna y al margen de la tiranía es un deseo universal o casi. Así lo demuestran los esfuerzos de millones de personas que se desplazan cada año de los países en desarrollo al mundo desarrollado, donde esperan encontrar la estabilidad política, las oportunidades de empleo, la atención médica y la educación que no tienen en casa.
Pero esto no es lo mismo que decir que existe el deseo universal de vivir en una sociedad liberal -es decir, un orden político caracterizado por una esfera de derechos individuales y el Estado de derecho-. El deseo de vivir en una democracia liberal es, en efecto, algo adquirido con el paso del tiempo, frecuentemente como consecuencia de una modernización exitosa. Además, el deseo de vivir en una democracia liberal moderna no se traduce necesariamente en la capacidad para lograrlo. Parece que la Administración Bush, en su enfoque hacia el Iraq post-Sadam, asumió que tanto la democracia como la economía de mercado eran condiciones dadas a las que la sociedad volvería una vez que se hubiera eliminado la tiranía opresiva, en lugar de una serie de instituciones complejas e interdependientes que tienen que construirse laboriosamente con el paso del tiempo.
Antes de lograr una democracia liberal, tiene que haber un Estado que funcione (algo que nunca desapareció en Alemania o Japón después de que fueron derrotados en la Segunda Guerra Mundial.) Esto es algo que no puede darse por sentado en países como Iraq.
El fin de la historia nunca estuvo vinculado a un modelo específicamente estadounidense de organización política o social. Siguiendo a Alexandre Kojève, el filósofo rusofrancés que inspiró mi argumento original, creo que la Unión Europea refleja con mayor precisión que EE. UU. lo que el mundo será al final de la historia. El intento de la UE por trascender la soberanía y la política del poder tradicional al establecer un Estado de derecho transnacional es mucho más acorde con el mundo posthistórico que las creencias sostenidas de los estadounidenses en Dios, en la soberanía nacional y en su ejército.
Por último, nunca relacioné el surgimiento global de la democracia con la Administración estadounidense, y en particular con el ejercicio del poder militar de ese país. Las transiciones democráticas tienen que estar conducidas por las sociedades que desean la democracia y ya que ésta requiere de instituciones, éste es normalmente un proceso bastante largo.
Las potencias externas como EE. UU. frecuentemente pueden ayudar a este proceso con el ejemplo que dan como sociedades económica y políticamente exitosas. También pueden suministrar financiamiento, asesoría, asistencia técnica y, sí, en ocasiones, fuerza militar para ayudar a que el proceso avance. Pero un cambio coercitivo de régimen nunca ha sido la clave para una transición democrática.
F. FUKUYAMA, decano de la Universidad Johns Hopkins y presidente de The American Interest.
© Project Syndicate/ The American Interest, 2007 www. project-syndicate. org. Traducción: Kena Nequiz.